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Esa obra contiene ya los principales ingredientes ideológicos y literarios que aparecerán en sus trabajos sucesivos: el gusto por la escenografía, su preferencia por las descripciones suntuosas, el sesgo teatral del relato, la polémica antiabsolutista, un resentido anticlericalismo, su fascinación por el mundo aristocrático o su orgullosa afirmación de la libertad. Las especificaciones y atributos de esa libertad – a la que Sealsfield ensalza en un canto vertiginoso y consagra también un vigoroso elogio en La pradera del Jacinto - revelan sin embargo un carácter paradójicamente anarcopatriarcal que estará llamado a adquirir con los años una tonalidad cada vez más duramente autoritaria, tanto más autoritaria cuanto más preconizador se va haciendo del liberalismo.

A su pesar, Sealsfield desvelará el impulso conservador que latía en buena parte del liberalismo europeo anterior al 48. En la línea de la novela americana y de la novela india por entonces de moda, Sealsfield lleva a sus personajes hacia tierras desconocidas y salvajes, hacia horizontes ilimitados opuestos al sofocante enclaustramiento europeo y hacia sociedades antitéticas a la del viejo continente, como las tribus indias idealizadas por Chateaubriand. El coronel Morse que se pierde en la inmensa pradera recorre un itinerario mítico, el itinerario ulisíaco de quien se adentra por unas tierras y unos mares desconocidos en Occidente – un Oeste que, en la mitología americana, se trenza y se funde con el Sur como espacio simbólico de la aventura. La pradera del Jacinto, que Hofmannsthal incluyó en el año 1912 en una rigurosísima antología de la prosa alemana, asume explícitamente las cadencias del mito: el irreal y embriagador esplendor de la vegetación remite a un paisaje edénico, de Islas Afortunadas – evocadas por el recurrente motivo de las "islas de árboles" en un mar de hierba – cuya belleza es peligrosa y demasiado intensa hoy en día para el hombre de la civilización que se ha desgajado de ella desde hace milenios. La pradera – se dice expresamente – tiene "en común con el paraíso también esta característica: la fuerza de seducir y encantar los ánimos". La naturaleza es amenazadora no por el hecho de que sea maléfica, sino debido a que su magnificencia originaria ha sido cancelada hace demasiado tiempo de la conciencia del hombre. El espejismo de la montaña deslumbrante, casi como una reminiscencia del enloquecido vuelo dantesco, subraya y aumenta esa dimensión mítica de la temeraria aventura del coronel Morse. Se trata de uno de los temas preferidos de Sealsfield: análogos tonos los encontramos en Tokeah, en la cabalgata del americano por el bosque poblado de invisibles pieles rojas y en la marcha del marinero James Hodge, que se extravía y debe vagar durante días y más días por territorio indio. En este aspecto los personajes de Sealsfield son aventureros en el sentido arquetípico del término, guardianes de la vanguardia y la aventura en nuevas tierras; Morse es asimismo Robinson, y como Robinson se siente impulsado por su naufragio en la naturaleza a pensamientos religiosos, dirigidos a un Creador sin la menor mediación eclesiástica.

