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Hasta aquí la metáfora "choto" se ha aplicado una docena de veces. En ciertos casos es útil clasificar: se ha usado seis veces en su versión másculina, otras tantas en género femenino, y una más, en este párrafo, en un género virtualmente neutro, que acude a la grafía "choto" no para aludir a un objeto, ni para metaforizar una sensación difícil de exponer en un texto de divulgación o en un relato, sino para referir la expresión "choto".

Eso comentaba un filólogo de la Universidad de Córdoba hacia el fin de un almuerzo, en mayo de 1996. El hombre había prescindido del postre. En cambio, sus dos acompañantes pidieron sendas porciones de un exquisito postre que era especialidad del local.

– Miren…! -Dijo- Acaban de servirles pequeños penes a la pequeña vagina…

Justamente, el mozo depositaba sobre la mesa dos platos de membrillos a la vainilla.

Hubo elogios al postre y antes de que sirvieran el café tuvo lugar a una charla sobre el recurso metafórico al órgano copulador en el habla coloquial.

El muerto, el finado perito, tenía una verdadera pasión por estas cosas. No era periodista, pero como se consideraba un intelectual, cultivaba la amistad de la gente de prensa y siempre aparecía por un bar donde el personal de redacción de los medios suele congregarse.

La mayoría de los parroquianos lo nombraba con su apodo, para diferenciarlo de autores conocidos y de sus compañeros de redacción, a quienes, por razones institucionales, solían refererirse con el apellido, suprimiendo nombre y sobrenombre.

Pero iguaclass="underline" si hubiera publicado su librito, algún habitué de ese tugurio le habría dedicado una columna del suplemento, con todos los elogios de práctica.

Entre los elogios que se escucharon en el velorio, un profesor de lenguas contó que el muerto atesoraba en la memoria gran cantidad de curiosidades sobre el habla corriente y manifestó su esperanza de que, en alguna parte, las hubiese copiado y compilado.

Infelizmente, la etapa más activa de su vida había transcurrido en una era preinformática. De lo contrario, habría entradas en los archivos de sus unidades de memoria y sería fácil reconstruir ese hipotético tesoro que ahora estaba deleteándose en el fondo de los rígidos discos neuronales de su cabeza muerta.

Fue una de las nueras del muerto la que sugirió la posibilidad de que tal vez hubiera algo en el libro que había escrito.

– ¿Escrito…? ¿Cómo…? ¿Tenía libros escritos y nunca en la vida lo comentó…? -Se asombraba un viejo de la inmobiliaria que todos los años lo acompañaba a la Feria del Libro de Buenos Aires.

– Sí -dijo una amiga de la nuera-, ya encontramos uno… Está en la pieza que era el dormitorio de los chicos…

Pero en el libro no había compilaciones. Por la calidad de las tapas de cuero y el prolijo guillotinado del papel, cualquiera habría esperado una obra impresa, con portada, datos editoriales, prólogo y colofón. No había nada de eso. El papel, de buena calidad, estaba mecanografiado en tipos desparejos y en algunos párrafos las letras en tinta negra tenían un halo rojizo, probando que fue copiado con una cinta obsoleta, o con una máquina cuyas palancas y engranajes ya estaban fuera de registro.

Registrándolo a medianoche, los dos de la cooperativa de crédito, -gente culta, uno de ellos era universitario- coincidieron en afirmar que se trataba de una especie de novela que merecía una lectura cuidadosa. Comenzaba con el relato de alguien que quería escribir en verano, pero vivía atormentado por los insectos que, antes de la tormenta, formaban una nube alrededor de su lámpara de lectura y le recordaban escenas de tormentos aplicados sobre pequeños animales en los galpones de una academia rural que capacitaba a asistentes de veterinaria.

Que había algo perverso, dijeron como elogiando el texto, pero la nuera debió tomarlo como una falta de respeto al muerto, y, airada, les reclamó el libro para devolverlo a su lugar, en el dormitorio.

