Le preguntó al padre si no tenía agujeritos para espiar y el viejo respondió que no. Después quiso saber cómo había conseguido hacer tan perfectos los agujeritos del revestimiento de la ventana del salón y le dijo que quería tener agujeritos también en su cuarto. El viejo le mostró su cigarrillo humeante y, con gestos, le indicó cómo había perforado la película de plástico con la brasa para después agrandar el orificio, haciendo girar el filtro como si fuese un tornillo. La nena tendió la mano pidiéndole su cigarrillo. El padre dio una última pitada y se lo entregó: quedaban un par de centímetros de papel intacto entre el filtro y la brasa.
Cuando iba hacia su cuarto, oyó la voz del viejo recomendando que no agrandase mucho los agujeros y que después de hacerlos tirase la colilla en el inodoro del baño principal.
En el camino vio a la madre: estaba mirando una película en inglés y ni la habría notado pasar. En su cuarto pitó el cigarrillo. El filtro parecía mojado: saliva del viejo. Trató de sentirle el sabor. Era agrio: alquitrán de tabaco mezclado con baba. Volvió a pitar. La brasa se alargó y se reflejó en la película brillante de poliestireno.
Resultó fácil perforar un primer agujero, y acertó en el cálculo de la distancia cuando hizo otro que le permitiría ver el apart a un mismo tiempo con los dos ojos.
Miró: un aura verdosa se difundía por el pozo de luz y teñía las paredes de los edificios vecinos. Los reflectores ubicados en el fondo de la piscina de la terraza del apart producían la imagen de seis columnas de luz verdosa apoyadas en la superficie del agua apuntando hacia lo alto y a los lados. En el cielo, dos haces principales, como de reflector, confluían convirtiéndose en un halo de neblina verde. Abajo, a no más de un metro de la piscina, nubes de insectos giraban alrededor de cada chorro de luz.
Las ráfagas de viento caliente y arrachado de aquella noche de verano empujaban hacia el sur las nubes que se dispersaban para volver a compactarse y recuperar su lugar, una suerte de remolinos girando alrededor de los haces de luz. Habría insectos grandes, medianos y pequeños pero la nena pensó que todos debían ser las conocidas cotorritas del verano: le resultaba más práctico imaginarlo así mientras se fascinaba por el ritmo de flujo y reflujo de esas nubes que siempre terminaban recomponiendo su figura casi esférica: una enorme bola de bichos.
Su madre odiaba a las cotorritas porque mueren con cada amanecer y sus restos se apelotonan en los plafones de cristal dando una desagradable apariencia de suciedad. En realidad, eran suciedad: cadáveres odiosos, aunque menos repugnantes que los de las moscas y las cucarachas.
La nena dio la pitada final cigarrillo, esta vez inhaló a fondo el humo y sintió un placentero dolor en el pecho. Era como si algo la raspase pero muy suavemente. Sintió el mareo de fumar. Era la tercera vez que fumaba y apagó la brasa antes de sumergir la colilla en una taza con restos de Nesquick. Después tiraría todo en la cocina. Quizás también tirase la taza en el cubo de basura de la cocina: en la casa nadie llevaba la cuenta de la vajilla.
Como la segunda vez que fumó -había compartido unas pitadas de Camel con unas compañeras de francés, en la plaza- el mareo rozaba el límite de la náusea sin llegar a convertirse en una sensación desagradable. Al contrario: producía más placer que el del paso áspero del humo dentro del pecho y, quizás, por evocación de su primera experiencia con el tabaco, deseos de acostarse desnuda.
También había sido un sábado, pero durante el verano anterior. Todos los primos habían ido a pasar el fin de semana en la casa grande del tío juez y a ella le tocó compartir un dormitorio con la prima de trece que estaba con una amiga del colegio, algo mayor.
Cuando todos se fueron a dormir, la prima había encendido el televisor, trabó la puerta y abrió de par en par el ventanal que daba al jardín. Entonces sacó los Marlboro de su mochila y convidó a su compañera, instándola a que le diera fuego con su encendedor. Las dos fumaban, pitaban, una tosió.
