Incluso la derrota, por lo menos parcial, de Erasmo y de Lutero es un signo de la perenne vitalidad de su contienda, ya que un pensamiento grande sigue animando las conciencias y la realidad sólo mientras no ha sido aceptado y por consiguiente, de alguna forma, fatalmente integrado y neutralizado por el mundo y sigue por tanto contraponiendo a la realidad, a las cosas tal como son, las cosas tal como debieran ser. La Cruz – venerada por ambos, aunque Lutero le reprochara a Erasmo que prefiriera la tranquilidad de los estudios – es el símbolo por excelencia de una verdad confirmada por un clamoroso fracaso, por una muerte humillante que Jesucristo padeció en soledad, casi abandonado hasta por sus mismos discípulos.
La cuestión debatida por Erasmo y Lutero hace referencia a la esencia del hombre, de su libertad y su destino; a su posibilidad o imposibilidad de salvarse sin la ayuda de la gracia divina. Ambos rechazan la tesis de Pelagio, tildada de herética, según la cual el hombre, redimido por el sacrificio de Cristo y por el bautismo, posee la salvación en sus propias manos y no tiene ninguna necesidad ulterior de la ayuda divina. Erasmo, como filólogo que exige una escrupulosa verdad del texto para el conocimiento de la verdad religiosa y que postula la unidad de ciencia y fe, se encuentra ante fragmentos de las Escrituras que parecen afirmar el libre albedrío y ante otros que parecen negarlo, y los afronta, interpreta, coteja y discute para desentrañar sus dudas y contradicciones. Aspira a conciliar a toda costa la gracia, cuya contribución le parece indispensable para la salvación, y la libertad de la razón y de la voluntad del hombre, sin las que éste, mero instrumento de una inexorable necesidad, sería moralmente irresponsable, indigno tanto de ser salvado como de ser castigado. Para Erasmo – que no por nada permanece fiel al catolicismo, a pesar de las denuncias de intolerancia autoritaria e inmoralidad formuladas contra la Iglesia y de la condena de sus libros en el Índice por parte de ésta -, la fe le es necesaria al hombre, pero le son asimismo necesarias las obras, realizadas en libertad y responsabilidad; es necesaria la moralidad de las acciones buenas y justas.
Al objeto de encontrar una solución intermedia que no sea un mero compromiso, Erasmo se las ingenia como puede con múltiples distinciones y matices, afronta y sortea laberintos lógicos y teológicos que a su adversario, el "salvaje jabalí" de Lutero, le resultan sutilezas gramaticales. Si Erasmo matiza y distingue, Lutero – que se proclama bárbaro y balbuciente respecto a la maestría retórica del humanista – niega y afirma con nitidez, violencia y pertinacia. Inspirándose en San Pablo y en San Agustín y atacando a San Jerónimo – el santo traductor de la Biblia y símbolo para Erasmo de la conciliación entre cristianismo y clasicidad, amor religioso y amor filológico por la palabra – Lutero reitera, con una potencia en ocasiones prolija pero arrolladora, una única, monótona y terrible verdad: el hombre, por sí solo, no es nada más que carne destinada al mal y a la corrupción, esclavo del pecado y de la necesidad, irrefrenablemente inclinado a la maldad. El hombre por sí solo nada puede, está bajo el dominio de una Ley que le da a conocer y hace que se redoble el pecado y le impone unos mandamientos a los que debe pero no es capaz de atenerse, haciéndole por consiguiente todavía más culpable.
