"En el mundo de Sealsfield el indio es el verdadero aristócrata: es Tokeah, el guerrero traicionado y decepcionado que se niega a tratar con Lafitte cuando descubre que éste no es un jefe de su gente sino un saqueador y un mercante de armas. El piel roja es el único que quiere ser solamente el mismo." Los aristócratas blancos ceden casi siempre al compromiso y a la ambigüedad como San Yago en el Virrey: terminan por transformarse paradójicamente en mercantes, para desvelar algunos rasgos del odiado burgués capitalista, al que pertenece el futuro. Por el contrario, a Tokeah y a su estirpe les pertenece el pasado: se dirige en peregrinación a la morada de sus antepasados para recoger los restos de sus huesos y llevárselos consigo en la huida a la que le fuerza el avance de los europeos, en un lúgubre y sentimental paisaje nocturno de inspiración ossiánica, como ha puesto de relieve Gabriella Rossetto en una tesis que constituye el mejor trabajo de conjunto sobre el escritor. La nobleza emigra al reino de las sombras, como los fantasmas del Sur; el gusto de Sealsfield por la oratoria india, de la que ofrece extraordinarios ejemplos, está calcado de un culto y una afición por la elocuencia muy vivo, según cuanto ha subrayado Claudio Gorlier, en el "disfraz clasicista" de la cultura del Sur.
Igual que en la mitología americana de Cooper, también en la de Sealsfield los pioneros buscan una identificación o por lo menos una simbiosis con los pieles rojas. Tokeah salva y adopta a Rosa, la muchacha blanca que se cría con su hija Canondah; Nathan y su familia heredan del bosque la fuerza y el orgullo indio, y también características físicas y comportamentales; muchas de las características de los animales parecen transferirse a los tramperos que los mataron, obedeciendo a esa "relación directa de sangre" que se establece en el mito de la frontera entre cazador y cazado (Claudio Gorlier). En la figura de Calzas de Cuero – blanco indianizado – y el retrato de su relación con Chingachgook, Sealsfield va más allá de la simbiosis blanco-india trazada por Cooper: rompe el tabú del incesto racial, hasta entonces sólo sorteado simbólicamente a través del tema de la amistad, y escribe en Christophorus Bärenhauter (1834) la historia de Jemmy, la mujer blanca que se casa con el jefe de la tribu, después de haber sido la mujer de Christophorus, y se convierte en una reina de los indios. A partir de este momento Sealsfield se hace cronista y narrador de una peripecia que determina el final de la aventura propiamente dicha en su sentido más verdadero: sus pioneros de los bosques y sus jueces de la pradera, como Nathan o el alcalde, talan los bosques y acosan a los indios, echan a perder aquel espacio vacío que se presentaba al individuo como alternativa a la sociedad.
El hombre de la frontera, que rehuye la civilización burguesa europea, es el precursor del plantador que a su vez antecede al burgués capitalista y plebeyo: el círculo se cierra con una vuelta al punto de partida, a una condición de estaticidad y de inercia; la anarquía aventurera restaura el orden inmóvil que había creído romper y redimir. Rapsoda del mito de la frontera, Sealsfield comprendió a fondo su inanidad y contradicción, semejantes a las cabalgatas en redondo que Morse lleva a cabo en La pradera del Jacinto creyendo seguir en la hierba las huellas de otros jinetes que le conducirán a una meta liberatoria y estampando en cambio sin darse cuenta las suyas, que le llevan siempre al punto inicial. Sealsfield resulta de esta forma un escritor de frontera exento de mito: del mito siente sólo su privación, con una conciencia inquieta que le impulsa, como vio Ernst Alker, a una nostalgia de paz modesta y apartada.
Sealsfield se atarea entonces en colmar ese vacío interior con todos los recursos de su oficio y de la retórica, con una diligente y recargada profusión de datos, noticias, pormenores o tópicos de la tradición de la frontera. Sus páginas se hacen eco, con esa finísima agudeza sensorial que subrayó Ladislao Mittner, de las fanfarronadas y bravuconerías a la Davy Crockett, del "humorismo hiperbólico" (Gorlier) que rodea a la muerte cómica y picaresca de Asa Nollins entre las balas y los jamones, del brusco ritmo coloquial del relato oral, las tipificaciones estereotipadas de los personajes estándar o la jerga angloindia de los pioneros. Presentándose como el narrador decimonónico que distribuye, como decía Benjamín, informaciones y consejos, Sealsfield atesta sus novelas de relaciones detalladas acerca de la construcción de las canoas indias, los alimentos o atuendos de las diversas tribus, la provisión de los téjanos asediados por los mexicanos o la decoración de toscas cabañas o exquisitos palacetes; estas noticias eran por lo demás a menudo de segunda mano, sacadas de almanaques o de relatos ajenos, y el catálogo minucioso del viajero esconde las inverosimilitudes más chabacanas ya denunciadas en su día por Cooper, las cifras más improbables, las plantas y las floraciones más refractarias a los ciclos de las estaciones y a la localización geográfica, los colores más suntuosos y excitantes. Gabriella Rossetto ha hablado de una dilatación de las formas reales, de un "abrazo predador" del mundo y "un delirio fantástico y cromático", de un "sueño opiáceo" que se lleva por delante las cosas en una orgía de colores tropicales.
La pradera del Jacinto es un soberbio ejemplo de esa fantasía colorista que transforma el mar de hierba en un inmenso invernadero exótico y presta las nítidas e irreales imágenes de las luciérnagas azuladas y los perfiles de los arbustos recortados contra el cielo del atardecer al febril desvarío del jinete agotado por el ayuno, el cansancio y el miedo. Los colores de Sealsfield se parecen a las figuras retóricas que imprimen a su invención y a sus palabras una carga acumulativa y amplificadora: hipérboles, sobrecarga de adjetivos y de superlativos, repeticiones o antítesis (A. B. Faust). El aventurero se encuentra en un espacio vacío que su acción no puede llegar a colmar, o bien puede llenar sólo negativamente, transformándolo en una prisión; es el espacio vertiginoso de la pradera, que apabulla y aturde porque el pionero que se adentra en él comprende de pronto que no es más que el explorador del burgués, que vendrá después de él y lo suplantará. El escritor orgulloso siente entonces cómo se restringe y se frustra entre sus manos el espacio épico, la auténtica "apertura" necesaria a sus personajes, y se afana por expandirlo artificiosamente y atiborrarlo de hechos, datos y movimientos.
Honesto y expresivo artesano del relato, Sealsfield se da cuenta de que la naturaleza se sustrae a toda descripción realista y sólo es susceptible de ser evocada oblicuamente, por medio de la alusión lacónica e inexpresada, si aspira a situarse en la página como un verdadero paisaje poético y no como una tarjeta postal. Sabedor de que no poseía ese arte de la alusión y el sobreentendido y de que no podía aventurarse en la difícil poesía del discurso indirecto, Sealsfield sabe por otra parte renunciar a la árida acumulación y a la pretendida fidelidad realista y se abandona a un tiovivo de metáforas y sentidos figurados que, revelando su incapacidad para captar el meollo de los objetos naturales, consiguen sin embargo expresar su intensa emoción ante la inmensidad del mundo que su escritura no puede apresar. Su prosa asedia y rodea las cosas, girando en torno a ellas como en un remolino para captarlas, y recurre a un continuo intercambio analógico y metafórico.