Esta historia cosaca pone de relieve cómo la frontera que separa verdad y mentira es a menudo incierta, a pesar de que nuestra tarea sea la de intentar establecerla incesantemente. La puesta en escena de la verdad da un vuelco y se transforma a menudo en su opuesto, la verdad se enmascara y se convierte en mentira; en este caso es también una linde que se confunde o franquea inadvertidamente. La frontera entre mentira y verdad, separadas de por sí por una clara línea de demarcación, como el sí y el no de las palabras del Evangelio, a menudo queda borrada y desplazada por la historia y la ideología.
Mi educación sentimental ha estado marcada por muchas experiencias de frontera perdida o buscada, reconstruida en la realidad y en el corazón. Tras la del fantasmagórico estado cosaco, la otra experiencia fundamental en ese sentido fue, para mí, la del éxodo de los trescientos mil italianos que, finalizada la Segunda Guerra Mundial, tuvieron que abandonar Istria. La Yugoslavia de Tito, después de haberse liberado por medio de su extraordinaria guerra de resistencia, no había rescatado solamente tierras eslavas, sino que se había anexionado también, con Istria y Fiume, tierras italianas. En los años anteriores, los eslavos habían tenido que soportar la opresión fascista, y la subestimación de sus derechos por parte también de muchos italianos no explícitamente fascistas pero sí nacionalistas. La revancha yugoslava, bajo el emblema del totalitarismo, fue violenta e indiscriminada. En aquellos años marcados por el miedo, por la intimidación y el crimen, cerca de trescientos mil italianos abandonaron, en distintos momentos, sus tierras y sus casas para errar por el mundo y vivir, también durante muchos años, en campos de refugiados. El drama de esta gente, que lo había perdido todo, era además objeto de incomprensión e ignorancia, y por eso se encerraba a su vez con frecuencia en otras fronteras que se erguían en los corazones, las fronteras de la amargura y el resentimiento que aislaban a estos exiliados no sólo de su tierra perdida, sino también, a menudo, de aquella en la que acababan por insertarse y que los ignoraba o les hacía sentirse parcialmente extranjeros.
Otras fronteras todavía más complejas eran las que se creaban en torno a aquellos exiliados que, a pesar de sufrir el drama del exilio y de la incomprensión por parte de la Italia oficial y a pesar de oponerse a la violencia nacionalista eslava que los expulsaba, se negaban a unirse a los sentimientos nacionalistas italianos y por consiguiente a cualquier indiscriminado rechazo de los eslavos y seguían viendo en el diálogo entre italianos y eslavos su identidad más auténtica. Continuaban considerando que su mundo era el mundo istriano y adriático, un mundo mixto y compuesto, no sólo italiano y no sólo eslavo sino italiano y eslavo, acabando así por ser odiados tanto por los nacionalistas eslavos como por los nacionalistas italianos y por encontrarse por lo tanto en una especie de tierra espiritual de nadie, rodeada de otras fronteras.
Esa linde oriental de Italia ha sido el teatro de otra migración, cuantitativamente mucho más modesta, pero también mucho más ignorada y trágica, que he evocado en Otro mar y en Microcosmos: la peripecia de los dos mil obreros italianos de Monfalcone, militantes comunistas convencidos que habían conocido las prisiones fascistas y los Lager alemanes y que, en la época en que tiene lugar el éxodo istriano, lo dejan todo para trasladarse a Yugoslavia y contribuir a la construcción del comunismo. Cuando Tito rompió con Stalin, fueron perseguidos como estalinistas y deportados a dos Gulag, donde sufrieron violencias de todo tipo y resistieron en nombre de Stalin, que a sus ojos representaba el Ideal y la Causa. Más tarde aún, una vez vueltos a Italia, fueron objeto de vejaciones por el hecho de ser comunistas y, en tanto incómodos testigos del pasado estalinista, fueron también marginados por el PCI: se volvieron a encontrar, una vez más, al otro lado, en el lado equivocado y en el momento equivocado, rodeados de las fronteras más duras y feroces.