El hombre sólo puede salvarse gracias a la fe, reconociendo su absoluta miseria e invocando la misericordia divina; ninguna de las buenas obras que pueda realizar es susceptible de hacer de él un hombre justo y mucho menos de salvarle, porque todo lo que procede solamente de él no es más que el mal, aunque pueda parecer meritorio a la vista de los hombres. Al confesar su debilidad personal con acentos de conmovedor dramatismo, Lutero admite su propia turbación ante el escándalo del dolor que aplasta sin motivo a tantos inocentes, pero considera su turbación una debilidad carnal que es menester vencer y condena la pretensión humana de juzgar la acción divina cuando resulta injusta y cruel, según la medida de la moral y la justicia de los hombres. Dios está oculto, es irreductiblemente otro respecto a cualquier concepción humana. Si, como dicen las Escrituras, amó a Jacob y odió a Esaú ya desde que estaban en el mismo seno de su madre, no se le pueden pedir cuentas de lo que a los hombres les parece una intolerable injusticia.
Las paradojas de la religión ponen en dificultades a ambos contendientes: Erasmo, al que le corresponde la tarea intelectualmente más ardua de conciliar la libertad humana con la necesidad de la gracia, no logra explicar cómo sin esta última pueda nacer en el hombre un primer paso hacia el bien y la misma invocación de la gracia; Lutero no consigue explicar qué sentido tiene su exhortación a arrepentirse dirigida a unos hombres que, si no han recibido la gracia, no pueden acogerla y, si la han recibido, no tienen necesidad de sus palabras.
Lutero, que admira sinceramente a Erasmo y declara su propia deuda cultural respecto al mismo, se proclama un ignorante a su lado, pero en la disputa el verdadero escritor es éclass="underline" tiene la potencia expresiva, la fuerza sanguínea y plebeya e incluso esa desmesura y esa exasperación facciosa que son lógicamente insostenibles y a menudo humanamente antipáticas, pero de las cuales la gran literatura tiene necesidad para iluminar el abismo y el delirio de la existencia. Erasmo es docto, refinado, pero su afable elegancia corre el riesgo de hacer de él a menudo un retórico más que un escritor.
Erasmo ama la paz y ante los laberintos inexplicables de la fe – y antes aún, de la vida misma – prefiere venerar lo impenetrable manteniéndose a distancia. Lutero sabe que Jesucristo no vino a traer la paz sino la espada y, a pesar de su consternación ante los violentos desórdenes del mundo, sabe que son un signo de la verdad de la palabra divina, que vino a traer el escándalo y a sacudir el orden del mundo. Sus afirmaciones resultan inaceptables para quien considera que no es posible vivir sin creer en la libertad del hombre, pero incluso quien crea en la libertad moral del hombre no puede dejar de sentir la impotencia, la debilidad, la incapacidad de aguantar el choque de una vida injusta y cruel, el absurdo de tener que obedecer a un mandamiento inaudito como el que nos insta a morir. Y es Lutero el que se enfrenta con la potencia devastadora de lo que nos trasciende. Kafka pone de manifiesto cómo nos sentimos culpables hasta sin haber cometido nada, cómo se percibe igual que si fuera una culpa la propia impotencia frente a la vida.
La insuficiencia o el fracaso se convierten, con independencia de cualquier voluntad e intención, en una acción o por lo menos en una condición culpable, como en ocasiones – a menudo – ocurre en la Biblia y en la tragedia griega. El sino – como ha puesto de relieve con extraordinaria potencia Aldo Magris en su obra fundamental sobre el destino en el mundo antiguo – amenaza con absorber también al juicio, porque el hombre parece nacer predestinado a la culpa que lo mancilla, y ello resulta intolerable a cualquier exigencia de libertad. Es verdad que, en los momentos más intensos – para bien y para mal – de la existencia, nos parece advertir dicho destino, la totalidad que nos abarca, engloba y determina, lo que no se puede querer ni elegir y se identifica con las experiencias decisivas de la vida, como cuando nos enamoramos y el amor nos llega no por nuestra voluntad, sino en obediencia a una ley profunda, que en ese momento nos trasciende y nos dice nuestra verdad. Esta gracia – incluso cuando es gracia y no maldición – es terrible y parece poner en peligro o negar la libertad y la responsabilidad humana. Heráclito identificaba el destino con el carácter, pero eso no hace menos inquietante la sombra que se proyecta sobre la libertad humana.