El faro – con su audaz esbeltez hacia lo alto, su claridad y su orgullo – podría ser un emblema ideal de su arte, que se dirige a las tinieblas con luminosa jovialidad y envuelve tempestades, aventuras y tumultuosas e intrincadas vicisitudes en una airosa ligereza en la que, a menudo, también el horror y la muerte tienen la levedad de una pluma y la gracia de un juego, sin perder un ápice del escalofrío que producen ni de su tragedia.
Stevenson descendió a aquella oscuridad del mar, disimulando la turbación de quien se hunde en la oscuridad y en el mal de la vida tras el semblante juvenil del muchacho que se echa al mar desafiando las olas con alegre atrevimiento. El viaje por mar, tan presente en sus obras y en su vida, une estos dos aspectos: es una experiencia gozosa, una expansión del alma y de los sentidos, un intenso placer físico, un abandono al encanto de la cambiante y cautivadora superficie del mundo, un descubrimiento de nuevas tierras, gentes, colores y seducciones, y al mismo tiempo es una precaria suspensión en el abismo desconocido y sin fondo, una proximidad al naufragio material e interior.
La vida del escritor – que él, en las cartas desde Vailima. su última y amada residencia en Samoa, compara a un cuento que fuera "mejor que un poema" – es la serenidad arrebatada continuamente a las dificultades y los sufrimientos. Hasta desde el punto de vista físico tiene algo de prodigioso, se parece al inagotable deseo de un niño que, incluso con una fiebre alta, continúa corriendo, entusiasmándose y maravillándose del mundo, yendo a su conquista.
Stevenson, que nació en Edimburgo el 13 de noviembre de 1850 y murió el 3 de diciembre de 1894 en Vailima, tuvo una salud endeble desde la infancia y padeció durante toda su vida de una tuberculosis que a menudo le sometía a crisis extenuantes. Pero su vitalidad fue inagotable; convivió, sin dejar que la depresión se apoderara de él, con la debilidad y la enfermedad en cualquier circunstancia, desde el período de su bohemia universitaria y la revuelta contra la tradición religiosa familiar hasta sus viajes por Alemania, Francia, América o los Mares del Sur.
Durante sus peripecias, llevadas a cabo en condiciones que dejaban mucho que desear, Stevenson siente interés por todo lo que ve y percibe, por la realidad humana y por las historias fantásticas y fabulosas; presta atención a todo y a todos y saca de cada viaje, igual que de cada experiencia, materiales para sus escritos de documentación e invención, elementos para posteriores relatos y motivos para un diálogo epistolar que abarca los ámbitos más variados, desde los pormenores de la vida cotidiana al debate sobre la novela, en especial en las cartas a Colvin, su mentor e intérprete, y en las dirigidas a Henry James. La amplitud de su riquísima producción, por desigual que sea, es un milagro de energía creativa.
La vida y la obra de Stevenson constituyen una síntesis feliz de orden y desorden. La irregularidad y la errabunda libertad anárquica, semejante a la de los parias y fugitivos que recalaban en remotas islas o en las tabernas de sus relatos, son la ley de su existencia, que no podría dejarse agarrotar en la prosa de la realidad burguesa. Pero su vida nómada y vagabunda revela un profundo orden interior y se parece a la espontánea y laboriosa sencillez de una familia que vive en armonía, como la que fundó el mismo con su mujer Fanny y su hijastro Lloyd.
Stevenson navega por mares lejanos e islas que se desvanecen como espejismos en el horizonte, pero su jornada, en esos vagabundeos expuestos a tempestades y encuentros peligrosos como los de sus novelas, se desarrolla con un tranquilo ritmo de gestos y actividades que tienen todo el hechizo de la normalidad y la costumbre de una familia feliz. El cantor de piratas y bucaneros, el narrador de oscuras e insondables escisiones de la personalidad como la del doctor Jekyll, el fabulador seducido por las historias de misterio y pesadilla, es también, merced a su profundo amor a las cosas, un padre de familia atento a la marcha de la casa, a los quehaceres del jardín y el bosque, a todas esas infinitas cosas mínimas y fundamentales que conforman el ordenado ritmo cotidiano.
