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Las sombras y los pecados que el hijo descubre en la familia, en la sociedad y la vida, le inducen, en medio del dolor de su desilusión, a juicios lapidarios y ofensivos, a escarnecer el altar en el que había creído y con él cualquier otro; a exasperar, con la amargura de su desengaño y con su desorden, la imperfección de las cosas. Ese acerbo y doloroso escarnecimiento es injusto, pero sin esa sectaria y estridente reacción frente a los agravios y los compromisos no nace ninguna rebelión contra el mal y el dolor, no se emprende ninguna batalla para mitigar las injusticias. La ecuanimidad paterna del escritor épico, que entiende las razones de todo aquello que es, deja las cosas tal como están, con su parte buena y su parte mala; en el clasicismo paterno anida también la respetabilidad culpable del señor Duval, que en La dama de las camelias va a echar a Margherita Gautier y a convencerla además de que eso es justo.

Fontane se da cuenta de que para cambiar las cosas es necesaria a veces la subversión violenta, con todo el sectarismo, el engreimiento y el narcisismo de quien quiere transformar el mundo y para hacerlo debe presumir arrogantemente de ser el depositario de la verdad, dejarse llevar por gestos enfáticos y chocantes, hacer de sí mismo el protagonista de grandes acontecimientos u ostentar su propia inmadurez como una bandera. El escritor advierte el final de la era de los padres; en la época que él vislumbra, y que es la nuestra, las contradicciones de la realidad se van haciendo tan agudas que ya no se pueden conciliar con esa operación intelectual tan típicamente humanística y paterna que es la mediación entre los opuestos.

La intensidad de la crisis y la violencia de las transformaciones humanas y sociales dificultan lo que Giuseppe Bevilacqua, a propósito de Fontane, ha denominado el amor conyugal a la realidad. Los escritores y sus personajes ya no se apoyan en un sentido de la totalidad, sino que se sienten obligados a exasperar las laceraciones, a sumergirse y hundirse en las llagas de esas heridas, a señalar y gritar continuamente las mutilaciones que se infligen a la vida.

No es Fontane sino Strindberg la expresión de esa incertidumbre, de esa búsqueda y ese autocastigo, de esa disonante necesidad de abandonar el punto de vista de la totalidad y retroceder a la perspectiva inmediata y puesta a cero de la infancia. Tampoco es que Fontane, a decir verdad, presumiera de conocer el mecanismo de la totalidad, de mirar las cosas desde arriba y saber cómo iban a acabar: sentía con agudeza la inadecuación y la precariedad, pero consideraba que a la incertidumbre del corazón le debía corresponder una tranquilidad del gesto; pensaba – y en esto era profundamente padre – que se podía dispensar seguridad aun sin tenerla uno. Kafka, el más grande y el más severo de los hijos, no ahorró ciertamente acusaciones para con su padre, sintió como una grave culpa su propia ineptitud para ser padre, para poner su propia angustia egocéntrica en un segundo plano, para dar certeza y salud aun sin poseerlas.

Fontane pensaba que "lo clásico – esto es, la resuelta y sobria comprensión de uno mismo, de sus propios límites y desazones – nos hace libres", pero veía que ese estilo era ya entonces anacrónico y se sentía, como dice uno de sus personajes, a contrapelo en un proceso histórico que él mismo reconocía como necesario y, en cuanto tal, válido. Comprendía las razones de aquellos que le dejaban atrás en la marcha de la historia, mientras que ellos – los hijos, los fugaces amos del futuro – no podrían ni querrían comprender sus razones. Por su parte, continuó escribiendo novelas en las que confiaba lo esencial a palabras leves y lo escondía en conversaciones sencillas y profundas como la vida misma, en personajes "fascinantes e insignificantes" como Effi Briest, la protagonista de su libro más famoso, que hace falta leer con suma atención para darse cuenta de que, en su trama principal, relata un adulterio.

