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Esta identificación, lejos de suponer una objetivación de la persona del autor, es una técnica de enmascaramiento y disimulo. El autor se mimetiza en los paisajes exóticos que salen de su pluma, confunde los rasgos de su rostro con los estereotipados y recurrentes de sus figuras y se esconde en la selva multicolor de su obra. Si hay unos autores que consiguen difuminar como nadie su fisonomía en el tejido impersonal de la escritura, como señala Barthes en la línea de una tradición que se remonta a Valéry, ésos son los imperfectos y elementales artesanos de las aventuras por entregas, como si se dieran oscuramente cuenta de que para ellos no hay vida fuera de su sencilla y sin embargo bien urdida literatura, a la que se reducen por completo sus personas. Si un gran escritor es un iceberg, del que su obra escrita pone de relieve visiblemente sólo una séptima o una octava parte, un autor popular de novelas de capa y espada o de escenas del Oeste está resumido y realizado globalmente en sus pintorescos escenarios. Fuera de sus tomos ilustrados con grabados coloniales corre el riesgo de no existir, de desaparecer – y entonces se defiende tratando de echarle misterio a su huidiza insignificancia y de camuflar en el anonimato su falta real de rostro. Su voz, como observó Foucault a propósito de Julio Verne, es incierta y cambiante, pasa de uno a otro de sus personajes, se ensimisma y disocia continuamente y sobre todo se oculta bajo un fondo de ruido y confuso alboroto y en la fingida impersonalidad de una pretendida información objetiva.

El autor parece abocado a una continua "metamorfosis de la huida" (según opinión de Canetti), oculta y confunde sus huellas, suministra datos falsos y contradictorios sobre sí mismo. No tiene nombre, pero sí a menudo seudónimos; no se proclama autor, sino con frecuencia editor de un manuscrito ajeno o divulgador de una historia que ha llegado a sus oídos. A través del anonimato se resguarda de su propia debilidad intelectual y de las complejidades de la historia irreductibles a las ingenuas malicias de su pluma. La multiplicación de los nombres es otra técnica de defensa que acompaña a la reticencia y es también una astucia para defender esa existencia a hurtadillas: desde el mismo comienzo de la pentalogía en torno al personaje Calzas de Cuero de Cooper, el nombre de Natty Bumppo se cela tras sus múltiples sinónimos: Fusil Largo, Ojo de Halcón, Batidor, Matador de Gamos, sin contar el de Calzas de Cuero. "Existe una sola posibilidad de refugio", escribirá Broch en Los inocentes, "y es no tener nombre. Quien ya no tiene nombre, no puede ser llamado, no pueden llamarle. Yo, gracias al cielo, he olvidado el mío […] Quien ya no tiene nombre, vive en lo No-sucedido y nada le puede ya suceder: está desligado de todos los lazos y los vínculos…" Por lo menos a partir de la época de la Restauración, la novela de aventuras es en efecto, en su meollo más secreto, no ya la crónica – tal vez pueril – de gozosas conquistas, sino la elegía de un pasado irrecuperable o el consternado registro de un resquebrajamiento interno, de un vaciamiento y desautorización de la personalidad individual que ninguna forzada hipérbole heroica logra esconder o compensar.

El relato de aventuras, que desplaza la aventura cada vez más lejos – cada vez un poco más allá del horizonte de la experiencia concreta – y sanciona luego su fin, es uno de los primeros documentos de la crisis espiritual de la Europa moderna. Estos escritores, que parecen proporcionar tramas elementales y escenografías a la expansión del hombre blanco, reaccionan en cambio a un profundo malestar, a una desazón interior que busca la fuga y el olvido, no ya la afirmación heroica. Esa sensación parece trasladarse más tarde de los autores de novelas populares de aventuras a los grandes e inquietos narradores que se sirven exteriormente de esos esquemas para expresar un mundo complejo y turbado. Orientados casi todos, con modalidades extremamente diversas, hacia posiciones más o menos conservadoras – de Kipling a Conrad pasando por Jack London – los escritores (grandes, mediocres o insignificantes) que emplean las estructuras de la novela de aventuras son los portavoces de una escisión insanable: su sentido de lo heroico tiende a cero y a la vanidad, como en la historia de Kipling de El hombre que quiso ser rey, que no se sabe si atribuir a un relato verídico o al alucinante delirio de un loco que luego lo olvida de inmediato.

