Sealsfield representa casi siempre un objeto a través de otro: si quiere describir por ejemplo la pradera la compara con el mar, si quiere reflejar una ciénaga la hace semejante a un inmenso cobertizo donde la luz se apaga dando lugar a una bruma cenagosa, si quiere hablar de las flores habla de gemas y piedra preciosas; sus tintas se decoloran siempre violentamente, en una fase de dinámica transición de un matiz al otro. La hipérbole y el sentido figurado sustituyen, no sin un fuerte sentimiento de la irreductible alteridad de lo real, a la representación orgánica. Sealsfield va siempre en busca del movimiento, conseguido a menudo con efectos de incisiva eficacia: movimiento de batallas captadas pormenorizadamente tanto en la desenvoltura de conjunto de las acciones bélicas como en los detalles concretos encuadrados en fulmíneos primeros planos, con un sentido casi cinematográfico de la relación siempre dinámica que se establece entre la figura humana y el paisaje de fondo continuamente movido y fugitivo, acercado y alejado por los desplazamientos del objetivo.
Las escenas que resalta y amplifica en sus detalles son con frecuencia escenas de violencia y de muerte, cuya feroz e instantánea concreción no condesciende con el gusto de lo truculento ni con la rabiosa piedad, sino que pasa de largo con adusta indiferencia épica. En el universo de Sealsfield la muerte es un evento obvio y natural, que el ojo del narrador registra con sobria familiaridad, toda vez que el fresco colectivo está integrado por una sucesión de destinos privados. La perspectiva desde lo alto, ajena a la rebelión de sus criaturas, preserva al escritor de cualquier complacencia con la sangre; en los relatos de Sealsfield se muere como en las películas de John Ford, con una discreta alusión, como la mano del jugador que en La diligencia deja caer de repente la pistola, y no en una orgía de truculencia y protesta como en los polémicos neowestern.
Esta confianza épica con la totalidad, que querría garantizar la superación de las tragedias individuales, se pone de manifiesto en el seguro aliento de algunas escenas corales, pero se disipa en cuanto se desciende a un espacio histórico concreto. Proyectado en vano a una representación del presente y el futuro, Sealsfield logra hallar terreno para la aventura sólo en el pasado, en el ámbito de aquello que ya ha sucedido y ya no es susceptible de cambios. Sus relatos y novelas se integran en una vasta y compleja saga articulada en una estructura que los encapsula el uno en el otro y que se desarrolla a menudo según una sucesión inversa a la de la cronología real, procediendo del episodio más reciente al más antiguo. No hay casi ningún relato autónomo: La pradera del Jacinto, por ejemplo, es un capítulo, o mejor, una especie de introducción ideal a la historia de la guerra de la independencia de lejas.
Igual que La pradera – cuyo relato, en El libro de la cabaña, es interrumpido a menudo por los intermedios coloquiales de los oyentes -, muchas otras narraciones son también relatos orales, relaciones de temerarias pero superadas peripecias narradas ante un festivo corro de oyentes rodeados por una atmósfera de holgura y seguridad: la lucha, exaltada hegelianamente por el escritor como motor de las peripecias humanas y políticas, se proyecta a un pasado que ya no genera temor y queda reducida a objeto de distracción y pasatiempo, a apetitoso ingrediente coloquial de una sociedad rica y serena. Envejecido y solitario, triste y olvidado, Sealsfield vuelve cada vez más, con el pasar de los años, a un mundo desaparecido e irreal, a remotas islas del pasado reencontrado en la fantasía más allá del malestar histórico. Sus relatos más hermosos se desarrollan en espacios míticos, como si fueran paréntesis en el flujo del devenir político: las cabañas del bosque, la cabina del capitán Murky, autosuficiente en el bosque y la pradera como un barco en el mar o como "el arca del Antiguo Testamento". La sociedad se reduce a un escaso círculo de amigos y comensales, a su camaradería fraterna, a una mesa preparada con un gusto por los alimentos y los vinos que aspira, más allá de cualquier complacencia culinaria, a una poesía de la amistad y la tranquilidad, de la realeza de la vida cotidiana. Su obra maestra, el célebre Libro de la cabaña - que contiene precisamente a La pradera del Jacinto – está felizmente suspendido en una dimensión sin tiempo, que detiene en el recuerdo, con rápidos vislumbres vigorosos, la tumultuosa y abigarrada vida de una América que pertenece ya a un sanguíneo y fugitivo ayer.
