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Entre los clanes de las islas Marquesas vuelve a encontrar a los clanes de su Escocia natal, que recrea y admira en sus novelas: un mundo en el que la costumbre vale más que la norma, la palabra dada y el vínculo de sangre más que la ley escrita, la rebelión del individuo pronto a pagar con su espada más que los deberes para con el Estado, el canto popular que ensalza al rebelde más que los artículos de ley que condenan su delito.

Stevenson ha sido justamente definido como "un Heine escocés", y no sólo por la análoga presencia simultánea de amor por el pasado fantástico y ariostesca ironía que lo difumina porque es consciente de su irrealidad. Stevenson vislumbra y ama en su extravagante Escocia lo que Heine vislumbra y ama, con ironía, en la vieja Alemania, esto es, la abigarrada y poética variedad de un mundo premoderno, feudal, reacio a la uniformidad y a la nivelación impuestas por la modernidad, que por lo demás ninguno de los dos, ajenos a cualquier nostalgia retrógrada y reaccionaria, rechaza, de la misma forma que no rechazan el sentir liberal y democrático.

Pero esta conciencia de la diversidad del mundo le permite a Stevenson hacer justicia poética a las figuras y valores irreductibles a la civilización moderna y destinados a desaparecer, como los piratas de la inmortal Isla del tesoro o las creencias polinesias acerca de la permanente presencia de los muertos en la realidad de los vivos, creencias que Stevenson plasma con objetividad y sin comentario, perfectamente sabedor de que el único modo de entender las cosas es narrarlas.

La oscuridad del mar no se ha tragado la luz del faro, pero a menudo parece estar a punto de hacerlo. Stevenson es el autor de El extraño caso del doctor Jekyll y mister Hyde, obra maestra en la que el angustioso peso del mal y la frescura de la narración se equilibran a la perfección, de Markheim, de Olalla y de tantos otros relatos en los que las tinieblas están siempre al acecho. Tusitala, que sabe encantar a los oyentes y a los lectores y goza de un talento especial para la felicidad, es experto en las laceraciones de la mente y del corazón y conoce la dimensión infernal y turbia de la vida.

Stevenson se siente quizás más atraído por el mal que por el bien, aun a sabiendas de lo obtuso y opaco que es el mal y de que la gracia de Uma saliendo del mar, en su relato La playa de Falesá, o la llana lealtad de Jim, en La isla del tesoro, son más poéticas e interesantes que el mal, que posee la potencia pero también la sordidez de la enfermedad. En El señor de Ballantrae plasma con pasmosa fuerza poética el lento triunfo del mal sobre el bien, la maldad de James que corrompe al bondadoso Henry hasta lograr apagar su bondad casi en una especie de idiotez, en una decadencia psicofísica en la que la herida del alma noble termina por convertirse en una repulsiva lesión de la mente y el cuerpo.

Con ser como era un maestro de la fantasía y de la técnica literaria, Stevenson peca a veces por exceso, se deja llevar por su talento y su versatilidad y escribe muchas páginas que están lejos del nivel de sus obras maestras. Pero la ligereza mozartiana de sus grandes libros le permite transformar musicalmente la realidad en una fábula desenfadada, lo mismo si se trata de historias inventadas que de una realidad trasladada con fidelidad, como En los Mares del Sur.

En esos mares Stevenson se convierte en Tusitala, el narrador de historias, amigo o hermano de los indígenas. En esas islas, como en las páginas en las que habla de ellas, encontramos la felicidad indecible del mar pero también una indecible melancolía. Esas páginas se abren a un inmenso mar al mediodía, a una extrema lejanía crepuscular en la que, incluso a la hora más luminosa, se advierte descender inmensamente la noche. Muchos de los habitantes de esos paraísos, imagen donde las haya del edén, son lotófagos que esperan la muerte y piensan en la muerte, en una soledad tan sin límites como el océano.

Sobre esa belleza pesa una flojera invencible, además de la melancolía inherente a toda belleza absoluta, que promete mucho más de cuanto pueda dar. En esas islas se recala, pero para volver a marcharse: "Todos ir", dice tristemente el rey en una de ellas, y tras cada marcha el mar vuelve a cerrarse sobre el breve encuentro como sobre un naufragio.

