Continuó criticando la violencia, pero no sólo la revolucionaria, como se suele hacer con mucha frecuencia. Se tiende a comprender sin problemas la violencia de la razón de Estado, sus compromisos, sus delitos, cuando ésta es ejercitada por el poder tradicional, mientras que se la condena con inflexible espíritu evangélico cuando quienes se manchan con ella son los revolucionarios. Los primeros responsables de esta injusticia son ciertamente los propios revolucionarios, porque actúan y dicen actuar en nombre de la virtud, pero Hugo no puede enumerarse entre aquellos que tienen siempre presente – con un horror que él comparte – a los sanguinarios felices de asistir a las ejecuciones de la guillotina durante el Terror (de ir a la "Misa roja", escribe en la novela) pero olvidan, con benévola indulgencia, a las damas felices de asistir, en 1871, a los fusilamientos de los comuneros, niños incluidos.
La fe en un radiante porvenir, a menudo peligrosamente justificadora de las infamias cometidas en el presente que lo prepara, rechina en El Noventa y tres con estruendos de terremoto, entre borrascosas contradicciones y magnánimas incertidumbres que determinan la grandilocuente grandeza de la novela.
Hugo habla a través de Cimourdain, el héroe purísimo y fanático, el cura jacobino, según el cual "un día la revolución será la justificación del Terror", que él personalmente aborrece pero considera un sacrificio necesario; y Hugo habla también a través de Gauvain, el luminoso y humanísimo héroe que lucha valientemente por la revolución y es guillotinado por su padre espiritual Cimourdain, que le quiere más que a nadie en el mundo, porque ha violado la cruel ley de la guerra en nombre de la humanidad: "Cuidad", dice Gauvain, "que el Terror no sea la vergüenza de la revolución."
En el polo opuesto está el marqués de Lantenac, el viejo aristócrata impávido y despiadado, pronto a sacrificarlo todo por la causa de la reacción, incluso a sí mismo, que condecora y hace fusilar al mismo tiempo a un marinero protagonista de un acto de valentía pero culpable también de negligencia.
En diversas ocasiones el escritor pone en el mismo plano la ferocidad de los monárquicos y la de los republicanos, en la sanguinaria guerra civil que es, según escribe, guerra de bárbaros contra salvajes. Y sin embargo hay, para Hugo, una profunda diferencia objetiva entre la falta de piedad jacobina de Cimourdain y la vandeana de Lantenac. Cimourdain es el hombre del futuro y de la humanidad, a la que está dispuesto a sacrificarle fanáticamente el presente y los hombres que hagan falta, comprendido él mismo; su ideal, para Hugo, entraña sin embargo una emancipación real del género humano y la conquista de libertades concretas para los hombres, mientras que el marqués de Lantenac combate para perpetuar lo salvaje, la ignorancia, la crueldad.
Con justicia de poeta, Hugo plasma con mucha mayor vivacidad a Lantenac, que es un personaje de carne y hueso, con la concreción física y sensual de un señor del anclen régime, respecto al cual la febril palidez de Cimourdain tiene la abstracción de la idea y un ascetismo físicamente casi repelente. Lantenac es incluso capaz de un inesperado y aislado gesto de generosidad, cuando salva a los tres niños de la hoguera, cayendo así en manos de los revolucionarios.
Cimourdain se sacrifica a sí mismo cuando condena a muerte a Gauvain, el valiente comandante revolucionario al que quiere como a un hijo (hasta el punto de suicidarse después de haber dirigido su ejecución). Gauvain, impresionado por el gesto de Lantenac, lo había dejado en libertad, transgrediendo así la ley y poniendo en peligro la causa revolucionaria por la que lucha y en la que cree. Cimourdain está en un lugar más alto que Lantenac, de la misma forma que el artículo de una ley que garantiza la libertad a hombres de carne y hueso está en un lugar más alto que un hombre vital y sanguíneo que se atarea para que hombres de carne y hueso continúen siendo esclavos.
Gauvain está más arriba que ninguno de los dos, porque concilia revolución y caridad, libertad y amor, la Humanidad y los hombres, sentido de la ley y de la discordancia que toda existencia individual constituye respecto a ella. Sin embargo él se declara culpable y considera justa su condena, porque se da cuenta de que liberando a Lantenac ha favorecido la victoria de quien aspira a remachar las cadenas de los hombres que él ha sido llamado a defender. Gauvain es el hombre ideal del futuro, pero Cimourdain es el que actúa para hacer posible ese futuro y esa caridad; Gauvain da la razón al Cimourdain que lo guillotina.
En el enfrentamiento entre las distintas respuestas dadas a la tragedia histórica, la más elevada parece proporcionarla sin embargo el sargento Radoub, el bigotudo, tosco e intrépido soldado revolucionario que vota contra la condena de su comandante Gauvain. Radoub es una de las pocas figuras de revolucionario – junto a la luminosa, pero demasiado ideal de Gauvain – que inspira, en la novela, una simpatía total. Al representar y celebrar la revolución en su, aunque grande, peor momento, Hugo bosquejó con extraordinaria ecuanimidad también sus aspectos más negativos: en páginas memorables plasma la improvisación, la prisa, la exaltación colectiva, la crueldad, el fanatismo que sospecha de todo y ve en todas partes la traición y la castiga antes de que llegue a cometerse, la superficialidad, la desconfianza, la retórica compulsiva, la espiral que lleva a la revolución a devorar a sus propios hijos y a sí misma.
Pero sobre todo plasma el ansioso espíritu totalizante, que requisa por completo la vida y no deja espacio para la intimidad ni para la existencia privada, poniéndolo todo a la vista de todos y forzando a que la vida se viva siempre en público, en una excitación que expropia al individuo. La guillotina ya no es la horrible máquina producida por el pasado para destruir la injusticia del pasado, sino una especie de obscena máquina erótica. Algunas páginas – como las que describen las votaciones sobre la condena del rey y a las mujeres de la tribuna que cuentan en un tablero uno a uno los votos como se hace hoy en los premios literarios – constituyen un retrato definitivo de la revolución como representación de masas y como núcleo de la espectacularización que afecta a toda la vida moderna, transformando las tragedias en parodias. Por ello releer hoy El Noventa y tres significa también ajustar cuentas con el cortocircuito de orgía o prurito revolucionario y cinismo reaccionario que ha caracterizado a nuestros años. En su honestidad, Hugo critica asimismo los lados retrógrados de la mentalidad jacobina, como la concepción tradicionalista que Cimourdain tiene de la mujer, en su opinión sometida por naturaleza al hombre – concepción que por lo demás rechaza Gauvain, un hombre clemente, es decir, moderado, pero en este punto radicalmente demócrata.
Al revés de todos los que han confundido orgasmo y revolución, Hugo sabe que ésta no es deseable; en la novela excluye genialmente cualquier vicisitud amorosa, puesto que la abnegación y la violencia revolucionaria no dejan lugar en su opinión al amor. La revolución no es el deseo, es el sacrificio de quien subordina su propia felicidad al deber de un combate que tiene como fin el que muchos otros no sean excluidos de la felicidad.
Esta es la grandeza que Hugo capta en su El Noventa y tres: incluso a través de los delirios, los excesos y las perversiones, la Convención es una fragua de civilización, pone en movimiento un grandioso proceso de libertades civiles concretas destinadas a determinar el futuro, crea una conciencia de derechos y valores universales, contribuye a romper las cadenas del género humano.