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Algunas noches, desde la ventana de su cuarto salía el ta-ta-tá del teclado de una Olivetti, pero cualquiera que lo oyese pensaría que estaba redactando un apremio, o llenando un formulario de contratos de venta o de alquiler.

Tarde, recién de madrugada, cuando las nueras y los hombres de la cooperativa de crédito se habían retirado del velorio, se reveló algo más sobre su libro.

Tarde, cerca de la una había aparecido el muchacho que tuvo a su cargo la encuadernación de la obrita. Se disculpó: llegaba tarde porque se había enterado demasiado tarde de la noticia de la muerte del hombre. Era la última hora de la tarde y no pudo encontrar a alguien que lo reemplazara en su trabajo.

Era profesor de manualidades del colegio pero trabajaba hasta media noche como supervisor de una estación de servicio. Le habían encargado la encuadernación hacía dos años. La tarea le llevó mucho más de lo previsto al presupuestar.

No se le habría ocurrido hojear el libro si no hubiera sido por un par de visitas que el finado hizo al galpón donde tenía instalado su taller. De sus charlas le había quedado la impresión de que el libro mencionaba a personas conocidas, por eso se puso a leerlo salteando algunas partes que, -dijo- debían haber sido escritas para gente de un nivel cultural más alto. Él no tenía la costumbre de leer.

Pero el libro no daba nombres y algunas cosas que decía de gente o de casas no permitían formarse una idea respecto de a quiénes o a qué barrios se refería. Al parecer, todo lo que contaba había ocurrido en la Capital, en Buenos Aires, y de algo estaba seguro: en lo que leyó, y en las partes que vio mientras guillotinaba y cosía los pliegos del libro, salvo algunos presidentes de la Argentina y militares del tiempo de las escarapelas, no aparecía el nombre de ninguna persona.

No sería mala idea hacer libros que relaten historias eludiendo el nombre de unos personajes que el lector tarde o temprano olvidará. De lograrlo se avanzaría sobre el público, predisponiéndolo para la inminente desaparición de los autores. Se contará eso más adelante.

2

Se ha dicho que detrás de cada creativo de cine publicitario hay un cineasta en potencia: otro que aguarda esa consagración para la cual sólo le falta un productor con dinero, sensibilidad e influencias sobre la red de intermediarios, agentes, exhibidores y pequeños industriales que confluyen sobre el negocio del espectáculo en procura de un medio de subsistencia menos penoso que el deber de trabajar.

A veces ocurre que un director publicitario da su esperado salto: consigue un productor y puede concentrarse en su largometraje apartándose de la publicidad por diez o doce meses.

– Y no más -dice uno- porque es bien sabido que en este oficio dejás que pase un poco más de un año y todo el mundo se olvida de vos…

Es una opinión. En general, se supone que para conseguir el olvido en el mercado de publicidad basta dejar que pasen cuarenta y ocho horas de la cobranza de un servicio sin oblar las comisiones de práctica a ese enjambre de funcionarios que, según su estilo, intervienen, interceden o interfieren en el largo proceso que va desde la gestación de una idea que parece apropiada para engañar al consumidor hasta su materialización en forma de mensajes gráficos, sonoros y visuales ajustados a los criterios indispensables para que el fabricante pueda descansar en la creencia de que a él sí que no lo han engañado.

Aunque lo engañen.

Los expertos en capacitación suelen reconocerlo: nadie cae en un embuste con mayor facilidad que quien recurre a sus servicios buscando nuevas técnicas para embaucar.

De ser así se explicaría la proliferación de cursos, seminarios y hasta de carreras universitarias destinadas a las supuestas disciplinas del periodismo, la comunicación y la publicidad.

Cualquier producto que se oferte en el rubro encuentra o genera su demanda: la gente vive ansiosa por saltar al otro lado del mostrador de la pequeña tienda social de los mensajes.

Y no porque persigan un ideal de libertad sino tal vez por todo lo contrario: corren persuadidos de que metiéndose en el negocio de la persuasión se librarán de ulteriores persuasiones. Es la forma de abnegación que cunde en una era sin mártires ni santos: no habría manera más rápida y menos costosa de inmolarse frente al altar del poder.

Afortunadamente, queda una mayoría de personas resignadas a vivir sin andar emitiendo mensajes por este mundo poluído de comunicación. Tal vez baile en la disco, grite en la cancha, rompa una vidriera en el tumulto o cante bajo la ducha, pero no anda diciendo por ahí que ha hecho de esto un destino personal, ni aspira a pasar hacia el otro lado de la pantalla de los mensajes.

No diseña, no pinta, no escribe, no ejecuta instrumentos, no ensaya teatro y aunque piense igual o mejor que el promedio, en sus grupos de amigos y compañeros tiende a ser considerado una persona marginal, justamente por mantenerse sobrio dentro de los márgenes de la vida.

Es el caso de otro personaje sin nombre. Él no escribe un librito ni pinta cuadros. Jamás soñaría dirigir un film ni arriesgaría dinero en la producción de un espectáculo.

Tipo prudente, entre millares que medran interfiriendo e intercediendo en cuanto negocio pueda depender de; varias partes en conflicto, siempre se destacó por su moderación.

Donde otros imaginaban un diez por ciento neto al alcance de sus manos y se precipitarían al negocio como predadores de las llanuras subtropicales, él se limitaba a ver apenas lo que solía llamar "una puntita": un cinco, un diez o un quince por ciento disponible para distribuir armónicamente entre todos los que el azar hubiera puesto en las proximidades del botín. Esa era la clave de su éxito.

– Si hay algo de lo que estoy más que seguro es de ser el mecánico dental más rico de este país -dijo unas de las pocas veces en las que se lo escuchó hablar de lo suyo.

Y no dijo "industrial", "financista" ni "empresario".

Era una de sus tácticas para ganar voluntades. Nadie lo piensa, pero todos saben que para ser el mecánico dental, el restaurador de muebles o el poeta más rico de la ciudad, basta acertar con el billete de una emisión corriente de la lotería: meta ínfima para una sociedad en la que todos quieren ganar el primer premio literario, o presidir el holding más exitoso de los tres o cuatro que protagonizan el saqueo del semestre en curso.

Era, efectivamente, mecánico dental, diplomado de una carrera universitaria menor impuesta por su padre, y, aunque nunca ejerció su profesión, solía referir con orgullo su título y las circunstancias de su obtención.

Claro: alguien capaz de cargar por toda su vida el estigma de un diploma menor para obedecer el mandato de sus mayores, debe ser el primero a quien conviene recurrir cuando se necesita gente leal y responsable, que sepa cumplir la palabra empeñada.

En el mundo de los negocios, un grado universitario, aunque proceda de una carrera breve que por su facilidad atrae a sectores subalternos de la clase media, siempre califica mejor que una identidad obtenida por el escalafón de una carrera de empleado.

En algunos ámbitos, se presentaba con el peso de la expresión "mecánico" aludiendo a su capacidad para ordenar las piezas y arreglar un conjunto de modo que funcione aún cuando el ensamble parezca irreparable.

El Karina Apart fue resutado de uno de esos arreglos que a cualquiera le parecerían imposibles y que serían imposibles sin la intervención de voluntades capaces de ensayar nuevos ensambles de partes cuando todo indica que el resultado nunca funcionará como se espera.

Al negocio lo había ideado un hombre de gobierno caído en desgracia. Al iniciar la sociedad, los inversores daban por descontado que sus influencias conseguirían exceptuar al terreno donde construirían el edificio de las limitaciones de uso y de altura que protegían el estilo señorial de esa zona de la ciudad.