Выбрать главу

Las Confesiones son un gran libro que afronta la formación de una conciencia ético – política, italiana y europea, y al mismo tiempo también un gran libro impregnado de ternura y sentido del humor, de sterniano amor por las cosas más minúsculas y de profunda pasión. Escritas por un autor que murió sin cumplir los treinta años, las Confesiones adolecen, sobre todo en la segunda parte, de defectos y exuberancias, de alguna que otra prolijidad digresiva. Pero constituyen un fresco de la vida entera, amada sin énfasis optimistas y sin ilusiones, y captada a través de una galería de personajes inolvidables que ejemplifican toda la gama y la complejidad, todos los registros que van de lo cómico a lo trágico; baste pensar, por poner sólo un ejemplo, en la figura de la Pisana, tal vez la más hermosa figura femenina de la literatura italiana y ciertamente una de las más hermosas de toda la literatura, digna de esta novela que se aventura con inexorable agudeza por los meandros del Eros, por sus encantos y sus malicias, sus crueldades e insondables ambigüedades. Entre la cocina de Fratta y el mundo, la novela capta toda la vida sin la menor rémora, superando incluso las resistencias de las convicciones del autor, y creando un extraordinario magma lingüístico que conforma uno de los mejores lenguajes narrativos.

Las Confesiones son un libro que ayuda a vivir y también a mirar cara a cara a la muerte. En estos tiempos en que Italia parece correr el riesgo de descomponerse, y de volver a hacer al revés el camino descrito en la novela, podría leerse el libro para sacar también de él un amor crítico e ilustrado por nuestro país, y una concepción moderna de él. Al final del libro, Carlino, octogenario, vislumbra el surgimiento de una sociedad futura en la que el progreso general, en su opinión, superará a la multiplicidad contradictoria y ambigua de su mundo, para bien de la historia civil y mal de la novela y la caricatura. Aquí, quizás, se equivocaba, porque la realidad, si acaso, se ha vuelto todavía más caricaturesca.

1992

NOVENTA Y TRES: HORROR Y GRANDEZA DE LA REVOLUCIÓN

Hace unos años Solzhenitsin se dirigió a la región de Vandea para rendir homenaje a las víctimas del Terror jacobino durante el dominio de la Convención y la guerra civil y europea de la Francia revolucionaria de 1793. Su gesto no fue sólo un signo de pietas respecto a los vencidos de entonces, que la memoria de los vencedores ha ensombrecido en ocasiones, y a los sufrimientos padecidos durante el feroz enfrentamiento ideológico que barrió un orden social mantenido a lo largo de muchos siglos; el peregrinaje de Solzhenitsin quiso negar el Noventa y tres en tanto símbolo de la revolución y raíz del nuevo mundo que surgió de ella.

Esta fecha, el Noventa y tres, que dio título a la novela de Víctor Hugo, ya no es un número que haya que escribir en cifras, sino el nombre de un desmesurado personaje; es el fantasma de una subversión radical de la historia que quedó incompleta y que, hasta hace pocos años, les parecía a muchos el fin último de la historia, una bandera muchas veces caída, pero destinada a ser levantada de nuevo cada vez y, un día indefinido, izada en un mundo renovado.

Ahora un descrédito igualmente generalizado rodea a la idea de revolución y a sus principales realizaciones históricas, desde la francesa a la rusa, dejando a un lado solamente a la inglesa, entendida como un momento, por muy incisivo que se quiera, de evolución, exento de pathos milenarístico.

El revival vandeano, que no constituye sólo un debido homenaje a los vencidos y a su coraje, es muy distinto a la crítica liberal y democrática, que rechaza el Terror y el radicalismo del Noventa y tres sin renegar por ello de los principios del Ochenta y nueve y de las libertades nacidas de ellos; la celebración de la Vandea niega implícitamente la democracia moderna que, con vicisitudes alternas y recaídas regresivas, caracteriza a la historia occidental a partir de la Revolución francesa.

Víctor Hugo, que se oponía al Terror y respetaba a sus víctimas menos que Solzhenitsin, comprendió que, para ajustar cuentas a fondo con la historia moderna – y con las promesas de libertad y progreso que ésta alienta, pone en práctica y a menudo anula -, hacía falta sumergirse de lleno no sólo en el Ochenta y nueve, entusiasmante y digno de celebración para cualquier demócrata, sino también en el Noventa y tres, que constituye su extensión y al mismo tiempo su negación; que amplía y al mismo tiempo destruye las conquistas del Ochenta y nueve, negándolas en el presente y salvándolas para el futuro.

Víctor Hugo, que termina El Noventa y tres en 1873, está horrorizado por el totalitarismo de la Convención, pero siente que las libertades que ama, y en cuyo nombre critica a Robespierre, son deudoras de la lucha combatida, con medios inaceptables que él se niega a considerar históricamente necesarios, por los distintos Robespierre. Por ello, en su discurso de entrada en la Academia de Francia, Hugo, que está empezando a ver no sólo las aberraciones sino también la grandeza de la Convención, la define como "un tema tenebroso, lúgubre y atroz, pero sublime".

Este término no es sólo halagüeño. Lo sublime es también inhumano, es lo que trasciende y allana los límites de la inteligencia, de la fantasía y el sentimiento; sublime es el vértigo del infinito, el huracán, la muerte. Definir como sublime a la revolución no significa desearla, lo mismo que no se desea una tempestad, sino reconocer el potenciamiento que ésta imprime a la historia.

En una de sus primeras poesías, todavía monárquicas, Hugo ensalza la Vandea como "hermana de las Termópilas"; más tarde, al abrazar posiciones sucesivamente liberales, republicanas, democráticas y socializantes, pasa a glorificar el Ochenta y nueve, pero condenando el extremismo del Noventa y tres. La fascinación que luego empieza a sentir por éste último está ciertamente vinculada a su entusiasmo por lo grandioso y anómalo; la Convención le fascina del mismo modo que la tempestad que, al comienzo de la novela, se desencadena sobre el barco vandeano que lleva a Francia al marqués de Lantenac, el caudillo de la reacción.

Hugo no modifica su parecer acerca del Terror, pero lo considera como la última explosión de una violencia secular, que lo ha engendrado y a la cual pone violentamente fin. Son las injusticias del pasado feudal y monárquico, escribe en varias ocasiones, las que han dado lugar a la guillotina; en la poesía Le verso de la page la cabeza cortada de Luis XVI les reprocha a sus padres, a las estatuas de los reyes de Francia, que hubieran construido la "máquina horrible" que la ha decapitado. Y otro verso expresa la necesidad de salir del mal a través del mal. Las violencias del Noventa y tres le parecen a Hugo que surgen de la urgencia de liquidar en pocos meses siglos de opresión; ahora que esa necesidad ha concluido – "que el porvenir ya ha llegado" – toda violencia debe cesar y ceder su lugar a la clemencia.

Es fácil reírse de esa fe y ni siquiera Víctor Hugo, al que le dio tiempo a ver la Comuna de París y su represión, pudo mantenerla durante mucho tiempo; reírse sarcásticamente de cualquier esperanza en el porvenir forma ya parte del repertorio obligado de la vulgaridad. Hugo comprende que, sin esa fe tantas veces desmentida, no hay progreso ni liberación que valga; la idea de revolución es una levadura sin la cual no se hace el pan, aunque sea imposible hacer una hogaza sólo con levadura. La Revolución francesa, para él, es un acontecimiento que ha hecho época y ha roto la historia, un parto violento de la modernidad, "una proclamación para toda la humanidad".