La proyección hacia atrás sanciona definitivamente la inactualidad de la aventura. La novela popular del siglo XIX determina la inversión de la Robinsonada del XVIII, de la aventura del hombre que reconstruye desde la nada su propio destino y su propia historia, edificando una sociedad utópica que se presenta como modelo alternativo a la que ha dejado atrás después del naufragio. En Sealsfield esa carga utópica ya no existe: real o metafórica, la segregación insular no es un exilio que combatir o una tierra de asilo en que crearse un espacio de libertad, sino un paréntesis imaginario y un espacio de la desilusión. Si para la Robinsonada cualquier hombre que haya tenido una vida atormentada puede considerarse en justicia un pequeño Robinson y un "Avanturier" zarandeado por la fortuna pero capaz de afrontarla, la novela decimonónica de aventuras representa el final de los Robinsones, su reducción a meras voces de evasión.
El siglo XVIII fue el último siglo europeo en el que la aventura era posible; el XIX tiene la inquieta conciencia de su precariedad. También Sealsfield va en busca de islas, pero inconexas y separadas de toda relación dialéctica con lo real. De la Robinsonada le queda solamente la afición por el pasado – que se convirtió ya en un esquema estereotipado en la primera mitad del siglo XVIII -, por el procedimiento de la aventura a toro pasado: todo Robinson descubre que no es más que el descendiente de otro que ha vivido antes que él, el cual resulta entonces el único auténtico explorador de lo desconocido – de lo que su sucesor no es ya pues más que un eco literario, un calco fantástico. La aventura resulta así estar entregada al pasado: quien cree vivirla en primera persona y por vez primera se da cuenta al cabo de que no es más que un epígono, casi una ficción literaria o un flatus vocis, una voz que transmite y lega un relato concluido, una aventura acabada. Los personajes de Sealsfield son también ecos más que protagonistas de aventuras, rapsodas del pasado y de lo perdido.
La narrativa de Sealsfield es el melancólico epicedio del viaje. Para la conciencia clásica el viaje es un nostos, un retorno a casa; para la conciencia moderna el viaje es una odisea sin fin tendida hacia delante, porque la casa está en un utópico e hipotético futuro redimido, no ya en los lazos del eterno ayer: está en lo No-acaecido, en el Sin-nombre. Si en el mito americano, tal como ha escrito Leslie Fiedler, el West es la otra parte, el Occidente desplazado cada vez más hacia el oeste por los fugitivos de la conciencia europea en crisis, Sealsfield – que advirtió con claridad el declive de Europa – se dio cuenta, antes que muchos otros, de que aquellos pioneros ensanchaban en realidad el imperio de la mala conciencia europea. En América, con un sentido de desilusión e impotencia, proyectó sus contradicciones de liberal autoritario de las que no consiguió desurdirse jamás. Sus aventureros no pueden volver a casa ni seguir adelante libres y felices; se pierden en la pradera y buscan guarecerse del diluvio histórico en un arca de Noé. Si la conquista del Oeste ha sido celebrada como una epopeya liberal, Sealsfield – uno de sus primeros y más apasionados cantores – es al mismo tiempo uno de sus más amargos desmitificadores, ya que no se le escapa su nexo obligado con la violencia y la esclavitud. ";Cómo van las cosas por allí abajo?", parece que preguntó Sealsfield al filo de la muerte refiriéndose a los Estados Unidos, a propósito de los cuales, poco antes, había dicho a un amigo: Empiezo a desesperar de la salvación de "mi amada América".