Charles Sealsfield es un maestro en ese arte de borrar las huellas tanto en su vida como en su obra. Eclesiástico en fuga de la Europa de Metternich tras haber colgado los hábitos, ya durante el viaje de huida esparce noticias falsas acerca de sus intenciones, las cuales si es verdad que sirven para desorientar a la policía, revelan también su gusto por los artificios literarios (cartas enviadas al objeto de que caigan en manos de las autoridades, salvoconductos falsificados, ambiguos contactos con funcionarios imperiales y logias masónicas). Si Charles Sealsfield es el seudónimo de Karl Postl, firma como C. Sidons su primera obra, los apuntes de viaje Los Estados Unidos de Norteamérica (1827). Además suele anteponer a muchos de sus libros, uniendo así un intento de especulación comercial a una oscura vocación al desdoblamiento, algunas cartas mistificadoras: en la novela El legítimo soberano y los republicanos (1833, que Sealsfield escribió también en inglés con el título Tokeah o la rosa blanca, 1829; otro de sus títulos es El jefe indio), un hipotético editor habla de un imaginario traductor de un todavía más enigmático autor americano del relato original, que en una presunta carta introductiva evoca una visita al presidente Monroe y el encuentro con un anciano jefe indio; en la edición americana del volumen se indica como fuente de la trama un relato oral trasmitido por un juez de paz del Mississippi. Semejantes recursos aparecen con insistente frecuencia en la producción de Sealsfield, que se escudó durante mucho tiempo tras el velo del seudónimo y además se hizo a menudo traductor de sí mismo, del alemán al inglés o a la inversa, hallando así una forma ulterior de modificar la perspectiva de sus obras. Acérrimo enemigo de la Santa Alianza, tuvo por lo demás inciertos contactos con Metternich y fue agente de José Bonaparte, que lo envió con una misión a Londres y por cuenta del cual trabajó en la redacción del Courier des Etats Unis, el periódico de los emigrados franceses de América; fue partidario – no exento de perplejidad – de Jackson y admirador de Jefferson. No sorprende que una de las biografías críticas fundamentales del escritor de las "muchas vidas" se titule El gran desconocido: la reconstrucción erudita de su biógrafo Castle se convierte en una novela dentro de la novela, mientras que el novelista termina por resultar a su vez una especie de personaje.

El más riguroso examen del itinerario de Sealsfield a lo largo de sus distintas etapas no logra disipar la obstinada oscuridad que envuelve al escritor ni sus contradictorias oscilaciones ideológicas; no logra proporcionar sobre todo una respuesta exhaustiva a la cuestión fundamental que plantea un autor de este tipo, esto es, a la que hace referencia al público al que pretende dirigirse. Nacido en Moravia en el año 1793 y muerto en Suiza en 1864, en continuo viaje entre Europa y América, Sealsfield se mantuvo siempre en vilo entre los dos mundos, como si buscara en una indefinida tierra de nadie entre la vieja Europa y el lejano Oeste una zona franca para su incertidumbre de apátrida cultural. Mientras que normalmente un escritor de aventuras se convierte en el divulgador de civilizaciones extranjeras en su propio país, presentándose como una especie de anticipado y fantasioso enviado especial, Sealsfield jugó esa carta – es decir, la carta del exotismo – en dos frentes a la par, describiendo sobre todo el Nuevo Mundo a los europeos, pero también Europa a los americanos. Como polemista político, que escribe con fervoroso compromiso moral sus primeros libros, dota de inmediato a su materia de una remota aureola, presentándola idealmente a lectores lejanos en el espacio: en 1827 escribe Los Estados Unidos tal como son -, en 1828 Austria tal como es y Los americanos tal como son. Con avisado y fantasioso oficio, Sealsfield consigue fundir el compromiso y la evasión: se las da de irónico exorcista en su propia tierra conforme a la gloriosa tradición que se remonta a las Lettres persanes y, al mismo tiempo, aspira a un público extranjero e incompetente que se deje encandilar por las sugestiones de lo peregrino y lo indemostrable. Si se insiste en querer localizar un ámbito determinado de lectores que estuviera presente en las intenciones de Sealsfield, podemos pensar en los emigrados alemanes del otro lado del océano, que aparecen con frecuencia en sus novelas y a los que están idealmente dedicadas Las afinidades electivas germano-americanas (1839). Ciertamente el punto de arranque de Sealsfield es el que representa su obra Austria tal como es, eficaz y violento panfleto contra el despotismo habsbúrgico inspirado en un liberalismo ilustrado que le había transmitido el filósofo Bernard Bolzano, profesor suyo en la Universidad de Praga, a la que asistió en la época de su pertenencia a la Orden.