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Para peor había viento. El gerente pensó en su mujer y en su madre: ninguna de ellas toleraba el viento, enemigo natural de los peinados. ¿Estarían cómodas las mujeres, con ese viento norte arrachado? "Viento norte duro pampero seguro", le había oído decir al encargado de cocina, que había estado en la flota de mar. El hombre se jactaba de conocer el clima del Río de la Plata y pronosticó que antes de media tarde calmaría el viento, el calor sería sofocante y que rato después se desataría una tormenta de verano.

Por momentos preferiría que todo fracasara. Sentía un odio creciente hacia el Mecánico y sus socios que se dejaban manejar por su despreocupado aventurerismo. Y ni quería recordar a cuál de su objeciones había sido, si al costo del servicio de almuerzo, si a la elección de los shows musicales o a la idea de disfrazar a los concurrentes de bañistas para que todos probaran la corriente de hidromasaje que instalaron en la piscina y, de paso, que la mayoría dejase sus celulares en el vestuario, pero jamás olvidaría la ofensa y el lenguaje con que le respondieron:

– Nunca conocí a un empleado tan cagón como usted…! Había dicho el Mecánico y le pareció que los otros socios asentían.

Pero si algo fracasaba sería también su fracaso. Solo un imbécil renuncia a una carrera de siete años en Sheraton para meterse con estos aventureros. Pensaba eso y recordaba la palabra "cagón".

Seguía llegando gente. La mayoría en pareja pero también entraban grupos de hombres los más jóvenes debían ser periodistas y algunas muchachas solas que parecían modelos. Algunos venían con sus bolsos: alguien les habría advertido que inaugurarían la piscina y el hidro.

La mayoría de los otros aceptó cambiarse y dejar sus teléfonos y efectos personales en las gavetas del vestuario.

Algunos se habían zambullido, nadaron unas brazadas, se entretuvieron un rato en el ángulo del hidro, haciendo bromas y gritando ante cada reflujo del chorro de agua a presión y terminaron por tenderse a descansar en los tablones de teca del borde la parte profunda.

El gerente miraba con preocupación los kimonos abandonados en la proximidad de las duchas y el trampolín. En un rato, -temía-, nadie va a ser capaz de reconocer el suyo, de modo que terminarán sentándose a la mesa descalzos y con el torso y las espaldas descubiertas.

No podía calcularlo: si estuviese su mujer la consultaría y ella le daría un opinión más acertada, pero apostaría que todas las mujeres de bikini tenían prótesis de siliconas en los pechos. Los hombres que seguían el agua ni las miraban. En cambio, dos que habían decidido no cambiarse y ya habían bebido tragos largos de jugos con gin no las perdían de vista y hablaban acaloradamente, con toda probabilidad, acerca de ellas. No eran modelos conocidas, tal vez fueran plantel de alguno de los servicios de acompañantes que el Mecánico se jactaba de contratar y disponer a su antojo y -según decía- a crédito.

Un grupo de hombres, al que poco después se agregó una pareja, había tomado posición en la parte baja de la pileta. Dos de ellos se habían sentado en el fondo y permanecían sumergidos hasta el cuello. Los otros se acodaban en el borde y hacían señas a los mozos para que se acercaran a servirlos.

Si algo faltaba para arruinar definitivamente la escena era que se pusiesen a comer en el agua. Y, en efecto, por las señas que hacía uno que estaba bebiendo un largo vaso de jugo de tomate, el gerente interpretó que reclamaba a un mozo platos de algo trozado: formaba un círculo con los índices y los pulgares de ambas manos y representaba la señal de cortar algo golpeando con el canto de la derecha su palma izquierda que haría las veces de una pieza de fiambre, un pan o un queso.

Reconoció al tipo, más por su categoría que por los rasgos de su cara insignificante. Era uno de la financiera de Quilmes que no estaba en la sociedad del Karina, pero compartía varios negocios con el Mecánico. El contador le había dicho que era miembro de la mafia de los remates y que hasta hacía poco la financiera era parte del poderoso aparato económico del partido comunista.