Esa levedad elusiva, propia del arte clásico que hace libres, es mucho más ardua y difícil que el pathos del arte contemporáneo, que con tanta frecuencia siente la necesidad de explicar, subrayar, simplificar y declamar con pedantería didáctica. Mittner compara lucidamente los diálogos de Fontane con los de Goldoni; un breve intercambio de frases entre los cuatro rústicos cascarrabias de su obra homónima dice, acerca de la relación conyugal, de la cocina y el dormitorio, cosas mucho más inquietantes e insidiosas, en su aparente afabilidad, que los dramas expresionistas con todos sus machos que estupran y sus hembras que castran. Fontane, irónico Junker y amable causeur, atento siempre al "cómo" y no al "qué" de la narración, resume su última novela, El señor de Stechlin, diciendo que en ella se cuenta la vida de "un viejo que muere y de dos jóvenes que se casan, eso es todo…".

1982

EL SUPERHOMBRE Y EL HOMBRE DEL SUBSUELO

Nietzsche decía que leía a Dostoievski con un sentido de inmensa liberación y añadía, en otro fragmento, que su anhelado superhombre no era muy distinto del hombre del subsuelo creado por el escritor ruso. A los cien años de su muerte Dostoievski resulta no tanto un clásico, serenamente adscrito al panteón de la tradición literaria y de sus valores más duraderos, cuanto la voz de una furibunda y confusa transformación del hombre, que está todavía en curso y que nos compete en su provisionalidad, en su incertidumbre y desorden. Cada mañana, al abrir el periódico y leer – desde los titulares hasta los sucesos o las páginas de sociedad – el novelón inconexo y trastornado del que sin embargo somos también inconscientes personajes, nos percatamos de que Dostoievski, el escritor que buscaba inspiración en los hechos sensacionales y las noticias clamorosas, es todavía nuestro cronista, el testigo y el reportero de nuestra existencia, con frecuencia tan aberrante y banal. En sus historias febriles y fangosas Dostoievski parece representar aquello en lo que nosotros ahora nos estamos convirtiendo; da la impresión de plasmar esa incierta transformación de nuestra naturaleza humana, que nos hace parecemos a una especie animal en una fase de mutación.

Con uno de esos relámpagos de genio que tan a menudo acababan por deslumbrarle, Nietzsche pensaba que Dostoievski quería narrar y celebrar esta metamorfosis de la fisonomía milenaria del hombre y que se asomaba, más allá del individuo tradicional – que, para Nietzsche, era un puente que debía ser superado -, a una nueva forma de la personalidad, liberada de las seculares jerarquías morales y espirituales que habían apresado al libre fluir de la vida en la camisa de fuerza de la identidad individual, en la compacta y tiránica unidad de la conciencia.

El hombre del subsuelo proclama en efecto que la conciencia es una enfermedad y que el carácter de un individuo, que impone orden y disciplina a la multiplicidad molecular y centrífuga de sus impulsos, es una cárcel. Para el hombre del subsuelo es el propio pensamiento el que socava el sistema de la filosofía, obligando a la mente a remontarse siempre hacia atrás, en busca de unas causas primeras sobre las que sustentar un edificio de conceptos y valores, para descubrir sin embargo que toda pretendida causa primera remite a otra todavía más originaria.

Como el superhombre nietzscheano, el hombre del subsuelo carece de un fundamento – del ser y del pensamiento – sobre el que apoyar los pies y de un suelo vital en el que hundir sus raíces y del que extraer sus linfas. Dostoievski se enfrenta a la insuficiencia de los sistemas filosóficos, que le parece que bloquean la fluidez de la vida en redes de conceptos, y se siente prisionero de la propia identidad individual rígidamente definida, que ve cómo reproduce – en el seno de la persona – la represión social y encadena la existencia. Tal vez ningún otro libro de la literatura mundial ponga de manifiesto como El doble, la más tersa y rigurosa de las novelas de Dostoievski, cómo el individuo se escinde y se multiplica en una pluralidad psíquica, cómo cada uno es otro respecto a sí mismo. Si en Guerra y paz Tolstoi cuenta el sueño en el que Pierre Besuchov ve un conjunto de gotas de agua, en dolorosa lucha recíproca, componerse en la armonía superior de la esfera que las engloba y trasciende, Dostoievski expresa el convulso dolor de cada una de esas gotas, que no se supera y no se aplaca en ninguna totalidad.