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Tal vez todo ha salido bien, pensaba, y ya todos los registros estén a bordo de la combi. Anticipaba los comentarios de los operadores sobre la pista nueve: "¡Hijo de puta! ¿Cómo hiciste para ganarte a esa mina…?" Dirían eso, o algo parecido.

Se dio, pensaba, y no era improbable que tal vez, a partir de los registros de la pista nueve y de los datos del titular de la línea del celular de la llorona se pudiese encontrar algo que cerrase bien con el resto del relevamiento.

El tiempo no puede revertirse, pero si se pudiera disponer de una Silicon con procesadores actualizados y dos gigabytes de memoria RAM, las doce pistas del registro podrían representarse gráficamente en forma ondas de sonido, para detectar visualmente ciertas inflexiones, timbres de voz y superposiciones que permitirían seleccionar lo indispensable y escucharlo, teniendo a la vista, segundo a segundo en la pantalla, el arabesco entrecruzado de ruidos y voces.

Pero no hay presupuesto y en la oficina donde se están empezando a registrar escuchas con tecnología del año 2001, se las sigue procesando con los métodos impuestos en 1976. Un cuarto de siglo desfasados, pensaba. Como siempre en este país, pensaba, todo se ensambla mal, y, el tiempo, que no puede volver hacia atrás, sabe permanecer y uno está aquí y ahora, y dentro de unas horas va a la oficina y se encuentra allí y en ese otro momento del futuro, pero con un pedazo del pasado flotando en el aire y titilando para llamar la atención desde las pantallas monocromáticas de las computadoras IBM ensambladas en 1980 que hizo comprar la presidencia de Alfonsín.

Durante un tiempo, poco antes de que terminara el siglo, había vivido con la creencia de que no haber nacido en la ciudad era una desventaja. De hecho, para algunas chicas de la Facultad de Arquitectura, que viniese de Bahía era una suerte de estigma: la culpa de ser un chico de provincia, ese acento que aquí sonaba como campesino, y que la gente impostaba para cantar temas de folklore argentino. Había pasado la infancia y terminado los estudios secundarios en una ciudad pequeña, de menos de un millón de habitantes y recién ahora, al cabo de una década de vivir aquí, y de haber conocido grandes ciudades de Europa y de la costa oeste americana, advertía que esa diferencia también había tenido sus ventajas.

Para el que llega a la ciudad ignorando sus barrios, los nombres de las calles y la ubicación de los lugares donde ocurrieron los principales acontecimientos que todos recuerdan, la ciudad se manifiesta en un bloque donde todo es presente, o mejor dicho, donde todo se da a un mismo tiempo, de modo que pasan años hasta que pueden interpretarse los espacios y las construcciones como resultados del curso de un tiempo que les imprimió tales o cuales significados.

Viéndola desde allí, desde este siglo, pensaba que su etapa de asimilación a la ciudad se vio favorecida porque el estigma de no compartir la memoria colectiva de la que todos parecían jactarse, le permitía conocer todo en bloque, sin perderse en detalles insignificantes como el acento de una voz que revela un origen de clase o de zona, o como la jerarquía social de un bar o de una disco y el valor relativo de una universidad o de un lugar de empleo.

Esto es Kyoto, pensaba recordando los quince días pasados en la feria electrónica, donde trataban de venderles equipos indescifrables en una ciudad enteramente indescifrable. Las esquinas iguales, la gente era casi igual, y los hoteles eran tan parecidos que cada concurrente a la feria y a los cursos de capacitación debía llevar prendida en la solapa una tarjeta impresa con los caracteres que identificaban su alojamiento, el único lugar donde podían comer y donde debían pernoctar. A muchos les sucedió lo mismo: llegaban agotados al hotel, y el personal miraba sus tarjetas y les señalaba el portal y una dirección en la que deberían seguir caminando para encontrar el suyo, igual, con las mismas carteleras de neón y con los mismos uniformes solo diferenciados por lo que debían decir los signos japoneses bordados en las mangas.

La llorona infiel no pareció creerle que había estado en Kyoto. O tal vez lo creyera y prefirió representar indiferencia para concentrarse en lo único que le importaba: el cuerpo. No lo podía saber, pero como ante el registro de una pista sonora que no permite identificar quién habló ni a quiénes se refirió esa voz con los pronombres "vos", "ella", "yo" y "ustedes", sobre lo que es imposible saber, mas vale no intentar indagaciones que solo llevan a perder tiempo y a cargarse de dudas sobre todas las cosas.

Lo importante de esa mujer era que lloraba bien, que tenía, como decía su novia "mucha piel en la cama", y que había podido registrar el número de su celular y que seguramente la llamaría.

Si uno pudiera comportarse todos los días como si estuviese en Kioto, o en Shangai que ha de ser mas indescifrable, y viviera todo el tiempo ateniéndose a averiguar solamente lo que se puede llegar a saber y empeñándose en buscar solamente lo que se puede conseguir, toda la vida se volvería tan fácil como el atardecer de aquel domingo.

Era previsible que ella, medio satisfecha y asustada por el caos de los pasillos se hubiera vuelto a la casa del marido. Ahora sólo le faltaba llamarla y volver a encontrarla. Daba igual que siguiera la lluvia, que hubiera un ahogado y que los policías anduvieran por ahí enredándose en sus propias rutinas y montando un espectáculo de órdenes, trámites y uniformes como en una película argentina de los años cincuenta. La policía era el pasado invadiéndolos y haciendo boludeces por los pasillos.

Debían contribuir el cambio de clima, el viento fresco y la noticia de que todo el material relevado estaba en la kombi y en camino a la oficina, pero, al salir a la calle y, pese a la llovizna y al peso de su bolso, dispuesto caminar por la Libertador hacia la oficina, sentía crecer algo que otros llamarían felicidad junto a la certidumbre de que debía ser el único arquitecto que entendía esto.

Estaba seguro de que nadie objetaría los comprobantes por ciento sesenta pesos gastados en el alquiler de un apartamento y el delivery del sushi de esa tarde.

Estaba seguro de que pronto construiría casas y que estas experiencias le servirían para construir mejor. Estaba seguro de que antes refaccionaría su casa de la playa, agregaría un mirador, y ampliaría el jardín librando a la construcción de esa horrible cochera con techo a dos aguas y tejas falsas.

Estaba seguro de ser el único arquitecto que se desempañaba en el servicio, por lo menos, en funciones técnicas de ese nivel. Estaba seguro de que ningún agente o funcionario de procedencia política o de otros organismos de defensa y seguridad entendía su trabajo y de que todos por igual apostaban a una carrera imaginaria y pretendían ser jefes, lo que terminaba dejándolos pendientes de sus jefes.

Pasaba junto a un edificio de viviendas en torre cuyo proyecto había estudiado en la Facultad. Los constructores lo habían promovido como un modelo del ideal de seguridad. A más de dos mil dólares el metro cuadrado, el más pequeño de los semipisos debía valer entre seiscientos y novecientos mil. No descartaba que tal vez allí alguien fuera feliz, pero en aquel momento también él era feliz.

Felicidad, seguridad, pasar los comprobantes de los gastos, llamar a la llorona, firmar los informes, de paso averiguar cómo calificaron al servicio de aquel domingo. Enumeraba todo y lo repetía mentalmente: Seguridad… Felicidad… Telefonear… Cobrar… Firmar… Lo repetía como al dictado de una voz interior: era una buena agenda para una semana que prometía empezar bien.

marzo de 2001