De estas tres amenazas, una, la anarquía, se convierte en un valor positivo cuando se perfila como anarquismo patriarcal, esto es, como tutela del absoluto dominio del patriarca-pionero-plantador sobre su propio trozo de tierra. El ideal republicano, absolutizado, se vuelve imperiosamente autoritario; el patriarca que desprecia a los soberanos es un autócrata democrático (W. Weiss) que no admite un evangelio ni unos derechos distintos a los de su propia libertad de pionero y al propio poder de paterfamilias. En América, Sealsfield creyó por un momento ver una nación compuesta total y únicamente por una minoría elitista, identificada a su vez con los "normandos" que celebra en La pradera del Jacinto, es decir, con un componente fundamental anglogermánico. La utopía de esa sociedad que coincide con su élite se hace añicos en cuanto se organiza en formas estatales y estructuras económicas, degradándose en la "Mobocracia" de la plebe y la burguesía capitalista. Los pioneros pueden ser fundadores de un estado sólo a condición de estar libres de las paralizadoras leyes del estado constituido. Su justicia acepta el linchamiento y el juicio sumario; el rudo tribunal de ancianos – que por supuesto juzga con un sentido de la justicia demasiado subjetivamente recto y con una gravedad bíblica – es la trasposición de la Santa Vema a suelo americano, y se puede convertir más pronto que tarde en el Ku-Klux Klan.
o cabe duda de que hay en Sealsfield un poderoso sentido arcaico de la justicia, pero el arcaísmo se manifiesta en su lado bárbaro; Sealsfield tiene el mérito de desmitificar de antemano la idealización del rudo westerner y de mostrar cómo la rudeza no puede coincidir con la remisa delicadeza sentimental inventada por el mito del Oeste. La justicia del alcalde, de Nathan o del squire democrático Copeland en Tokeah, es la predilecta de don Quijote y de Borges, y según ella "no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yendóles nada en ello": para los miserables léperos mexicanos no hay sitio en esa justicia. En lo tocante a los negros, es natural que Sealsfield sea filoesclavista: ya sea porque la esclavitud es la premisa indispensable del clasicismo agrario, o bien porque los negros no cuentan con una tradición de libertad – propiedad, no son por tanto individuos sino masa confusa e indistinta. Con una genialidad anticipadora, Sealsfield les reconoce a los negros una única arma de sublevación y amenaza, la sensualidad con que las prostitutas mulatas subyugan, en su aislada cabaña-prostíbulo, al gentleman blanco.
Fuera de este episodio, el universo de Sealsfield es un universo sin sexo, un idilio sudista y caballeresco del que han sido suprimidas las pasiones e incluso la música, irracional e inquietante. Otro enemigo de ese mundo es el dinero en su forma de móvil capital financiero. El comercio y la industria destruyen el otium del aristócrata habsbúsgico convertido en plantador americano; en la novela Morton o el gran viaje (1835) el capital aparece como una oscura conjura mundial y en las Afinidades electivas germano-americanas los mecanismos de las altas finanzas se perfilan como una misteriosa potencia. El supersticioso afán de dinero transforma el paisaje urbano de la metrópolis burguesa en un desierto siniestro y maléfico: Londres resulta menos fiable y más peligrosa que una selva, o mejor aún, se convierte en una segunda naturaleza igualmente incontrolable e inhumana. El romanticismo sudista lleva a cabo, como el alemán, una cancelación del problema económico; remitiendo a la tradición agraria jacksoniana y jeffersoniana, Sealsfield intenta invertir el desarrollo capitalista moderno haciendo que el movimiento comercial – industrial refluya en la estaticidad de la posesión inmobiliaria: los personajes que se dedican, de alguna forma, al comercio o a la industria lo hacen con el objeto de acumular capital para invertir, conforme a la utopía goethiana, en la adquisición de tierra.
Es evidente que Sealsfield enlaza aquí con el Goethe del Meister que, teniendo precisamente en la cabeza la utopía americana, acomete – según las palabras de Giuliano Baioni – "la exorcización del demonismo del capital burgués que se purificaba y se sublimaba en el inmóvil sosiego de la propiedad inmobiliaria de la aristocracia". La nobleza tendría que desempeñar también para Sealsfield la función de conservar la dimensión estética, reconciliándola con el elemento económico y garantizando así la supervivencia de los valores humanísticos tradicionales que sufren el acecho de la deshumanización industrial. Si Sealsfield no tiene ciertamente la amarga autoconciencia goethiana de la precariedad de una análoga utopía político-pedagógica, sí padece sin embargo del reverso de una mortificante y mortificada censura autorrepresiva: su clasicismo lleva a cabo también una completa represión del eros, cuya fuerza centrífuga se transfiere a la amenazadora masa de los esclavos negros.
El clasicismo agrario revela bien pronto su carácter de bárbara opresión de los demás y de sí mismos; ese sustrato de arcaica falta de piedad recubierta de humanismo caracterizará siempre – y caracteriza también hoy – a las polémicas tradicionalistas llevadas a cabo contra la civilización industrial en nombre de nostalgias rurales: la nostalgia de pureza para sí mismos implica la nostalgia de esclavitud para los demás y no por casualidad el Virgilio de Broch proclamará, precisamente en nombre de su incontaminado y no instrumentalizado amor a los campos, la necesidad de que la nueva poesía brote entre las piedras de la ciudad y no sea la consoladora ficción bucólica de un idilio pretérito sino el intrépido canto de la verdad presente, por muy áspera e hirsuta que ésta pueda ser. Por supuesto que Sealsfield representa el mundo agrario bajo una luz de armonía patriarcaclass="underline" en el Libro de la cabaña (1841) insiste por ejemplo en los intensos lazos afectivos que existen entre los blancos y los negros, entre los paternales e ilustrados amos y los cariñosos y sabios siervos que los tratan con familiar confianza.
Como otros escritores reaccionarios que vendrán después de él, Sealsfield une a su menosprecio de los negros, por muy paternalista y afable que sea, un profundo respeto hacia los indios, civilizaciones solares de amos libres de tierras ilimitadas. En realidad el mundo indio resulta, en especial en Tokeah (y en su primera redacción, Canondah), una metáfora y una trasposición del mundo caballeresco sudista abocado a la extinción. Los indios de Tokeah son intrépidos en la batalla, taciturnos y solemnes en los gestos cotidianos, virtuosos en las costumbres y respetuosos con la palabra dada, despiadados en la guerra y las venganzas. Mientras que la opinión común americana representa a menudo a los pieles rojas como unos bárbaros sedientos de violencia feroz y carnal, Sealsfield los pinta – inspirándose en los frescos históricos de Walter Scott – como castos y píos caballeros antiguos, rodeados del halo de un melancólico crepúsculo. El mundo indio está retratado la mayor parte de las veces en el momento en que es objeto de la traicionera agresión de los blancos: el pirata franco-criollo Lafitte arrasa una aldea dormida, la dulce Canondah es asesinada por los blancos durante su noche de bodas y aparece muerta entre los brazos del marido El Sol, jefe de los pawnee; la caballería del virrey mexicano extermina a un reducido grupo de pieles rojas que se había detenido ilegalmente en la plaza.