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Llamaba "clientes" a los que figuraban como objetivos en cada relevamiento, aunque a veces los objetivos no fueran personas, y fuesen, por ejemplo, el baño de hombres del restaurant Pappetti, o la oficina de contratos del teatro Colón. En tales casos, se llamaba "cliente" a cada uno de los registros de voz obtenidos en cada objetivo de relevamiento.

La ventaja de tener una pequeña renta es el poder de actuar con la mente en claro, sin temer que de un día para otro te retiren del servicio por haber cometido un error, o por un capricho de cualquiera de los jefes. Si a un electricista lo retiran del servicio, pasa a oficinas o a estudios ambientales, y queda ganando un sueldo miserable, sin viáticos, viajes, ni honorarios especiales ni recompensas y cumpliendo horarios a la vista de las viejas secretarias y de los supervisores que vigilan que nadie se destaque ni llame la atención.

Pensaba en su pequeña renta, que apenas alcanzaba para mantener la casa de la playa en Monte Hermoso y financiar un par de escapadas por año a California o a algún otro punto del Pacífico donde se pueda surfear una semana sin peligro de que, justo en los días de licencia, no haya olas o vientos adecuados.

En su lugar, cualquier otro que dependiese de su cargo temería que el lunes alguien encontrase que la pista nueve tenía registradas dos horas de juegos sexuales y que viniera el jefe reclamando explicaciones:

– ¿Qué es esta historia de los lagrimones de la casada infiel…? ¿Así que ha vuelto a malgastar fondos del estado para instalarse en un apart a comer sushi y a coger…?

Un pobre tipo no sabría qué responder. Era poco probable que alguien llegase a masterizar y menos a transcribir la pista nueve, pero en caso de que ocurriese, diría que actuó en el convencimiento de que la mujer estaba contratada para comprometer a un senador, o a algún funcionario presente en el lugar, y que en la intimidad habría obtenido valiosa información si no hubiera sido por la tormenta y el accidente que interrumpió todo.

Tenía pruebas, había detectado el número del celular de la mujer, el nombre y los datos del titular, que con toda certeza debía ser el marido y una serie de pistas que, en caso de confirmarse que ella había estado allí comprometida con algún operativo ilegal, permitirían identificar a los interesados en realizarlo. Son pretextos que fácilmente se pueden imaginar cuando uno no es un pobre tipo que teme perder el empleo, o algún privilegio de su empleo.

Por lo demás, en las otras once pistas debía haber bastante material viable, que, aunque fueran boludeces, ganarían valor no bien se confirmase que la muerte del anticuario no fue accidental.

El ahogado era anticuario, o decorador y anticuario. No era viejo. Estaba seguro que no había sido accidentaclass="underline" lo había visto nadar, parecía sano, y que fuese homosexual, según comentaron los policías, no implicaba mayor propensión a ahogarse en una terraza. Hubo un momento de la tarde en el que sin motivo alguno que lo justificara tuvo la certidumbre de que quien ordenó aquel servicio de escuchas esperaba que sucediera eso, o algo parecido. Para los policías, la aparición de un rosario confeccionado con pequeños caracoles blancos sosteniendo una cruz de nácar, y la versión de alguien que conocía al muerto y lo identificó como un hombre del ambiente gay, eran evidencias que avalaban la sospecha de un crimen. Les faltaría verificar una conexión entre los rosarios con cuentas de procedencia marina y algún culto afrobrasileño, y la de éste, sea el umbanda, el candomblé o de alguna secta inspirada en ellos con la fauna gay de la ciudad, para encaminar una pesquisa con perspectivas de buena prensa.

Es muy sencilla la psicología policial y en su misma simplicidad debe residir la eficacia de las divisiones especializadas de la institución. A los oficiales de civil se los notaba entusiasmados. Habían dividido al personal en grupos que recorrían el edificio. Uno estaba en los vestuarios componiendo un plano de la terraza, señalando los sitios donde habían aparecido diferentes huellas no mas significativas que el rosario blanco: un encendedor Dupont con iniciales grabadas, una cartera de mujer llena de cosméticos y medicinas ginecológicas, varias servilletas escritas con tinta y borroneadas por la inmersión, recortes de la revista Noticias protegidos por folios de un plástico transparente y adhesivo, y otras supuestas evidencias que ya estaban archivadas en unos sobres con rótulo judicial.