La últimas páginas amarilleaban en degradé, desde abajo hacia arriba y de derecha a izquierda, como si desde el ángulo superior del libro hubieran derramado un café aguachento.

Pero era una huella de la despareja oxidación del papel que en algunos lugares debió estar más expuesto al oxígeno del aire y a la luz y el calor que aceleran sus efectos sobre las fibras de celulosa.

Lo mismo ocurre con los textos sobre el papel, algunos más expuestos que otros a la lectura, oscurecen más, o se aclaran hasta terminar casi borrados de las páginas y de la memoria.

El arte del encuadernador, y, ahora que todo se hace mecánicamente, el arte del encuadernador amateur, debe velar para que cada pliego del papel de la edición quede expuesto a niveles idénticos de radiación térmica y luminosa.

Se trata de un ideal tan inalcanzable como el de la escritura, que a veces se empeña por obtener un máximo de exposición y otras busca preservarse de los agentes naturales del desgaste. Son los extremos que se corresponden con fuerzas antagónicas que, desde cada punta, tironean del hilo literario.

– Toiiinnnnng…!

La cuerda se tensa y vibra todo a lo largo, pero sólo hay un punto, extremo del movimiento ondulatorio, que determina la tonalidad del sentido deseado. Es imposible anticipar dónde estará emplazado y lo más probable es que quien escribe nunca acierte a ubicarlo.

Lo más frecuente es que el autor se desplace a tientas, cegado por una luz que quizá sólo sea visible para él. Un velador distante: una presencia humana al fin. Y ahí va él a libar o a quemarse.

Tendría que haber una armonía entre los extremos. La nota justa en la palabra justa que aparezca justo en el momento imaginado.

Como no hay reglas, el arte del escritor vela por la mejor distribución de esa justicia de las palabras. Idealmente, lograr que cada una de las palabras cargue algún resultado del vibrar unísono del todo: la armonía inconcebible, inaccesible.

La escuela de Chicago, y tras ella todas las doctrinas económicas predominantes, sostiene que en un mundo globalizado no es posible reeditar experiencias como la del primer gobierno de Perón, en cuyo transcurso casi la mitad de los recursos económicos se destinaba al bienestar de quienes no producían.

Pero todo es posible. Especialmente si no se descarta que, tras años de habituación, los profesores hayan terminado por resignarse al automatismo de usar la palabra "posible" como sinónimo de "deseable", o en reemplazo de lo que sienten como "debido".

Nadie, ni el menos cuestionable premio Nobel de Economía, puede librarse de los automatismos del lenguaje. Su accionar es condición necesaria para la existencia misma del lenguaje, sin el cual, no está demás decirlo, no existirían en este mundo la economía, la justicia ni los profesores de Chicago y de Harvard.

No existirían en este mundo: no está demás decir que decir "no está demás decir" equivale a afirmar lo contrario. Está demás decir que lo que no existe no existiría: son típicas frases de velorio.

Un obituario diría que el muerto consagró su vida a la bondad, a la familia y a las letras. La prensa exagera: "consagrar" promete mucho más que lo que una vida vivida en las condiciones de su tiempo podría satisfacer.

Los periodistas exageran y actúan como sabiendo que si no exagerasen perderían su empleo. En general se exagera exageradamente: también en esto las proporciones justas y la armonía resultante son ideales inalcanzables.

Para compensar tanto extremo, ha aparecido una promoción de periodistas que exageran mesura, y escriben como si estuviesen convencidos de su incertidumbre. Tal vez esto no sea simplemente una moda, y, si lo fuese, se trataría de un nuevo género, pronto se conocerán sus reglas y alguien las compilará para su empleo en las escuelas de medios y periodismo.

Pero el muerto no había consagrado su vida a las letras. Distribuía su tiempo administrando un par de chacras de parientes, yendo a los bares que convocan gente de periodismo y arte, comprando y vendiendo prendas de automotores e hipotecas en la cooperativa y las escribanías de los alrededores y saliendo con amigos. A veces iba al cine o al teatro. Una vez por año visitaba la Feria del Libro.