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Del honesto disimulo, observaron en su día Giorgio Manganelli y Salvatore Nigro, es el resultado de un sinfín de tachaduras, omisiones y podas de un texto originario, que por lo demás el propio autor, en su dedicatoria, declara haber reducido a una tercera parte, exponiéndose a suprimirlo por completo, a fuerza de enmiendas. Torquato Accetto invita a los lectores a reconocer las cicatrices de esos cortes postulando una literatura como cancelación, supresión, no-dicho, silencio.

Pero el escritor barroco exorciza el silencio, porque su literatura no es el soliloquio del arrogante o infeliz vacío interior, tan amado luego por los románticos, sino que es en cambio "conversación civil", diálogo de la interioridad con el mundo, en el que el individuo descubre su propia verdad y la de los demás, aprendiendo a respetar una y otra. El honesto disimulo cubre momentáneamente la verdad para protegerla de los malentendidos y las deformaciones, para impedir que se manifieste de forma inoportuna, dando a entender entonces falsamente lo que no es, que se convierta en impertinencia indiscreta o fanatismo intolerante, faltando a la caridad hacia los demás o poniéndose ingenuamente a su merced.

La simulación es falsa, finge y opina lo que no es; esa cultura de hoy que celebra la simulación, las máscaras que no cubren nada y los sistemas de comunicación que no tienen nada que decir, es un arcadismo pastoril, que se hace la ilusión de que entre tanto torbellino y congreso literario la vida fluye ufana e inocente como en el Edén, inmune a la violencia y al mal. Accetto ama la inocencia y la edad de oro, el instante y la eternidad en que la verdad pueda resplandecer sin velos, pero sabe que nadie vive en el paraíso terrenal y que la existencia es también milicia contra la malicia que anida en ella, como enseñaba Gracián, el jesuita barroco. Quien ignora la complejidad y los conflictos de la vida, y se imagina una realidad enteramente idílica y de estilo desenfadado, se expone a sí mismo y a los demás al atropello y al engaño, y termina por ser víctima o incauto cómplice de quienes abusan inmoralmente de su poder, porque no se da cuenta de que abusan.

En las páginas de Accetto no encontramos ninguna reconvención, sino la desenvuelta levedad del espíritu clásico, al que la conciencia de la ambivalencia de las cosas no quita la benevolencia y el placer, y sí hallamos en cambio la libertad del cristiano, que ama el mundo sin apartar o velar sus rasgos inquietantes. Su libro es en el fondo un comentario de la palabra evangélica, que exhorta a ser prudentes como serpientes y sencillos como palomas. La cultura clásica, con su pasión por la totalidad y la distancia, es sobre todo la capacidad de comprender esa palabra de Cristo: la aguda conciencia de la ambigüedad de la vida, del mal que estamos siempre expuestos a infligir y a sufrir, hace auténtica y profunda la sencillez, da generosidad y fuerza al amor, dispone a acoger la gracia de la existencia y a abandonarse a su juego. La ironía vigilante protege el encanto, permite ser infantiles sin estar infantilizados y rehuir las insidias sin ceder al fatigado cinismo del decepcionado de profesión.

La ambigüedad no se puede ni acariciar ni rechazar; está en las contradicciones de las cosas y de nuestro ánimo y el único modo de adecuarnos a ella es intentar desentrañarla aun a sabiendas de que no lo conseguiremos, sin complacernos melindrosamente en ello y sin obtusos desdenes. Quien está en la precaria frontera del orden conoce abismos que le son desconocidos a la banalidad estereotipada y mecánica de la locura, a la monotonía repetitiva y egocéntrica del excéntrico, del estrafalario, del previsible y aburrido gracioso incapaz de escuchar a los demás. El honesto disimulo se mueve en esas lindes y quien indaga en ellas está pendiente de hacer el uso estrictamente necesario de él para no herir y no ser heridos; lo usa como tutela y no en detrimento de la pureza del corazón. Es mucho más sutil que los unilaterales teóricos del poder que, en las grandes cortes del siglo XVII, aprenden y predican el cinismo absoluto, la ficción total. Su arte es más sutil, porque, viendo a los hombres como corderos en medio de los lobos, no olvida la prudencia de la serpiente, pero tampoco la sencillez de la paloma.

