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El embrujo del relato de Qipinngi, seco y esencial como la sucesión de los hechos y las cosas, reside en el sentido de la indefensa pequeñez que anima al autor y que hace aún más significativa la difícil conquista de la dignidad y el coraje. El mundo ártico está estupendamente evocado en su blancura y sus hielos, en los kayak que recorren las aguas heladas, en los animales – osos, focas, morsas – cazados y al mismo tiempo venerados como compañeros de viaje, o en la belleza de los icebergs y los deslumbrantes espejos de agua que pone de relieve, por contraste, la extrema pobreza y rigor de la existencia.

La historia de Qipinngi es en primer lugar una historia dickensiana de infancia hambrienta y atribulada, agobiada por el hambre, "la peor de las cosas". Tras la muerte del padre, el niño vive con su madre y el nuevo marido de ésta, que les somete a un sinfín de brutalidades y privaciones; en una hermosísima página – una página de involuntaria y gran poesía – la madre, exhausta por las violencias y los padecimientos, coge de la mano a su hijo, lo lleva hasta el filo de un alto precipicio que cae a pico sobre el mar y quiere tirarse desde allí con él para acabar de una vez por todas, para ir allí donde "ya no se existe y ya no se siente nada".

En ese momento desaparece el mundo esquimal con sus mitos, su religión y sus dioses; en aquel helado y vacío azul no hay más que una infinita pena de vivir, no hay sitio para Silap Inua, el Ser supremo, la fuerza que impregna todas las cosas, ni para Arnaquáshaq, la diosa marina que vive en lo más profundo de las aguas custodiada por las focas, en ese fondo del mar en el que, igual que en el cielo, los esquimales sitúan la vida beata después de la muerte, mientras que bajo tierra está el oscuro infierno. Sobre aquel precipicio no hay más que sufrimiento, que hace que la vida parezca intolerable, y sólo el miedo del niño ante el abismo detiene a la madre, que vuelve con él a casa. En las páginas finales Qipinngi, que se ha convertido al cristianismo, dice que se le hizo raro abandonar de golpe los usos, las costumbres y creencias de siempre, pero en su relato ese mundo mítico, que dejó atrás con su bautismo, está todavía intacto.

Con la misma naturalidad con que describe un oso blanco, una foca arponeada que se hunde en el agua o a un cazador muerto y devorado por sus compañeros en un terrible invierno, habla del pequeño pinzón de las nieves que él mismo curó y se convirtió, como la madre que aleteaba contra las ventanas de la casa, en uno de sus "espíritus auxiliares", o bien habla acerca de otros espíritus auxiliares que sirven a los hombres, de las voces que resuenan invisibles en el aire, las criaturas monstruosas y fantásticas que emergen de las aguas, los animales que les roban el alma a las personas o la fabricación de los tupilak, una especie de animales que una vez construidos adquieren vida y se ponen al servicio de sus constructores (y hoy constituyen un típico souvenir para los turistas).

El bautismo le confiere a Qipinngi una nueva identidad, que no anula a la precedente y ni siquiera le hace sentir escindido entre dos mundos, como a Knud Rasmussen, el explorador y escritor danés esquimal que hablando de los esquimales, en sus libros, a veces dice "nosotros" y otras "ellos".

Qipinngi oye las voces, lleva a cabo su aprendizaje de chamán, trata con sus espíritus auxiliares. Al comienzo la experiencia de lo sagrado es terrible, luego se acostumbra y el trato con los espíritus se hace tan familiar como el de los hombres con los animales. El contacto con lo que está más allá de la normalidad cotidiana turba el ánimo de Qipinngi, le insinúa una "nostalgia de casa", del regreso al mundo común.

El extravío interior de Qipinngi, su dolorosa extrañeza respecto a la realidad y la anomalía de su personalidad constituyen la premisa de su iniciación, una alteridad psíquica que le permite el acceso al éxtasis chamánico, del que vuelve, más entero, a la vida habitual.

