Desde luego que en el pasado las condiciones sociales, en especial las de las clases pobres y embrutecidas por la fatiga, hacían envejecer antes a los hombres y sobre todo a las mujeres, a menudo doblemente cargadas de trabajo, y ninguna medicina cosmética podía acudir en su auxilio, como hoy, con complicadas sofisticaciones. Pero en esas expeditivas sentencias de bien comido prodigadas a la belleza femenina había y hay con frecuencia una torpe relación con el tiempo y con su transcurso: la incapacidad de entender que el tiempo – sobre todo el de la existencia compartida, vivido en el amor, en la amistad, en los vínculos afectivos de distinta índole – no sólo quita sino que también aporta, como la ola de un río, que arrastra más allá pero también trae nuevas cosas.
Un rostro, con los años, se vuelve también más intenso, se enriquece de significado; un cuerpo amado durante mucho tiempo encierra más seducción, más acicates. Claro, antes o después llega el derrumbe del que habla Gozzano, pero, desgracias y enfermedades aparte, llega más tarde de lo que se cree. Junto a los afirmadores de la fugacidad están también, en la literatura, los grandes cantores de la duración del encanto femenino, grandes historias de pasiones maduras y seniles, de longeva seducción. Guimaráes Rosa, por citar un solo ejemplo entre otros muchos, ha contado una espléndida historia de amor y deseo por una mujer entrada en años, la Historia de Lelio y Lina, uno de los relatos incluidos en Cuerpo de baile.
Una de las personas más cualificadas para refutar la máxima de La Rochefoucauld era por lo demás precisamente la amiga que se la había oído decir, Ninon de Lenclos, la maestra de seducción y de artes amorosas de la que se decía que tenía todas las virtudes – puesto que era fiel a sus amistades, culta, de firmes propósitos, libre de servilismos en relación con los poderosos, desinteresada, generosa – menos una. Destacado personaje de la vida social y cultural de la Francia del siglo XVII, de los salones en los que filosofía, literatura y galantería se fundían hasta formar una única atmósfera, Ninon de Lenclos pertenece a las crónicas mundanas pero sobre todo al mito, como corresponde a una diosa del amor; lo que de ella se sabe es incierto y al mismo tiempo perentorio, y ha pasado a la posteridad por medio de una carta de Voltaire y de algunas anécdotas, transmitidas a través de testimonios de ilustres representantes del gran siglo o de algún escrito suyo de incierta atribución o verosímilmente apócrifo, como sus presuntas cartas al marqués de Sévigné.
Voluble en el amor y constante en la amistad, Ninon de Lenclos cuenta entre sus amantes a algunos de los más sonoros nombres de la historia de Francia, de Coligny a Villarceaux, del marqués de Sévigné al mariscal d'Albret, de Gourville a Jean Banier pasando por el gran Conde, el genial caudillo que, según una anécdota relativa a su relación con Ninon, destacaba quizás más en las batallas de Marte que en las de Venus. Lectora de Montaigne ya a los diez años, Ninon era una mujer culta que ponía todo su cuidado para disimular discretamente en la levedad la profundidad de sus lecturas, de las que no le gustaba ostentar. Su salón, al que asistían poetas y filósofos, era un pequeño Hotel Rambouillet, un centro de vida mundana pero también cultural. Scarron le pedía consejos para sus novelas, Moliere para sus comedias y Fontenelle para sus diálogos; en el círculo de sus protegidos, protectores y amigos se encontraban Corneille, Saint-Evremond, Racine, Boileau o La Fontaine; todavía le dio tiempo de echarle una mano a un jovencísimo Voltaire.
Ocurrente y ajena a cualquier cursilería, tenía según sus amigos un carácter auténtico, propio para la seducción pero también para la formación de las personas que le rodeaban. Con su cutis blanco, la móvil fisonomía de su rostro y el dibujo perfecto de sus grandes ojos negros, Ninon – decía Guyon de la Sardiére – era hermosa y siguió siéndolo siempre. Su leyenda está ligada en efecto a la inmarcesibilidad de su encanto; no ocultaba sus años, toda vez que, según la tradición, a los cincuenta parecía como si tuviese veinticinco. Pero su charme no estaba ligado a una ficción de juventud, como un rostro rehecho después de un estiramiento de la piel, sino que perduraba incluso con las señales de los años, si hay que hacer caso a lo que decía el abad Chaulieu, que sostenía que entre sus arrugas se escondía el amor.
No sólo la Historia, como dice el presunto manuscrito del siglo XVII citado por Manzoni en Los novios, sino que también Eros constituye una guerra ilustre contra el tiempo. Tres generaciones de marqueses de Sévigné se enamoraron de Ninon: Henri cuando ella tenía treinta y cuatro años, su hijo Charles cuando ella tenía cincuenta y el nieto cuando tenía setenta y seis; a los setenta inflama al barón Banier, hijo del general sueco del mismo nombre. Su mito alcanza su ápice más alto en un episodio que algunos – en realidad bastante pocos – ponen en entredicho y que pasó a convertirse en el símbolo de su vida: cuando Gedoyn, a sus treinta y dos años, se infatuó de ella, Ninon le rogó que esperara tres meses. El enamorado obedeció, un poco asombrado por cuanto Ninon, inconmovible en sus negativas, no acostumbraba a escurrir el bulto si decidía que sí. Cuando, una vez transcurridos los tres meses y después de ocurrido lo que debía ocurrir, él le preguntó el motivo de su dilación, Ninon le respondió que la semana anterior había cumplido ochenta años y había querido concederse la coquetería de un amor consumado tras ese respetable umbral.
La medida de una relación sentimental de Ninon, su eternidad de amor, parece que fue de tres meses. Pero Ninon, como no explotaba nunca el eros para sacar de él una ventaja social o económica, no se envanecía en lo más mínimo de sus conquistas, sabedora de que todo envanecimiento es estúpido y de que es siempre insensato vanagloriarse de lo que sea. No sobrevaloraba, sino que casi despreciaba el amor y el sexo, aun sabiendo disfrutar de ellos; los consideraba un instinto ciego, que proporciona un placer breve y modesto y que, envuelto en falsa sublimación y pathos sentimental, trae aparejado a menudo el mal y el dolor, disfrazando el más mezquino y abusivo egoísmo tras la retórica de la pasión.
Ninon creía en la amistad, no en el amor; era a los amigos a los que permanecía fiel aun en los momentos más duros, y si socorría a un amante o un ex amante en apuros, lo hacía en nombre de ese desinteresado sentimiento de amistad que había quedado entre ellos independientemente de la infatuación erótica o a pesar de sus engaños y autoengaños. Su pesimismo acerca del amor y su fe en la amistad se inscriben en una típica tradición francesa que, desde las grandes novelas a determinadas grandes películas, ha expresado frecuentemente ese desencanto respecto a las relaciones eróticas y esa confianza en la solidaridad fraterna. Pero si fue una amiga de confianza, Ninon no tuvo que ser una madre muy atenta, pues se vio obligada a rechazar a un hijo suyo que se había enamorado de ella porque no sabía que era su madre y porque por lo tanto no la había visto nunca. Esta repulsiva frigidez en lo tocante a un sentimiento esencial como es el amor hacia los hijos revela la esterilidad no sólo de Ninon sino en general de aquella sociedad y de su cultura.