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– Que falle si tiene que fallar… -decía el mecánico. De los cuatro socios que se habían quedado con el Karina, fue quien más insistió en la realización el almuerzo inauguraclass="underline"

– Si falla, después se arregla algo con la prensa… Con que vengan veinte personas más la prensa y los shows alcanza y sobra…

Fueron más de cincuenta. Empezaron a llegar a las diez y media de la mañana. Los primeros tomaron jugos y cafés en el bar de planta baja y después recorrieron algunos pisos guiados por un grupo de promotoras.

Antes de las doce, el éxito del evento estaba asegurado. Por la distribución de las mesas alrededor de la piscina, bastó que una decena de invitados se lanzara a probar los jugos y la primera ola del servicio de copetín, para crear el clima de una celebración exitosa.

Ayudaba la música: los parlantes, disimulados tras los macetones de los seis ángulos de la terraza, creaban un clima festivo, aunque sin estridencia. Esa había sido la consigna al diskjockey:

– Nada bailable, nada de quilombo… Pensá algo que pueda escuchar la gente joven que venga sin dormir pero también el Turco senador con su señora… -Había reclamado el mecánico.

No se lo había anticipado a su socios, pero estaba seguro de que el senador se haría presente, aunque sólo fuera para el momento del brindis: lo había prometido, y, como él mismo, era un hombre de palabra.

También tenía la promesa de la Cementera. Su participación sería la mejor respuesta a los quejosos vecinos y la prensa agregaría un párrafo especial para comentar su entrada, su salida, la ropa que vestía y las personas con las que se habría dignado a cambiar una que otra frase de circunstancia.

La Cementera también era una mujer de palabra, y había comprometido su presencia junto al senador, al cabo de una reunión de negocios.

Ella y el senador estaban interesados en la compra de una parcela en el puerto, que después de un largo trámite de remates judiciales había quedado en poder de un grupo de financistas de Quilmes. No eran los dueños: sólo habían conseguido juntar el dinero para comprar el boleto en un remate, y algunas garantías hipotecarias del cumplimiento del pago del saldo en el curso de dos meses. Como en el caso del Karina, el Mecánico había intervenido en los arreglos con el Banco Cooperativo, y aunque sólo tenía un dos por ciento del capital en juego, cuando los de la empresa de la Cementera consiguieron la lista de nombres de los presuntos propietarios, el único conocido era él. Por eso lo convocó el turco.

Quería saber el precio. Él le dijo que era el de práctica en el negocio de compra de boletos: lo invertido, más un honorario del treinta por ciento.

– ¿Sabe quién quiere comprar? -Le había preguntado el senador y él le dijo que no, aunque por las relaciones del turco con el negocio del cemento, estaba sospechando que sería esa mujer:

– No sé quién ni me interesa: a los socios lo único que le importa es ganar lo debido y lo antes posible… -Dijo antes de acordar la modalidad de pago. Tendrían que preparar dieciséis cheques por diferentes sumas proporcionales para cada socio y certificar toda la documentación en una escribanía amiga.

– La señora va a querer saludarlo… -Dijo el senador en vísperas de la firma- Van a firmar por ella dos apoderados, así que no se van a ver… Sería bueno que hoy mismo me acompañe a visitarla…

"Sería bueno" significaba que debía ir. Lo llevó en un auto del senado, pero no fueron a la oficina sino a un despacho de la fundación de la vieja. Ella le pareció mucho mayor de lo que mostraban las fotos de actualidad, siempre supervisadas por su custodia al servicio de sus agentes de prensa.

