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Detrás de toda esta literatura está, explícita o implícita, la gran lección de Nietzsche, explorador y destructor de toda ficticia identidad individual, que él disuelve en una "anarquía de átomos", en la que la tradicional y milenaria estructura del sujeto individual, que desde tiempo inmemorial ha construido trabajosamente sus propias fronteras, se halla ya en trance de disolución, de pérdida de sus propios límites y de transformación en una pluralidad todavía no definida concretamente, casi en un nuevo estadio antropológico. Buena parte de la mejor literatura moderna y contemporánea está determinada por una doble relación del yo con sus propias fronteras, con su disolución (incluso lingüística) y su agarrotamiento, ambos letales.

Hace falta una identidad irónica, capaz de liberarse de la obsesión de cerrarse y también de la de superarse. El escritor de frontera se encuentra con frecuencia entre Escila y Caribdis, entre la retórica de una identidad compacta y la de una identidad huidiza. Todos conocemos y despreciamos a los primeros, a los escritores que se hacen torvos guardas custodios de la frontera – de la italianidad, de la eslovenidad, de la germanidad. Pero también los otros, que se enfrentan a ellos desde posiciones mucho más nobles, caen a menudo presos de otra retórica de frontera, la que consiste en querer negar a toda costa cualquier frontera, en ponerse siempre del otro lado, en sentirse – por ejemplo en Trieste – italiano entre los eslovenos o esloveno entre los italianos, o bien – en el Tirol – alemán con los carabineros e italiano con los Schützen.

Esta postura es a menudo políticamente meritoria en climas de ásperos conflictos étnicos, pero corre el riesgo de convertirse en una fórmula estereotipada, una cómoda coartada literaria, y de condescender, a su vez, con ese pathos de la frontera que se aspira a negar, con esa obsesiva interrogación acerca de la identidad que se expresa en la declarada complacencia de no reconocerse en ninguna identidad concreta. Una apasionada y problemática literatura de frontera, agobiada por la proclamación de su propia no pertenencia, puede convertirse también en un rancio repertorio de lugares comunes, como los diccionarios de rimas tiempo atrás, preparados para sugerir la rima que hacía falta. La crítica feroz al propio mundo de origen, con ser mejor que su empalagosa celebración, se convierte fácilmente en un tópico manido: los escritores triestinos que escriben sátiras de Trieste, los praguenses que la emprenden con Praga, los vieneses que escarnecen Viena y los piamonteses ansiosos de despiamontizarse se encuentran a menudo en vilo entre la auténtica liberación y la visceralidad convencional.

El mejor modo para liberarse de la obsesión de identidad es aceptarla en su siempre precaria aproximación y vivirla espontáneamente, o sea, olvidándose de ella; de la misma forma que se vive sin pensar continuamente en el propio sexo, en el propio estado civil o la propia familia, es también mejor vivir sin pensar demasiado en la vida. Con tal de ser conscientes de su relatividad, es oportuno aceptar nuestras fronteras, como se aceptan las de la vivienda de uno.

Vividas de esa forma, con simplicidad y afecto, se convierten en una potenciación de la persona. Dante decía que nuestra patria es el mundo, como para los peces lo es el mar, pero que a fuerza de beber el agua del Arno había aprendido a amar intensamente Florencia. Esas dos aguas del río y el mar, que se encuentran y se mezclan sin borrar su frontera, se completan recíprocamente. La una sin la otra es falsa; sin el sentido de pertenencia al mar, el apego al Arno se convierte en una angustia regresiva, y sin el amor concreto por el río natal reclamarse del mar se convierte en una vacua abstracción.

Ha sido sobre todo la civilización hebrea de la diáspora la que ha unido en una sanguínea simbiosis arraigo y lejanía, amor a la casa y huida nómada que encuentra una casa provisional sólo en una anónima habitación de hotel, en el vestíbulo de una estación, en un mísero cafetín, etapas del exilio y del camino hacia la Tierra Prometida y por consiguiente fronteras concretas, aunque fugaces, de una verdadera patria.

En una historia judeooriental, de la que extraje el título para un libro sobre el exilio, un judío, en una pequeña ciudad de la Europa del Este, encuentra a otro que va a la estación cargado de maletas y le pregunta adonde se dirige. "A América del Sur", responde el otro. "Ah", replica el primero, "te vas muy lejos." A lo que el otro, mirándole asombrado, responde: "¿Lejos de dónde?" En esta historia, el judío oriental carece de patria, carece de un punto de referencia respecto al que poderse considerar cerca o lejos y está por consiguiente lejos de todo y de todos, no tiene una patria histórico-política y por lo tanto carece de fronteras. Al mismo tiempo, sin embargo, tiene su propia patria en sí mismo, en la ley y la tradición en las que ha arraigado y que han arraigado a la par en él, y por ende no está nunca lejos de su casa, está siempre dentro de su propia frontera. Esta se convierte así en un puente tendido al mundo.

Pero la frontera es un ídolo cuando se usa como barrera, para rechazar al otro. La obsesión por la propia identidad, que cuanto más persigue una propia imposible y regresiva pureza más se rodea de fronteras, conduce a la violencia, de la que la atroz y obtusa guerra de la ex Yugoslavia es un ejemplo extremo, pero no único en Europa. Como todo ídolo, la frontera exige a menudo sus tributos de sangre y en los últimos tiempos el resurgimiento de las fijaciones de frontera, el desencadenamiento de furibundos y viscerales particularismos, cada uno de los cuales se cierra en sí mismo idolatrando su propia peculiaridad y rechazando cualquier contacto con el otro, está desencadenando luchas feroces. Las diversidades, redescubiertas y justamente apreciadas como variantes de lo universal humano, se convierten, si se absolutizan, en la negación y destrucción de éste. A ese fetichismo es necesario contraponer las palabras de Nietzsche, que pueden despistar si se las toma al pie de la letra, pero son iluminadoras metáforas de verdad: "¿Por qué ser hostiles con el vecino, cuando en mí y en mis padres hay tan poco que amar?"

No sólo existen las fronteras entre los estados y las naciones, establecidas por los tratados internacionales, es decir por la fuerza. También la pluma que garabatea diariamente, como dice Svevo, traza, desplaza, disuelve y reconstruye fronteras; es como la lanza de Aquiles, que hiere y sana. La literatura es por sí misma una frontera y una expedición a la búsqueda de nuevas fronteras, un desplazamiento y una definición de las mismas. Cada expresión literaria, cada forma, es un umbral, una zona en el límite de innumerables elementos, tensiones y movimientos distintos, un desplazamiento de las fronteras semánticas y de las estructuras sintácticas, un continuo desmontar y volver a montar el mundo, sus marcos y sus imágenes, como en un estudio cinematográfico en el que se reajustaran continuamente las escenas y las perspectivas de la realidad. Todo escritor, lo sepa y lo quiera o no, es un hombre de frontera, se mueve a lo largo de ella; deshace, niega y propone valores y significados, articula y desarticula el sentido del mundo con un movimiento sin tregua que es un continuo deslizamiento de fronteras.

La escritura trabaja en las fronteras y en su deslizamiento, en el momento en que se desdibujan y atraviesan. El compromiso moral, la buena lucha de cada día, que impregna también a la literatura, exige instituir y defender fronteras continuamente; abatir las que parecen falsas y levantar otras, obstruir el camino al mal. Un mundo sin fronteras, sin distinciones, sería el horrible mundo del "todo está permitido" imaginado con horror por Dostoievski, un mundo susceptible de cualquier violencia y de cualquier atropello. En ese sentido se lucha contra las fronteras, pero para instaurar otras.