Hay un elemento que caracteriza a la auténtica parodia: cuando quien parodia se siente más pequeño, más modesto que el parodiado. En caso contrario se trata de otros géneros literarios – como por ejemplo la sátira, que a diferencia de la parodia aspira a destruir a su propio objeto y se alza, cáustica y despectiva, por encima de él – o bien nos encontramos con los casos penosos de quien se considera más grande que los grandes y se convierte así, sin darse cuenta, en una figura pretenciosa y ridícula.
Todo esto vale no sólo respecto al plano de las reelaboraciones literarias, sino también en el más inmediato de la existencia. Desde los primeros años de la escuela, la risa más genuina es la que reúne ironía, autoironía y respeto; la risa del que, mientras se burla de los demás – tal vez del maestro y de un texto inmortal que éste está leyendo en clase -, se burla también de sí mismo, disipando cualquier altivez y disfrutando de ese contento del que se disfruta cuando se es libre de toda presunción de sí y se está en armonía con el mundo. Por eso una obra es tanto más grande cuanto más capaz es de contener su propia irónica autoparodia, que enriquece su consistencia y su significado; hay una profunda verdad en la tradición que querría ver atribuida a Homero la Batracomiomaquia, la parodia de la Ilíada. Así es, muchas veces – mucho más a menudo de lo que se pueda creer -, mientras representamos con torpe altanería papeles que consideramos de fundamental importancia, somos nuestras propias autoparodias sin darnos cuenta. Este ridículo destino es propio de individuos concretos, y también de movimientos políticos e ideologías, pero ésta, como decía Kipling, es otra historia.
1996
DESDE EL OTRO LADO. CONSIDERACIONES FRONTERIZAS
Un escritor polaco, Lee, cuenta que una vez que se hallaba en Pancevo, en la orilla izquierda del Danubio, mirando más allá del río, hacia la ribera opuesta en dirección a Belgrado, sintió que se encontraba todavía en su patria, en su casa, porque la orilla en la que estaba delimitaba en tiempos la frontera de la antigua monarquía austrohúngara, que él, incluso muchos años después de su desmoronamiento, continuaba considerando como su mundo, mientras que más allá del río empezaba un mundo distinto. Más allá del río empezaba para él "la otra parte". Otro escritor polaco, Andrei Kusniewicz, comenta esa página de Lee y dice que se reconoce plenamente en esos sentimientos; también para él esa linde perdida determina los límites de su mundo. Para los dos, Belgrado está en la otra parte.
En ambos casos el escritor parece conocer bien cuál es su sitio, tras qué frontera se siente en casa. Otras veces, y más a menudo, la identificación resulta en cambio difícil. Una vez, siendo estudiante, cuando vivía en Friburgo, en la Selva Negra, en una de esas pensiones que constituyen para un joven una verdadera universidad del saber y de la vida, me dirigí, con algunos amigos, a Estrasburgo, donde no había estado nunca. Corría el invierno 1962 – 1 963. Nos hizo de cicerone un señor mucho mayor que nosotros, asiduo él también de la pensión Goldener Anker, El Ancla de Oro: un alemán de la Selva Negra como otro cualquiera, pero al que sin embargo le había cabido en suerte un destino singular. Pocos años después del advenimiento del nacionalsocialismo, se había marchado de Alemania, pero no movido por la necesidad, toda vez que pertenecía a la raza aria predilecta del Führer, sino sólo por razones políticas, o antes aún, morales. Su patriotismo humanitario no había borrado el amor que sentía por su patria, Alemania, y más tarde desde luego no aminoró su dolor por la consiguiente catástrofe alemana, por la destrucción y la división de su país. Cuando atravesó la frontera de Alemania con Francia no pensaba ciertamente olvidar a su patria alemana ni volverle la espalda: simplemente sentía que, en aquel momento, y mientras durase el régimen nazi, su auténtica patria, o mejor, su auténtico sitio, estaba al otro lado.
La frontera es doble, ambigua; en unas ocasiones es un puente para encontrar al otro y en otras una barrera para rechazarlo. A menudo es la obsesión de poner a alguien o algo al otro lado; la literatura, entre otras cosas, es también un viaje en busca de la refutación de ese mito del otro lado, para comprender que cada uno se encuentra ora de este lado ora del otro – que cada uno, como en un misterio medieval, es el Otro. El escritor que inventó el paisaje literario triestino y murió luchando para que Trieste se uniese a Italia, Scipio Slataper, empieza su Il mio Carso [Mis montañas del Carso] intentando decir quién es él, y descubre que para representar su identidad más profunda tiene que inventarla y decir que es otro, nacido en otra parte, en algún lugar de ese mundo eslavo que se encuentra en conflicto con la italianidad de Trieste, aunque forme parte de la civilización triestina.
En Trieste nací y viví hasta los dieciocho años; cuando era pequeño, no era sólo una ciudad de frontera, sino que parecía ella misma una frontera, hecha de un sinfín de lindes que se entrecruzaban en su seno y a veces en la misma persona y la vida de sus habitantes. Las líneas de frontera son también líneas que atraviesan y cortan un cuerpo, lo marcan como cicatrices o como arrugas, separan a alguien no sólo de su vecino sino también de sí mismo.
Además la frontera triestina es, y sobre todo era, una frontera con el Este; la que veía materialmente delante de mí, cuando iba a jugar al Carso con mis amigos, era el Telón de Acero, la frontera que cortaba en dos, entonces, el mundo entero y que estaba a escasísimos kilómetros de mi casa. Más allá empezaba aquel mundo inmenso, desconocido y amenazador que era el imperio de Stalin, un mundo difícilmente accesible, por lo menos hasta el comienzo de los años cincuenta. Pero, al mismo tiempo, aquellas tierras allende la frontera, que pertenecían a la "otra" Europa, habían sido italianas hasta hacía pocos años, hasta el final de la guerra, cuando fueron ocupadas y anexionadas por Yugoslavia; yo las había visto y conocido durante mi infancia, formaban y forman parte constitutiva del mundo triestino, de mi realidad.
Al otro lado de la frontera estaban pues, al mismo tiempo, lo conocido y lo desconocido; había un mundo desconocido que hacía falta volver a descubrir, hacer que volviese a ser conocido. Desde niño comprendí, aunque fuera vagamente, que para crecer, para formar mi identidad en un mundo no completamente escindido, tendría que franquear aquella frontera – y no sólo físicamente, merced a un visado en un pasaporte, sino sobre todo interiormente, volviendo a descubrir aquel mundo que estaba más allá de la linde e integrándolo en lo que era mi realidad.
Más allá de aquella linde empezaba la otra Europa – este término "otra" derivaba en primer lugar desde luego de su pertenencia al universo estalinista, pero ponía de relieve también cierta ignorancia por parte occidental. También yo, de pequeño, creía que Praga estaba al este de Viena y me quedé un poco asombrado ante el mentís del atlas escolar. Esta difusa ignorancia estaba y está a menudo teñida de desprecio, intencionado o inconsciente. Lo que está al este se nos antoja a menudo oscuro, inquietante, promiscuo, poco digno; se tiende a identificar el Este con lo negativo. El príncipe de Metternich decía que en Viena, más allá del Rennweg, la gran arteria que atraviesa la capital austriaca, empezaban los Balcanes, término con el que se daba a entender algo confuso e indistinto, despectivo; hoy, en Ulm, a muchos kilómetros al oeste de Viena, se dice que en Neu-Ulm, más allá del Danubio que atraviesa la ciudad, comienzan los Balcanes, término que tampoco en este caso es ningún cumplido.