Goethe constata, dolorosamente, que la formación total del hombre es imposible, que no hay armonía sino antítesis entre ordenado progreso social y plena expansión de las energías personales; acepta, contra su primera naturaleza, que el individuo está escindido y resignado a esa escisión. Subordina la exigencia de la poesía del corazón – de una vida plena, rica de experiencias peculiares – a la que Hegel denominaba la prosa del mundo, el ordenamiento prosaico de las cosas, la anónima red de las relaciones sociales, en la que el individuo es sólo un medio, utilizado por el mecanismo colectivo para fines que se le escapan.
Werther rehúsa pagar ese precio al curso del mundo – rehúsa ser un personaje moderno, un héroe negativo de la moderna Weltliteratur. En el célebre coloquio que mantuvieron Goethe y Napoleón, que es un extraordinario diálogo sobre la nueva Weltliteratur, Napoleón le reprochó a Goethe haber juntado la pasión amorosa, en el Werther, con el motivo político. Pero Napoleón era uno de los protagonistas y uno de los artífices de aquel mundo nuevo que exigía la escisión de la totalidad individual, esa escisión entre lo público y lo privado que Werther no había querido ni podido aceptar.
Arcaico y profético a la par, Goethe comprendía que la modernidad iba disgregándose ya en una negatividad ambigua, irreductible a cualquier síntesis dialéctica; el Fausto no es solamente el poema moderno de la acción, que se redime a sí misma y redime también a sus errores, sino asimismo el poema contemporáneo del "cuidado", de la angustia inherente a la acción, que de alguna forma tiene necesidad de algo distinto, indefinible e indecible. Más tradicional que Hegel, Goethe es reacio a subsumir por completo la poesía del corazón en la prosa del mundo; pero, más anticipador que él, pone en entredicho el mismo fundamento de la modernidad, el principio de la síntesis dialéctica, y abre su obra – por ejemplo, observa Guido Morpurgo-Tagliabue, Las afinidades electivas - a una irresolución insuperable, a una fragmentariedad heterogénea e irreconciliable. No se hace ya ilusiones sobre ninguna solución positiva de los contrastes, sobre ninguna superación de lo negativo, la contradicción no puede eliminarse.
Continúa viviendo como un gran individuo, sabiendo no obstante que los grandes individuos están fuera de lugar en el mundo, y esa conciencia de abuso infunde un carácter demoníaco a su regia complacencia. Carlotta von Schiller decía que no tenía ningún apoyo en nada y su vejez, con esa mezcla de sensual jovialidad y abstracta ausencia, no era más que un juego para eludir esa nada – un juego que, por un pelo, le impide alcanzar la estatura de esos seis o siete poetas mayores de la poesía universal, a los que él mismo sabía que no se podía comparar.
Al desencanto, con el que Goethe abarca la historia y la literatura universal moderna, le corresponde la sonrisa de reserva con la que se resguarda de ella (Morpurgo-Tagliabue), evitando el totalitarismo ideológico y social del mundo que surge ante sus ojos. Como experto en el nihilismo moderno, que afecta también a su poesía, Goethe lo plasma en el segundo Fausto, ese grandioso y burlesco cabaret de la Weltliteratur, pero a veces también se olvida de él y escribe viejos poemillas de circunstancias y fluidos versos convencionales, semejantes a esas poesías con las que se celebra en rima una onomástica o la inauguración de un refugio alpino. Si las mutaciones del mundo lo turban, su poesía es la ley de la vida que se renueva, del "muere y deviene". No tiene recetas ideológicas para esas mutaciones: si alguien esperaba alguna de Su Excelencia el Consejero, aguardando que Su Excelencia – en silencio ante una botella de vino tinto – "hubiera acabado de pensar", Su Excelencia, después de haber pensado, se levantaba y decía: "Le deseo buenas noches."
1983
NIEVO Y LAS "CONFESIONES DE UN ITALIANO"
Hay grandes libros que, aunque a veces sean generosamente imperfectos, tal vez porque les falta un último retoque que no ha dado tiempo a realizar o porque se ven abrumados, en algún que otro detalle formal y estructural, por su misma riqueza, forman parte – en mayor medida que muchas otras obras hábilmente irreprochables – de las obras maestras de la literatura universal, por la totalidad, la intensidad y la profundidad de vida que contienen y saben hacer revivir.
Las Confesiones de un italiano de Ippolito Nievo es una de esas obras maestras, una de las poquísimas novelas italianas (como Los novios, con la que puede desde luego compararse) que está a la altura de las grandes novelas europeas del siglo XIX, aunque su grandeza no haya sido admitida del todo – a pesar del obvio reconocimiento, los muchos y señalados estudios críticos y las traducciones – por la conciencia común y la fama internacional.
Hace algunos años uno de los mayores editores alemanes, que estaba preparando una nueva edición de esta obra en Alemania, me hablaba de ella con el entusiasmo de quien quiere proponer a los lectores un libro que, a pesar de todo, está todavía por descubrir, y con la naturalidad de quien publica un clásico que no puede faltar en una colección que se precie. En este sentido Nievo es quizás, en parte, víctima del aislamiento que a veces envuelve todavía hoy a la literatura y en especial a la narrativa italiana del siglo XIX.
Las Confesiones de un italiano realizan en gran medida el ideal y la esencia de la novela, la representación de un gran acontecimiento histórico colectivo personificado en una irrepetible existencia individual, con la que se funde indisolublemente sin reducir en lo más mínimo su peculiaridad. La vida de Carlino Altoviti, el protagonista que habla de sí mismo, está tejida dentro de un grandioso fresco histórico que plasma el final del viejo mundo ancien régime – identificado sobre todo con la veneranda y decrépita República de Venecia -, las convulsiones de la época revolucionaria y napoleónica, la Restauración y los primeros y contradictorios fermentos del proceso de unificación nacional de Italia, del que el garibaldino Nievo no es sólo un apasionado y activo promotor, sino también su conciencia política y poética.
La grandeza del libro reside en su totalidad, en la presencia simultánea de una fortísima pasión y ecuanimidad épica ante las figuras y los acontecimientos. Su profundo sentido del arraigo en la historia, que le permite componer un cuadro incomparable de los usos político-sociales y captar en plena acción, en su actuación concreta a través de la vida de los individuos, las tendencias y fuerzas históricas de la época, no le impide abrirse con excepcional fuerza y frescura poética a todo aquello que supera la dimensión histórica y no puede reducirse a ella; a la naturaleza, de la que es un extraordinario poeta, o a aquel paso oscuro más allá de la muerte, al que Nievo mira sin concederse ninguna fe, pero con un profundo sentimiento religioso.
El intenso y explícito sentimiento de la vida como hecho moral no ahoga la atención hacia todo aquello que, en la misma vida, traspasa la dimensión ética; no bloquea el encanto y el asombro ante el demoníaco fluir de la vitalidad que no quiere saber de justicias ni virtudes, sin que por otra parte la intrépida mirada a esos seductores e inquietantes remolinos debilite su vigoroso compromiso moral. Del mismo modo, su despiadada crítica de la podredumbre del viejo mundo no excluye una afectuosa ternura hacia el mismo ni el reconocimiento de sus méritos, de la misma manera que el lucidísimo y amargo desencanto por las traiciones y fracasos de los revolucionarios, plasmados sin la menor reticencia, no da al traste con la desilusionada fe en el progreso, por muy lleno que esté de terribles y también repelentes contradicciones.