La ceremonia del apagado de las lámparas, desde la infancia, más que darle confianza con un eros indistinto y aproblemático, le inquieta e inhibe, lo mantiene durante mucho tiempo lejos del sexo, al que llegará al final de su iniciación con el matrimonio.

Qipinngi distingue entre chamanes, brujos a quienes les compete la esfera del elemento mágico terrestre, y tusaamalit, los conocedores de las cosas sobrenaturales. El mismo no se presenta ciertamente como detentador de poderes especiales, sino como un modesto principiante. No comparte la posición esotérica de los chamanes que quieren conservar en el secreto sus conocimientos, sino que considera que éstos deben estar orientados al bien común y por consiguiente deben ser compartidos y comunicados. No hay en él chabacanería supersticiosa, sino un fuerte sentido de lo sagrado presente en todas las cosas y una generosa apertura a los demás – esas características que hacen del chamanismo, como escribe A. Quack en el Nuevo diccionario de las religiones dirigido por Hans Waldenfels, una religiosidad altruista, una salvaguardia del alma y de la vida frente a las fuerzas que las amenazan. Lo mismo que la poesía, ninguna religión está del todo superada y abolida por religiones más complejas y elevadas, sino que ilumina algún aspecto de la existencia, que para afrontarlo requiere también una vuelta a ella. El Evangelio que Qipinngi aprende con el bautismo no hace callar al pinzón de las nieves, que continúa hablándole.

1996

LA CANOA Y LA MUERTE

"La hamaca pequeña / está vacía… en silencio / mira la luna alta sobre los rebollos /… el agua del río fluye hacia los rápidos / – ¿fluye? -… las hojas caminan con el viento: / toda la selva se mueve. / También tu canoa / se mece en el río. / Sólo tú estás inmóvil / bajo la gran Piedra Negra. / Y yo que creía que todas las cosas / vivían sólo por ti…"

El desconocido autor de esta poesía a la muerte de una persona amada, probablemente un hijo muy joven, es uno de los tres mil piaroa, una población india que vive, aislada y separada de los demás grupos, en la América meridional, en la selva tropical que se extiende entre la Guayaría y el Alto Orinoco. O por lo menos vivía en 1956, cuando Giorgio Costanzo conoció a los piaroa en el curso de una expedición al Amazonas en la que quedó fascinado por su reservada amabilidad, su destacada individualidad y sobre todo por su poesía, de la que tradujo y publicó, un año después, una pequeña antología. No sé si los piaroa existen todavía; Costanzo, por aquel entonces, constató su rápido proceso de extinción y previo que desaparecerían al cabo de treinta años; es posible que hayan sobrevivido, porque la vida, para bien y para mal, es imprevisible y en ocasiones escapa de los cálculos y las proyecciones matemáticas – es posible que tampoco Trieste desaparezca del todo dentro de pocos decenios, a pesar de lo que dicen los demógrafos, que sin embargo fijan inexorablemente cada cierto tiempo el año concreto de su fin, calculado en base al ritmo con el que desciende su población. En cualquier caso una de las poesías, traducidas con intensidad y esquiva gracia por Costanzo, habla de un día en el que "la gran Piedra Negra / lo será todo: / aplastará la cabaña /y a toda la gente piaroa".

La poesía citada al principio es una extraordinaria poesía sobre la muerte, sobre su irrepresentabilidad, sobre su radical mutilación, que llega al corazón y deja sin aliento. El poeta – acaso varios poetas, que confluyeron en un único canto – no dice nada acerca de su dolor, de sus afectos, de la persona que ha perdido. Expresa solamente el asombro frente a esas cosas que continúan existiendo, encantadoras e indiferentes: la luna, el fluir del agua, el susurro de las hojas mecidas por el viento, la oscilación de la canoa en el río. Nada revela tanto la pérdida de un individuo como la continuación de la vida en el mundo, que se aleja cada vez más de los ojos que ya no la pueden mirar.