Tenía preparado un pequeño discurso de agradecimiento. Él la interrumpió, jactándose de no haber hecho favor alguno, y explicándole que no buscar más provecho que el de práctica -nunca menor del veinte ni mayor del cuarenta por ciento de lo invertido-, era el principio del negocio de compra de remates. La vieja recuperó su tradicional estilo seductor:

– Parece que usted no sabe cuánto significaba esa tierra par mí: era el último espacio abierto de la ciudad donde podíamos -miró al senador- construir…

Parecía reprocharle algo, y eso era parte de su seducción: reprochando, lo trataba como si fuese un par suyo. Estuvo apunto de argumentar: podría haber dicho que ni él ni sus ocasionales socios con toda la ayuda del mundo podían desarrollar un negocio de esa escala porque que eran gente que nunca tomaría más riesgos que los de la compra y venta de boletos o certificados judiciales.

La vieja volvió a agradecer y al despedirse le entregó su tarjeta personal. No figuraba el nombre de su empresa ni el de la fundación, y en el dorso, manuscritos con anticipación, figuraban los números telefónicos de su departamento y de su celular satelital.

– Siempre alguien atiende, y cualquier cosa que pueda necesitar de nosotros, no dude en pegarme un telefonazo…

Dijo eso o algo parecido pero estaba seguro que había usado la expresión "telefonazo". En el viaje de vuelta hacia Belgrano, recordaba la voz de la vieja. ¿Tenía acento francés, o eran como francesas las palabras que parecía elegir cuidadosamente al hablar?

Tal vez se debiera a su ropa o a la decoración del despacho donde los había recibido. Antes de despedirse del senador le dijo que recibiría una invitación para el lanzamiento del Karina y le consultó si valía la pena mandarle una a la Cementera y el turco dijo que sí y que él mismo le pediría que, si ese día estaba en Buenos Aires, se hiciera una pasada por el lugar.

3

La nena estaba fascinada con el ir y venir de las nubes.

Pronto cumpliría once y hacía poco había aprendido la palabra "fascinada". Decía estar fascinada ante cualquier cosa que le gustase o que quisiera conseguir. También decía "fascinante", y, a veces, "me fascina". Eran palabras de su prima, una chica de trece, hija de su tía mayor y de su tío el juez.

Ser juez parecía más importante que ser un mero escribano. Su tío tenía un campo y no un departamento, sino una casa enorme en Pinamar.

Su papá era escribano: tenía una escribanía en el centro y siempre se quejaba de que el trabajo andaba mal. Salía temprano, mucho antes de que pasara a buscarla el ómnibus del colegio, y llegaba tarde, siempre cuando estaban por empezar a cenar. Después de la comida se encerraba en su estudio a fumar leyendo o escribiendo. Hablaba poco. Decía que su cuñado era riquísimo, pero que la mujer era ostentosa y que le había contagiado eso a sus hijas.

La de trece siempre subrayaba: "nuestro" campo, "nuestro" country, "nuestros" autos. A cada chico que conocían le preguntaba si su familia tenía campo, cuántos caballos tenían, y si ellos también tenían una lancha y un crucero para hacerse escapadas al Uruguay.

La nena no comprendía por qué era malo ser ostentoso, pero lo entendía mejor que su familia, por cuanto, aunque también ignoraba el significado preciso de "ostentar", a diferencia de ellos, había aprendido que las cosas eran buenas o malas dependiendo de quienes las hicieran.

La tía no le gustaba, y en eso sí estaba de acuerdo con sus padres. En cambio, preferiría que su padre fuera juez, que tuviese más dinero y que no se encerrara todas las noches en su estudio a leer y escribir.

Eran las once de la noche de un sábado, y, como siempre, el viejo estaba fumando. Golpeó la puerta antes de pasar al estudio, el padre le preguntó que quería y ella dijo que nada. Miraba la ventana. Desde allí siempre se veía la estación del ferrocarril, iluminada por reflectores de vigilancia y, más allá, en el río, las boyitas de luces verdes, coloradas y blancas, entre las que solía aparecer un barco todo iluminado. Pero aquella noche quiso mirar hacia fuera y sólo vio una tela brillosa y negra, igual a la que habían colocado en su cuarto. En el estudio parecía una pared que en algunos lugares reflejaba la luz amarillenta de la lámpara del escritorio.