En un tiempo, cuando todavía trabajaba en Sheraton, había oído hablar de la mafia de los remates. La gente de negocios la llamaba "los de la liga", refiriendo siempre el enigma del poder que esta gente, en su mayoría usureros y gestores de los suburbios, disponía sobre las figuras menos sospechables del poder judicial.

– Serán lo que serán, pero lo que no se les puede negar es que son gente de palabra… -Había justificado un abogado de Sheraton.

Otro enigma eran esas cooperativas financieras que se sabía ligadas al partido comunista. ¿Cómo fue posible -se preguntaba- que con todo el poder y el apoyo que los militares tuvieron durante tantos años de gobierno, los hayan dejado seguir haciendo sus maniobras…? Eso no podía explicarse por el mero hecho de que fuesen "gente de palabra".

Lo que ahora sí podía explicarse era por qué su jefe hacía negocios con ellos: aquel mediodía había terminado de convencerse de que, a la hora de compartir una actividad, a igualdad de ganancias, la gente cómo el Mecánico siempre elegiría asociarse con los que peor calaña parecieran representar.

– Cuanto más sucios sean, mejor para ellos… -Pensaba el Gerente y lo confirmaba viendo las sonrisas de complacencia de su jefe y los socios ante las guarangadas de las tetonas y del grupo de usureros comunistas que, tal como había adivinado, ya estaban comiendo queso y jamón en el borde de la pileta y ofreciéndoles los platos a una pareja. Estaban agachados con el agua al cuello como si nadaran pero mantenían con una mano en alto sus copas de vino blanco, o de champán. Debía ser champán.

Él jamás se metería en una pileta donde simulaba nadar gente como aquella. Calculó que varios no se habían duchado antes de zambullirse. Todos estos son iguales, pensó después, mirando a las decenas de invitados y al personal, entre los cuales no pudo reconocer la menor huella de desagrado o de reproche. Por el contrario, todos parecían disfrutar de la situación, desde el animador que haría de maestro de ceremonias -un periodista de la TV Cultural- hasta dos tipos que acababan de pasar a la terraza vestidos con trajes de gabardina y anteojos oscuros y todo indicaba que serían custodios de algún invitado.

Debían ser trajes de Armani. Conocía esa gabardina color tabaco virginia de un amarillo subido que nadie elegiría en una muestra de paños de su sastre, pero que una vez cortadas por esa marca y exhibida en sus vidrieras del shopping tentaban a comprar.

Él jamás elegiría un traje así. Son prendas que no se pueden repetir dos o tres días seguidos. Sería un traje para ocasiones aunque estos custodios debían usarlos para todas sus salidas al aire libre. Seguramente eran policías prestando servicios fuera de hora. Ambos parecían profesionales. Eran giles y a pesar de su ostentoso disfraz de custodios se movían entre la gente con más decoro que lo habitual.

Conociendo las rutinas del personal de seguridad americano que aparecía por Sheraton en cada encuentro diplomático, era evidente que aquellos dos expertos estaban realizando lo que en su jerga llamaban un fielding: la observación de un terreno antes de que sus compañeros facilitasen el acceso a las personas que debían proteger.

Él también estaba haciendo su fielding. Cualquier subalterno, las chicas de promoción y los mozos contratados para el evento imaginarían que estaba supervisando su evolución. Por eso trataba de sonreír y de mostrarse ocupado y satisfecho pese a su malhumor.

Pero en realidad, no tenía nada qué hacer. Lo habían acordado la tarde anterior:

– A las once de la mañana, cuando todos los contratados estén en sus cargos, si no pasa nada raro, nosotros desconectamos los celulares y empezamos a funcionar con piloto automático. Que laburen los de cocina, el personal de atención de mesa, las promotoras, el animador, los sonidistas y los números del show. Nosotros, a joder y a festejar a la par de los invitados…! -Había resumido el Mecánico y todo el personal asintió.