Sin esta experiencia de la frontera no hubieran nacido muchos de los libros que he escrito. Todo el Danubio es un libro de frontera, un viaje en busca de la superación y el atravesamiento de lindes no sólo nacionales, sino también culturales, lingüísticas, psicológicas; fronteras de la realidad externa, pero también del interior del individuo, fronteras que separan las zonas recónditas y oscuras de la personalidad que deben ser atravesadas también, si se quieren conocer y aceptar igualmente los componentes más inquietantes y difíciles del archipiélago que compone la identidad.
Se trata de un viaje difícil, que conoce puertos felices pero también naufragios y fracasos; el viajero danubiano a veces es capaz de superar la frontera, de dominar el temor y el rechazo del otro – premisa de la violencia contra el otro – e ir a su encuentro; otras veces, en cambio, no es capaz de dar este paso y se encierra en sí mismo, víctima de sus propios prejuicios, de sus propias fobias e inseguridades. Otro mar es también un libro de muchas fronteras, físicas y metafísicas, de la tierra y el agua, de la vida y la muerte, el significado y la nada.
Toda frontera tiene que ver con la inseguridad y con la necesidad de seguridad. La frontera es una necesidad, porque sin ella, es decir sin distinción, no hay identidad, no hay forma, no hay individualidad y no hay siquiera una existencia real, porque ésta queda absorbida en lo informe y lo indistinto. La frontera conforma una realidad, proporciona contornos y rasgos, construye la individualidad, personal y colectiva, existencial y cultural. Frontera es forma y es por consiguiente también arte. La cultura dionisíaca, que proclama la disolución del yo en un confuso magma pulsional, que debiera ser liberatorio y en cambio es totalitario, priva al sujeto de toda capacidad de resistencia e ironía, lo expone a la violencia y a la cancelación, disgrega toda unidad portadora de valores en un polvillo gelatinoso y salvaje. El yo es como el barón de Munchhausen, que tiene que salir de las arenas movedizas tirando de su propia coleta. Puede contar solamente con su coleta y con esa difícil y contradictoria posición, pero esa condición irónica es su fuerza. La ironía disuelve las lindes rígidas y coactivas, pero construye lindes humanas, flexibles y tenaces; la ironía se opone a todo misticismo indistinto y a toda totalitaria asamblea pulsional, porque distingue, articula, redimensiona y autorredimensiona. La ironía es una guerrilla contra el énfasis abdominal y el minimalismo posmoderno; es una virtud tierna y fuerte.
La Odisea, el libro de los libros y la novela de las novelas, es tal vez en primer lugar una epopeya de los confines, del individuo que construye su personalidad, es decir, la delimita respecto al fluir indiferenciado, engatusador y destructor de la naturaleza que quiere disolverlo; el yo se enriquece cuando afronta las diversidades, pero siempre que éstas no lleguen a anularlo ni absorberlo. El diálogo, que une a los interlocutores, presupone su distinción y una pequeña pero insuprimible y fecunda distancia.
En la edad contemporánea caben dos modelos de odisea. Por un lado, conforme al modelo tradicional y clásico que va de Homero a Joyce, la odisea como viaje circular, esto es, como camino del individuo que sale, atraviesa el mundo y al final vuelve a Ítaca, a casa, enriquecido y ciertamente cambiado por las experiencias que ha vivido durante el viaje, pero confirmado en su identidad. Llega, pues, a una identidad más profunda, edificando unas sólidas y seguras fronteras en su persona, ni obsesivamente cerradas al mundo ni disueltas en una caótica indistinción.
Por otro lado está la odisea rectilínea narrada por ejemplo por Musil, en la que el individuo no vuelve a casa, sino que procede en línea recta hacia el infinito o hacia la nada, perdiéndose por el camino y modificando radicalmente su propia fisonomía, volviéndose otro, destruyendo cualquier frontera de su propia identidad. Musil relata la explosión de la individualidad, y por lo tanto cómo ceden las bisagras que la conforman y limitan, sobre todo en dos personajes de El hombre sin atributos, Moosbrugger y Clarisse, que ya no son individuos sino agregaciones de pulsiones, sueños colectivos o bien vertiginosas identificaciones del yo con la realidad en la que se desborda y se pierde, sin instituir una frontera entre él y el mundo.