Se oyen a menudo las frases "no era eso lo que quise decir" y "no sé bien lo que quiero decir" y escuchando a la gente y hurgando entre sus diálogos queda la sensación de que sería imposible determinar si el que habló dijo lo que quería decir, si dijo más o menos de lo que intentaba decir, y si, en cualquier caso, supo alguna vez lo que querría haber dicho y lo que estuvo diciendo durante toda su vida.
Hay momentos en los que toda una biografía puede resumirse en una escena. Entra un actor secundario, dice su frase, alguien lo oye, y por un efecto de iluminación la escena desaparece y en continuidad con ella la obra da lugar a otro acontecimiento, igualmente caprichoso, pero que distrae al público con la ilusión de que es, también, algo definitivo. Habría momentos en los que toda la trama de biografías que puedan imaginarse en el mundo parecer reducirse a un vago tul, una red en la que cada ángulo anudado a otro sería el instante en que cada uno formuló la frase única que representa todo lo que no llegó a decir y que era todo lo que estuvo tratando de decir en su vida. Si hubiese tal momento, se escucharía un unísono coral vociferando la misma frase: "soy yo". Todo lo que todos pudieron decir estaría contenido en ella y en su apariencia de ser tan verdadera como si hubiesen cantado la frase "yo quiero".
Pero no hay coro. Desde el coro escolar y barrial de aficionados hasta los elencos estables de las grandes salas de ópera y conciertos, los coros son construcciones arbitrarias, circunscriptas a un lugar y a un período estipulado en los contratos. El coro de todos los humanos aún no se ha concertado, aunque algunos lo hayan imaginado a semejanza del infierno o del fin del mundo. De eso hablaban. Que con una lluvia así la ciudad se convertía en un infierno, había dicho el chofer, y que esa tormenta parecía el fin del mundo. Él había tenido la suerte de refugiarse en una estación de servicio techada. Justo tenía que cargar gas cuando empezó la tormenta y en la larga cola, los que terminaban de cargar combustible se resistían a dar paso al siguiente auto para que el granizo no arruinase la pintura del suyo. Por eso el lugar techado también se convirtió en un infierno de bocinas y protestas. Después hubo un rato sin radio: todas las emisoras se habían silenciado justo cuando los taxistas querían escuchar informes sobre las zonas inundadas. Estaba seguro que Barracas, Belgrano y Paternal estaban inundadas. Antes, decía, los choferes esperaban la lluvia porque con mal tiempo siempre se encuentra más gente dispuesta a viajar. Pero ahora nadie quiere lluvia porque la ciudad se inunda cada vez más y no hay manera de llegar al lugar que reclama el pasajero. Por la tormenta habían suspendido los partidos de fútbol. En los espacios reservados para transmitirlos hablaban periodistas, directivos y jugadores de fútbol. Son cosas, decía, que tiene que escuchar la gente que no le interesa el fútbol, para que vea lo que es el fútbol. Si uno lo cuenta, nadie le cree. Pero usted -decía- puede oír lo que hablan: hace media hora que están hablando de compras y ventas de jugadores, de contratos, partidos suspendidos, estadios clausurados, de futbolistas expulsados por andar en las drogas, del gobierno, las elecciones en los clubes, la plata y los préstamos y los negociados… ¿Usted cree que alguien dijo patear, pelota, arco o gol?, preguntaba. Las cosas más importantes del fútbol son patear -repitió la palabra "patear" y levantó la mano derecha hasta el espejo retrovisor cerrando el puño y alzando el pulgar-… patear… la pelota -allí flexionó el pulgar y mostró extendido el índice- hacia el arco -ahora mostraba extendidos, juntos, tres dedos de su mano- para producir gol, pero nadie dijo una sola de ésas palabras en más de media hora. Al pronunciar gol había agregado el anular y hacía bailar los cuatro dedos en el aire y parecía a punto de volverse hacia ella para mirarla directamente. Esto se lo puedo decir a usted porque es mujer, decía, porque los hombres tienen tan metido el fútbol en la cabeza, que si les hablo así me toman por un loco. Pero usted escucha: ¿ve que hablan todo el tiempo de política?, buscaba confirmar. ¿Usted es casada? ¿A su marido le interesa el fútbol? ¿Usted es del interior? ¿Usted vive en ese hotel nuevo que recién inauguraron…?, seguía preguntando y contaba que él tenía un recorrido para conseguir pasajeros en los hoteles nuevos, que se ponen de moda por un tiempo. Atraen gente extranjera, alojada ahí por las agencias de viajes o de turismo con la promesa de servicios de cinco estrellas, y siempre hay políticos de las provincias, turistas y jugadores de fútbol. Son viajes típicos los de los hoteles nuevos. Casi todos los pasajeros que se consiguen en los hoteles nuevos van a lugares turísticos, al Congreso, a los comités, los ministerios y a los clubes. Son viajes siempre iguales, o parecidos. Rarísimo encontrar un viaje a Belgrano. Usted debe ser la primera persona -decía- que sube en uno de los hoteles nuevos y pide que la lleven a Belgrano. ¿Usted es uruguaya? -preguntó- y se disculpó diciendo que él tenía muchos amigos y compañeros uruguayos y que por la manera de hablar, por la tonada, le había quedado la impresión de que podía ser uruguaya.