Hubiese preferido saber más, pero prefería no llamar la atención de los policías ni identificarse ante el jefe hasta estar seguro de que todo el material de escuchas y los registros de fotografía y video estuviesen fuera del edificio.

Todo el cablerío y las miniantenas habían sido recuperadas por su gente y por el personal de cocina que colaboró en la operación. Por la tormenta se habían perdido dos sensores, justo dos piezas de un kit de canarios suizos que estaban a prueba y costaban una fortuna.

En la jerga, llamaban "canarios" a los micrófonos que en cada partida venían mas reducidos, mas complejos y mucho mas caros. Los canarios suizos eran una novedad en el ambiente y pocos equipos de trabajo sabían operarlos. Hipersensibles, emitían su señal y simultáneamente recibían y ejecutaban las instrucciones que un operador adiestrado enviaba desde el teclado de una notebook ubicada a cincuenta metros del lugar. Bien ejecutadas las instrucciones corregían el foco de la grabación y eliminaban sonidos par sitos. Como siempre, el problema eran los costos de cada kit y del entrenamiento de los operadores del teclado: un error en el comando inhabilita a un sensor cuya siembra pudo haber costado días enteros de trabajo.

Se llamaba "sembrar" al delicado rastreo de lugares adecuados para implantar el micrófono o su sensor repetidor y también al acto de instalarlo y verificar que funciona correctamente. Es un trabajo donde influye mucho la intuición. "Te ponemos a vos porque sos intuitivo, creativo", decía algún jefe, y él pensaba en la pequeña renta, que cada mes, en Bahía Blanca, el administrador del negocio de su madre depositaba en su cuenta corriente. Sin ella no habría intuición ni creatividad. La siembra, como la captación de datos y la selección y descarte de material relevado eran juegos de azar y si uno pensase en el resultado final de cuidar el cargo y conseguir nuevas misiones de mas rango o privilegio, quedaría paralizado por la vacilación.

Es como en el surf de competencia: la gente sabe y calcula según el viento, las mareas y lo ha que ha visto durante horas, en qué zona conviene esperar la ola adecuada para lo que quiere conseguir en ese momento. Pero, superadas las rompientes y llegado al lugar, se encuentra que es un área de cientos de metros donde sólo en una pequeña franja podrá producirse el despegue ideal. Y no hay modo de averiguar dónde aparecerá esa creciente concavidad que se transforma en una corriente que empuja hacia afuera y fluye hacia una línea invisible en lo más llano del mar donde de repente nacerá la ola esperada.

El competidor que necesita ganar puntos, especialmente las estrellas que dependen de los caprichos de los jurados para la renovación de sus contratos con fabricantes de tablas e indumentaria, pasa allí sus peores momentos, y, a veces, esto lo inhabilita para conseguir lo esperado.

En cambio, un turista puede apostar y dejar que el mismo azar de la marea y el viento se adueñe de su voluntad y haga lo suyo. Tal vez acierte o coincida con lo que, más tarde, después que todo sucedió, los jurados estimen que era el lugar debido, ahí donde uno siempre debe estar. Pero llegado ese momento no hay más que planillas: ni mar ni olas habrá, sólo registros en planillas y la certidumbre de que todo sería mejor si ante estas situaciones extremas, el tiempo pudiese volver hacia atrás, aunque sea a un solo instante de la larga cadena de tiempo sucedido.

Pero el tiempo no puede retroceder y el hombre debe actuar como el surfista que, de rodillas, se dispone a relajar sus músculos buscando la soltura y la energía indispensables para el momento en que deba ponerse de pie y pisar con firmeza la tabla que empieza a deslizarse. No son músculos, pero algún instrumento de la voluntad debe suspenderse o desconectarse para que por la propia vida circule libremente el azar, que a veces acierta, y que otras es la máscara que adopta la voluntad cuando se ha logrado relajarla, es decir, cuando se la ha podido librar de las interferencias del miedo y de la costumbre.