Los filósofos, desde lo absoluto de sus sistemas, han denigrado a menudo a los moralistas, perplejos escrutadores de las costumbres y los secretos pliegues de la acción. Schleiermacher, teólogo y filósofo romántico, despreciaba a Knigge, barón jacobino autor de un minucioso tratado acerca de las distintas formas de comportamiento. Pero Schleiermacher anunciaba también con intrepidez el advenimiento de una vida pura y beatíficamente desligada de toda ley y esa inocencia, añadía, somos nosotros, nuestra joven generación, los que la inauguramos.

El moralista barroco exhorta a no caer en esa ridícula presunción, a no creer que se esté continuamente llamados a anunciar un nuevo verbo y a dudar de estar en lo cierto, a advertir irónicamente la vanidad de cada uno. En la soledad de su cancillería provinciana de Andria, que le hacía padecer lo suyo, Accetto no pierde nunca de vista el sentido de sus límites; no cede a los halagos del aislamiento, que con frecuencia le hacen concebir al solitario, desconocido para el mundo, la ilusión de considerarse depositario de una verdad confirmada por el martirio de la injusticia que padece. Uno puede también ser objeto de un agravio y estar sin embargo agraviando, sin que ninguna de las dos cosas justifique a la otra.

Como indagador de las costumbres, Accetto posee ese "no sé qué de más" respecto al análisis social reivindicado por otro moralista barroco, Virgilio Malvezzi: la mirada que, al escrutar el tiempo y la historia, capta una verdad que los trasciende. La poesía barroca – escribe Giovanni Getto, su gran intérprete – es poesía de las cosas que están sujetas a no durar. De esa forma Accetto amaba en la belleza de una rosa y de una cara de rosa el disimulo del desmoronamiento y la caducidad de esa gracia y sugería disimular asimismo un poco también con uno mismo, cuando el ansia apremia, dar un paseo fuera de sí y concederles un poco de sueño a los pensamientos cansados de uno, cerrando durante un rato los ojos al conocimiento de la propia suerte. La estrategia consciente no impide, sino que favorece el alivio y el abandono.

1983

EL CÁLIDO OTOÑO DE NINON DE LENCLOS

El infierno de las mujeres es la vejez, decía La Rochefoucauld en un ocurrencia opinable, ya que son más bien en general los hombres los que se encuentran todavía más indefensos y perdidos cuando la edad, los achaques y la soledad les llevan a los márgenes de la vida lo mismo que frágiles objetos caídos al suelo que una escoba arrincona.

La máxima del gran moralista francés no es desde luego una excepción, sino antes bien la expresión de una difusa falta de galantería en relación al otoño femenino. Es más, éste es anticipado a menudo en medida en ocasiones ridícula, como con una secreta complacencia al advertir cuanto antes los signos de la decadencia, al recordar precozmente a la flor su destino de inmundicia. Esta actitud es con frecuencia ambigua; en la danza macabra, el justo aviso dirigido a la falaz grandeza terrena y la dolorosa ternura hacia la vida fugaz se mezclan con la acritud del moralista que está encantado de saber que esos goces que a él le están vedados, la magnánima belleza de un rostro y de un cuerpo, están condenados a perecer.

Incluso algunos grandísimos escritores enamorados de la vida y de las mujeres son a menudo pesados sin darse cuenta cuando se trata de la edad de éstas. De Madame de Renal, en Rojo y negro, Stendhal dice que representaba tener treinta años pero era todavía más bien hermosa; también la edad de la Mariscala de Hofmannsthal, en El caballero de la rosa, es inferior a la que se adaptaba con más justeza al aura del no obstante espléndido declive que envuelve al personaje, a su apasionada despedida del amor. El catálogo de estas precoces jubilaciones de la vida, en especial de la erótica, decretado por los hombres en relación a las mujeres es amplio e incluye a muchos escritores, grandes y modestos, ilustres y desconocidos. La palma se la lleva tal vez Kanitz, un profesor alemán que exploró el siglo pasado las impracticables montañas y valles de Bulgaria y escribió, refiriéndose a las campesinas búlgaras, que nadie podría reconocer en una mujer casada y exhausta de veinte años a la muchacha de tres o cuatro años antes.