En los relatos de Stevenson también hay Robinsones, desde Ben Gunn, abandonado por sus compañeros en la desierta isla del tesoro, a David Balfour, el muchacho raptado que, antes de percatarse del mecanismo de las mareas, cree haberse quedado aislado en una isla en medio del mar. Pero cada hombre, a su modo, es un Robinson arrojado en el desierto de la vida y, como el héroe de Defoe, se defiende con las virtudes del orden y el trabajo, virtudes análogas a las que sirven, cada día, para llevar una casa.
En Samoa, Stevenson no busca, como otros grandes fugitivos que se fueron de Europa, el olvido de la civilización y la ebriedad de la vida primitiva; se introduce en la realidad local y permanece en contacto con amigos y escritores europeos y americanos, aprende el samoano, ayuda a los isleños contra las vejaciones que sufren, les enseña a trabajar; no hay el menor contraste entre el escritor de éxito en el mundo occidental y el Tusitala – narrador de historias, como lo llamaban los isleños – que se las cuenta a ellos en voz alta. Su vida en Vailima no es una fuga, es laboriosidad; no en vano los indígenas, para demostrarle su gratitud, le construyen un buen acceso a casa para que no tenga que caminar por el barro.
Stevenson fue un escritor de enorme éxito perfectamente inserto en los mecanismos de la producción literaria, pero no sentía predilección por la gran novela social del siglo XIX, que relata y acepta la prosa de la realidad, o sea el triunfo de un orden impersonal cuyas leyes permanecen invisibles a los hombres gobernados por ellas, sino que celebra el romance, la narración fantástica y épica en la que todavía hay lugar para la poesía del corazón y la libertad individual, para la aurora de las cosas, para la mirada con que se mira el mundo como si fuera la primera vez.
Muchas de las páginas de su libro En los Mares del Sur muestran ese encanto y esa capacidad de encanto de la que Stevenson es un maestro, con su escritura tersa y cristalina increíblemente capaz de captar los sonidos y los colores, el soplo de los alisios y la sombra de las palmeras, la resaca blanca en la playa de Taiaro, los colores del alba en la bahía de Anaho, las marejadas a lo lejos.
Respecto al gran modelo de la novela decimonónica, Stevenson parece un epígono y al mismo tiempo un descendiente. Por un lado da la impresión de ser un narrador del siglo XVIII casi ingenuamente convencido, como los muchachos y sus libros de aventuras, de que el mundo está todavía a disposición de la energía individual. Por otra parte, como por lo demás muchos autores del siglo XVIII que nos resultan hoy tan cercanos, es un escritor de arabescos consciente de que la imagen totalizante y compacta del mundo y de la historia, plasmada en la gran novela realístico-social, se ha quebrado, igual que las estructuras narrativas que la habían recreado tan extraordinariamente, y de que solamente en algunas astillas y algunos fragmentos, casi como pecios dejados en la orilla por algún naufragio, resplandece la imagen de aquella totalidad perdida.
Stevenson también escribió novelas históricas, desde La flecha negra a Las aventuras de David Balfour, pero la historia, para él, es un escenario para empresas aventureras, una serie de gestas como las de la antigua caballería. Acercándose a las islas de los Mares del Sur, dice tener la sensación de haber salido fuera de la sombra del imperio romano, de sus leyes y sus prohibiciones, del mundo de los hombres gobernados por la sabiduría de Gaio y Papiniano. Pero incluso antes de establecerse en los Mares del Sur, Stevenson había permanecido extraño a la gran tradición político-estatal que, desde el imperio romano a los grandes Estados unitarios y desde la Revolución francesa al código de Napoleón, constituye la estructura que sustenta la civilización europea.