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Por otra parte, está la fascinación del momento en que una cosa se traspone en la otra, de la incesante metamorfosis del mundo que es la esencia misma de la vida, que consiste pues en una continua superación de fronteras. Siempre me han fascinado las lindes entre los colores y su mutuo anularse en los matices del paso de uno a otro; a menudo el decolorarse, especialmente en lo tocante al agua, se convierte en la cifra misma del sentido de la vida y de la poesía que trata de captarlo. También el viaje, estructura narrativa que me atrae con tanta insistencia, se desarrolla conforme a un ritmo que es el de un continuo trasponer, atenuar y decolorar lindes. No es un azar que el viaje se lleve a cabo con tanta frecuencia por el agua: a lo largo de los ríos, en las lagunas, en el encuentro de los ríos y el mar, en la reverberación del mediodía marino que simboliza la seducción y la destrucción inmanentes en un absoluto sin fronteras.

La imagen insistente de la línea en la que el agua del río se encuentra con la del mar puede ser un signo de ese embrujo de la decoloración.

Sin embargo cada narración da una forma a la vida y por consiguiente instituye una frontera; el embrujo de la decoloración tiene sentido solamente si, aun en el vértigo de la metamorfosis, se intenta fijar, al menos por un instante, una imagen que lo sustraiga a lo indistinto. La literatura es también un análisis del transcurso de los sentimientos y las pasiones, de ese proceso continuo y ambivalente en el que un sentimiento se atenúa convirtiéndose en otro contiguo, hasta acabar por transformarse a veces en el sentimiento opuesto – también en este caso se trata de un cruce de fronteras, del descubrimiento de su necesidad y precariedad al mismo tiempo.

La literatura enseña a trasponer los límites, pero consiste en trazar límites, sin los que no puede existir ni siquiera la tensión de superarlos para alcanzar algo más alto y más humano. Las fronteras de nuestro presente histórico no tienen que ver, por desgracia, sólo con la literatura, sino con una dimensión mucho más violenta e inmediata. Lo que ha ocurrido en Yugoslavia revela el peso terrible del pasado y la historia, el poder mortífero de las pluriseculares fronteras del odio y la división. Tras los grandes acontecimientos liberatorios de 1989, que crearon la posibilidad de abatir muros y fronteras y de construir una nueva unidad europea, se asiste a la construcción de nuevas fronteras y de nuevos muros – étnicos, chovinistas, particularistas. Se perfila además sobre nuestro futuro el espectro de la migración de un sinnúmero de personas que, empujadas por el dolor y el hambre, probablemente abandonarán sus raíces, sus fronteras, provocando odio y miedo, que a su vez llevarán a erigir nuevas barreras. De la calidad de la respuesta a estos desplazamientos epocales – respuesta que tendría que liberarse del odio y de la demagogia sentimental – dependerá la existencia o al menos la dignidad de Europa.

Como Biagio Marin, el poeta de Grado, que en 1915 era un irredentista italiano y hacía alarde ante el rector de la Universidad de Viena de su deseo de que Italia declarase la guerra para destruir el imperio hasbúrgico, pero que luego, apenas enrolado en el ejército italiano, protestaba contra un capitán insolente diciendo que "sus austriacos" no estaban acostumbrados a aquel estilo – o como aquel lejano conocido mío de Friburgo -, tendríamos que ser capaces de sentirnos del otro lado y de ir al otro lado. Sería necesario que todos nos avergonzáramos del nacionalismo de nuestro país, del que cada uno es siempre un poco culpable.

Yugoslavia es sólo un ejemplo pasmoso de una enfermedad mortal que serpentea por doquier. Cuando, hace años, vi levantar con orgulloso entusiasmo las vallas de la frontera entre Eslovenia y Croacia, me vino a la cabeza una historia que me contaron unos amigos estonios y letones. En 1929 o 1930 unos estudiantes letones entraron en Estonia, subieron al Suur-Munamäki, la colina más elevada del Báltico, 317 metros, cuatro más que la más alta cima letona, y excavaron esos cuatro metros para quitarles el récord a los estonios, que por lo demás volvieron a poner enseguida las cosas como estaban, volviendo a amontonar en la cima los cuatro metros de tierra y añadiendo además una torre. Existen también fronteras en altura. Habría que ser capaces de verlas, cualesquiera que sean las fronteras de las que se trate – e incluso cuando se levantan orgullosas como el muro de Berlín todavía no hace tanto -, igual que cúmulos de ruinas, y saber que nuestra tarea es barrer y amontonar esas ruinas allí donde menos molesten, como hacían en 1945 las famosas Trümmerfrauen berlinesas.

La figura de esa mujer con su escoba que barre escombros y limpia paredes agrietadas podría ser la figura ideal, simbólica, del ángel de la frontera. Pero es una figura improbable – en nuestro horizonte se perfilan más bien francotiradores con el fusil en ristre, apostados tras unas fronteras cada vez más altas, como torres de Babel. Cada vez se hace más difícil, en la presente irrealidad del mundo, dar una respuesta a la pregunta de Nietzsche: "¿Dónde puedo sentirme en casa?"

1993

LA ASTILLA Y EL MUNDO

Hace algunos años circulaba un chiste referido progresivamente a una u otra de las pequeñas naciones que iban emergiendo de condiciones de minoría o de opresión – por parte de pueblos más potentes o de Estados más vastos de los que formaban parte – y proclamaban orgullosamente, con un énfasis a veces ingenuo aunque comprensible, su peculiaridad y la fuerza de su juventud. La historieta cuenta que la delegación de una de esas naciones, recién obtenida su independencia o por lo menos una amplia autonomía, se dirige a Pekín en visita oficial. "¡Somos tres millones!" – o dos o cuatro, según el pueblo al que se refiriera el chiste -, declara orgullosamente el jefe de la delegación al representante del gobierno chino que les recibe y éste les pregunta, con cortés preocupación: "¿En qué hotel?"

El chascarrillo, como muchas otras gracias, es más bien vulgar, porque se mofa de los comprensibles sentimientos de orgullo de naciones y etnias conculcadas, que están volviendo a respirar y a asumir conciencia de su propia dignidad y a veces expresan ese estado de ánimo en formas pueriles y resentidas. No es fácil ser señores enseguida, en las relaciones con el mundo, después de haber estado durante mucho tiempo sometidos; el señorío, la tranquila modestia que no tiene necesidad de afirmaciones ni reconocimientos, esa despreocupación en lo tocante a sí mismos que hace más desenvueltos y serenos, nacen de la libertad y la seguridad de las que la persona se ha empapado como cosa natural. La violencia y la injusticia, como cualquier otra penalidad y dolor, son mala escuela, dejan marcas en el rostro y en el alma de quien las sufre; los infelices y los parias son a menudo también desagradables. Pero por eso hay que amarles y ayudarles más, porque la culpa de esas cicatrices que los desfiguran espiritualmente es de quien les ha infligido esas heridas. Los violentos y los prevaricadores, escribe Manzoni, son responsables no sólo del mal que infligen a sus víctimas, sino también de aquel al que les inducen a continuación los agravios sufridos. Toda minoría que sale de la marginación – nacional, cultural, religiosa, política, sexual – tiende, por lo menos al principio, al narcisismo exhibicionista y hasta que no se libera de él, aprendiendo a vivir espontáneamente su propia peculiaridad y a no hacerle demasiado caso, revela estar todavía, interiormente, en una condición de inferioridad.