Después, la prima la había convidando:
– ¿Querés…? ¿Te prendo uno?
Ella aceptó y la otra le dio un Marlboro encendido y una lata de Coca Cola vacía, diciéndole que la usase como cenicero. Esa vez la primera pitada le produjo el mareo, justo cuando la prima apagó la luz, y, como debía ser su costumbre, se desnudó y se tendió sobre una cama. La amiga hizo lo mismo. Ella las imitó. Tendida, mareada, pitaba y sin tragar el humo frotaba la brasa en el borde de la lata. Acostumbrándose a la oscuridad, le pareció que sobre sus camas las otras se estaban tocando. No se desnudó, pero empezó a tocarse también ella, metiendo una mano bajo el elástico del shortcito. Después vio mejor: la prima había levantado una pierna, movía las caderas y sacudía la cabeza para ambos lados. Oyó ruidos justo cuando tuvo el cosquilleo final, y ahí se durmió.
Había sido la primera en levantarse: se sentía bien, pero recordaba aquel mareo. Se fue a bañar a la pileta. En la casa todos dormían, excepto el jardinero que ya estaba conectando los regadores del césped.
El tipo la llamó por su nombre para decirle que tuviera cuidado y no se metiera en la parte profunda: al parecer, no sabía que ella nadaba bien, mucho mejor que las primas. Desde el agua, le preguntó al tipo cómo sabía su nombre y él dijo que sabía todos los nombres de las personas y de las cosas.
Estaba medio loco, pensó, y volvió a pensarlo mientras nadaba mariposa y siguió pensándolo hasta que el tipo se acercó a la pileta como para seguir la conversación. Le preguntó si recién se enteraba de que él sabía todo.
Eso le recordó la lata de Coca llena de ceniza y restos de su Marlboro, y, sin secarse, corrió a la casa dejando un reguero de charquitos entre la antecocina y la escalera de los dormitorios y entró al cuarto donde las otras dos seguían durmiendo, levantó todas las latas de Coca y Seven y la llevó al cubo de basura de la cocina, ocultándolas debajo de unas bolsas del supermercado y montones de cáscaras de ananá.
Cuando volvió a la pileta su tía andaba por los rosales, y, desde lejos, le daba instrucciones al jardinero. Gritaba que había sacado un cordero del freezer y que quería tener el asado listo para la una del mediodía. Después siguió hablándole a los gritos. Fue alrededor de los días de Navidad: la tía también se habéa zambullido, pero había traído una bandeja con cafeteras y platos y casi ni nadó: se dejó ir bajo el agua por el impulso de la zambullida, emergió, dio una brazada, salió por la parte baja de la pileta y fue a sentarse en la mesa a tomar su café, comiendo pan dulce, hojeando la revista de Clarín y haciendo llamados con su teléfono celular.
¿O los llamados con el celular, junto a la pileta y comiendo habían sucedido otra mañana? La nena no lo podía recordar después de un año. En cambio recordaba el fin de semana anterior y un viaje en auto a San Isidro, durante el cual la tía se la pasó haciendo otra serie de llamados.
Se le había muerto el administrador de la chacra y ella avisaba todo el mundo y protestaba. Seguro que les iban a faltar papeles y ahora se daba cuenta de que el tipo era un idiota. La nena la escuchaba quejarse. Había pedido hablar con el contador y volvía a quejarse: el tipo era un idiota y recién ahora se daban cuenta cuando ya estaba muerto. Este verano no irían a la chacra, decía.
Mejor, pensaba la nena, porque la chacra era aburrida y no recibía televisión por cable ni por satélites. En el viaje de vuelta desde San Isidro trataba de imaginarse a un idiota muerto. Un idiota muerto debía ser alguien como el jardinero que adivinaba los nombres de todas las cosas: flaco, viejo, alto, medio encorvado como él, y todo igual a él, pero con el cuello hinchado, como los chicos enfermos de bocio que habían visto en el norte.