10
Hubo un momento en el que dejaron de ver. Ya había oscurecido. Eran las tres en punto de la tarde y había oscurecido como si se hubiera puesto el sol. Las nubes, de un verde opaco, medio azulado, venían desde el sudoeste, rasantes, apenas por encima de los edificios altos del centro y terminaron cubriendo todo justo cuando se oyó el primer trueno y empezaron los rayos. El trueno no era un trueno: más bien era el retumbar de una sucesión de truenos. Los rayos caían por ahí, tal vez cerquísima de ahí. Como al llegar había visto montones de veleros navegando frente al puerto de la ciudad, quiso mirar el río, y ya resignada a mojarse bajo el chaparrón, cuando todos trataban de buscar refugio en los vestuarios, fue hacia los balcones de la terraza que daban a la zona del puerto pero la cortina de agua, tan tupida, no permitía ver ni los edificios más cercanos. Después ya no se podía ver nada. Para volver a la zona de los vestuarios se fue guiando por la línea de tablones de teca que rodeaba la piscina y cuando pasó el escalón y llegó a la terraza propiamente dicha, se orientó por el griterío de gente que pujaba en la puerta tratando de pasar al hall de los vestuarios. Acercándose, recién a unos pocos metros se reconocían los cuerpos, y eso sólo por el movimiento colorido de la ropa, los kimonos y los trajes de baño. Desnudas, o vestidas uniformemente de gris, esas figuras se hubiesen confundido con la pared y los cristales de fondo, o con la cortina de agua, también gris, que los envolvía. Sintió un golpe en la frente, y después varios en los hombros. Eran piedras de hielo: nunca imaginó que pudiesen doler tanto. Eso explicaba los gritos: chillidos de mujeres, pero también alaridos de hombres y puteadas. Uno gritaba "¡Auxilio! ¡Auxilio!" y la primera vez que lo escuchó le pareció que llamaba a alguien: su novia podría llamarse María Auxilio, o el encargado de repartir paraguas y sombrillas, ser, justamente, Don Auxilio Fernández. Causaría gracia pensarlo así, si no fuese por el dolor de los golpes del granizo en los hombros, y, ahora que miraba hacia el piso, en la nuca. Causaría risa, sino fuese por el miedo. ¿Miedo de qué? No sabía a qué, pero sentía que los chillidos, el griterío y el reclamo de auxilio, que repetían voces de gente mayor y de mujeres, le habían contagiado miedo. Eran treinta personas: supo la cuenta después, cuando todo había terminado. Pero allí, en aquel momento, entre lo que creyó serían cincuenta personas, no había un solo hombre capaz de usar una mesa, una silla o alguno de los caños que sostenían la tarima que se había derrumbado, para romper el cristal o para forzar la puerta que daba paso al hall de los vestuarios y a la escalera y los ascensores. Hombres y mujeres, iguales, estaban ahí empujándose y gritando instrucciones a los primeros de la cola, sin pensar otra cosa que en protegerse de la lluvia y del impacto de las piedras de hielo. Ella también: podía tolerar la lluvia, helada, pero no los chicotazos del hielo, que seguramente le marcarían con moretones los brazos y la espalda. Probó gritar: gritó un "ay" parecido a los chillidos de los otros. En ese momento una mujer fue a dar al piso sacudiéndose y varios retrocedieron para no tropezar con su cuerpo. Entonces pudo avanzar unos pasos hasta ubicarse entre dos hombres corpulentos, más altos que ella. El cuerpo del más gordo -un morocho velludo, que sólo vestía un short de baño- le protegió la espalda y atenuó el golpeteo del granizo. Ahora todo se parecía a un ataque de nervios. Gritó "¿por qué carajo no abren?" y volvió a gritar y a exclamar "¡Abran carajo!". A su alrededor todos gritaban frases parecidas o chillidos.