Pero las aventuras en un mundo sin gente – o por lo menos sin europeos -, puesto como ejemplo en una continua comparación con el mar, no ensalzan sino que más bien deprimen al individuo. Más agudo que muchos escritores de narraciones sobre tierras lejanas incluso mucho más grandes que él, Sealsfield intuye que el aventurero no huye de la sociedad, sino que la extiende y la propaga; sus héroes son más lúcidos que Calzas de Cuero, que cree huir del ruido del hacha y no sabe que lo precede y le abre el camino. Morse se salva saliendo de los círculos encantados de sus concéntricas cabalgatas en la pradera cuando llega a las casas, a los hombres, a la sociedad, cuando llega a un lugar donde la naturaleza ha sido vallada, talada y roturada y se ha convertido en propiedad. Para Sealsfield la aventura es la conquista por la posesión de tierra, la búsqueda del tesoro escondido, es decir, de la tierra; el que perece en esa lucha no es digno de compasión y quien obtiene el triunfo es siempre su digno merecedor. Sealsfield rechaza el absolutismo y el clericalismo de los regímenes europeos porque le parecen frenos tiránicos e hipócritas impuestos frente a la energía expansionista del individuo, o mejor, de las virulentas fuerzas sociales en ascenso. La democracia le parece, desde el principio, la cifra de ese espacio libre y amoral, mientras que América se le antoja el lugar en el que puede desarrollarse una lucha abierta; su democracia es pues una democracia de la desigualdad, ferozmente contraria a todo igualitarismo. La sociedad ansiada por Sealsfield es ciertamente una sociedad de hombres libres e iguales, pero no todos pueden ser considerados hombres con plenos derechos. El hombre, para Sealsfield, es el propietario; admira el pensamiento de Jefferson según el cual la dignidad civil nace con la posesión de la tierra, y funde esta ideología agraria americana con una tradición genuinamente alemana y sacro-romana-imperial, con la "filosofía normanda" proclamada en La pradera del Jacinto.

Desde sus primeros apuntes del otro lado del océano, Sealsfield describe magistral y apasionadamente la propiedad inmobiliaria: las plantaciones de Natchez, la tierra cultivable que se arrebata día tras día a la selva, la casa patriarcal de Murky y de Nathan, la "columnata dórica" del palacete sudista, el esplendor de la aristocracia agrícola, los jardines de magnolias o la exuberante y españolizada finca denominada El Paraíso. En la aristocracia sudista y su romanticismo literario, Sealsfield – que entre otras cosas fue significativamente acusado de haber plagiado a Simms, uno de los más populares cantores del Sur caballeresco – vio una síntesis de política y estética, es decir, un verdadero clasicismo. En Sealsfield perduraba todavía el antiguo principio orgánico e historicista que caracterizó al derecho común del Sacro Imperio Romano y fue afirmado en especial por Moser, el patriarca de Osnabrück. En base a dicho principio, la dignidad civil de la persona deriva no de su genérica y abstracta pertenencia al género humano (puesta de relieve por el derecho natural, el cristianismo y las legislaciones igualitarias y racionalistas), sino de su concreta individualidad histórica. El hombre que tiene derechos es sólo el hombre libre, y el hombre libre es históricamente el propietario autónomo e independiente; el esclavo no es persona y no tiene derechos. El despotismo que detesta Sealsfield es verdad que es el obtuso autoritarismo de los soberanos de las restauraciones, pero puede también ser el absolutismo ilustrado de un príncipe reformador o, en general, cualquier intervención de un Estado: para los aristoi, es un tirano cualquiera que atente contra sus antiguos derechos. En La pradera del Jacinto la ley, que condena al delincuente a la horca y al final le permite redimirse muriendo en batalla por la comunidad, es la ley del alcalde y de los ancianos de la aldea, explícita y desdeñosamente opuesta a la ley escrita que rige más allá de los bosques; Nathan el Squatter, prototipo del fundador de la sociedad americana, desdeña el papel, los códigos y tratados y administra él mismo la ley del pionero. La propiedad de la tierra es una premisa de la libertad: los jefes indios, se dice, pierden esta última porque han vendido su tierra a los blancos. En la novela mexicana El virrey y los aristócratas (1834), es la gran nobleza inmobiliaria criolla la que arrebata al virrey las garantías parlamentarias; el plutócrata Lomond establece una ecuación entre "libertad de la persona y seguridad de la propiedad"; el noble francés Vignerolles se convierte en un propietario de plantaciones en América tras haber escapado de la Revolución; el mismo Sealsfield se pronunció abierta y repetidamente contra el radicalismo, la anarquía y el socialismo, pues veía en todo ello amenazas a la libertad.