Stevenson se detiene, en Vailima, y echa raíces en esa isla, trabajando en sus libros como en las reparaciones de casa, permaneciendo en estrecho contacto con sus amigos europeos y sintiendo interés por el indígena que le dice que Cook no puede haber existido verdaderamente porque la Biblia no habla de él. Vailima, donde murió, es un lugar de vida, pero los encantadores Mares del Sur por los que navegó son un mar de Calipso, del olvido y la muerte.

Pero también en una de esas islas perdidas en la lejanía, en Apemama, Stevenson encuentra, en el rey Tembinok, no sólo a un tirano ambiguo, sino también a un compañero en las lides literarias. El rey, hablándole de unos versos que había escrito, le responde a Stevenson, que le había preguntado de qué trataban: "Enamorados y árboles y el mar. No todo como verdad, todo como mentira."

1994

UN FORRO PARA "LOS BUDDENBROOK" LOS ENSAYOS DE THOMAS MANN

En el discurso pronunciado en el torreado ayuntamiento de Lübeck el 21 de mayo de 1955, poco antes de su fallecimiento, Thomas Mann, reconciliándose definitivamente con su patria hanseática (que no era sólo una ciudad sino, según su definición de treinta años atrás, una "forma de vida espiritual"), habló de un deseo imposible, el de que su padre, el estricto senador Mann, hubiera leído Los Buddenbrook – tal vez recubiertos, por decencia y timidez, con un forro que los hubiese hecho irreconocibles y hubiese impedido que los demás se dieran cuenta de que estaba leyendo aquel libro estremecedor e impío, que ensalzaba con profundo amor aquel mundo burgués del que él mismo era un pilar y al mismo tiempo escrutaba sin rémoras sus grietas, sus contradicciones y la muerte que se cernía sobre él.

De esa forma el senador Mann había leído Nana de Zola, tapando las cubiertas del libro para no escandalizar a quien pudiera considerar aquella lectura indecorosa e inadecuada para la "estricta conducta de vida" que se requería a un gran burgués de la pequeña Lübeck. Pero Los Buddenbrook hubieran sido una lectura mucho más ilícita, más irreconciliable con aquella "estricta conducta de vida", porque ponían de manifiesto la decadencia a la que ésta, precisamente con su rigor, llevaba a aquel mundo, a sus valores y sentimientos, a toda su vida; ponían de manifiesto lo que eran en verdad la existencia y la obra del senador Mann y de la sociedad que representaba. La sola idea de que su padre leyera ese libro, y Thomas Mann lo sabía muy bien, era "inconcebible"; una imagen incestuosa, más inquietante y culpable, para el escritor, que un incesto limitado a la seducción erótica, que probablemente le escandalizaba menos. "No hay forro – no es factible ni imaginable – tras el que el padre hubiera podido leer Los Buddenbrook", escribió el hijo, autor de ese libro que narra el encanto, la grandeza, pero sobre todo la muerte de su familia y de toda la cultura que se encuentra reflejada en ella, y que narra sobre todo cómo esa muerte nace de la misma esencia de esa cultura, de su encanto y su grandeza.

El senador Mann habría podido leer en cambio los ensayos del hijo, que se había convertido en uno de los grandes de la Weltliteratur, de la literatura universal. Tal vez los ensayos de Mann representen el forro que permite ofrecer ese extraordinario libro – y los demás, nacidos como inevitables continuaciones suyas – en una sabia y seductora presentación, que deja intactas las reglas de convivencia y el profundo respeto a los demás y a sí mismo, a quien – sin ese forro – resultaría herido de muerte al leer el libro y a quien, habiéndolo escrito, está cruelmente herido por el sentimiento de culpa provocado por su crueldad y, aún más, por el dolor de herir y de ver herido de muerte a aquel mundo, a aquella grande, estricta, estremecedora burguesía del alma que, a pesar de sus críticas y de su alejamiento de ella, es para él el humus de su existencia y su escritura, la linfa de su ironía y de su afecto, la vida misma.