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Rigurosos en la escrupulosa atención con que afronta, en cada ocasión, su objeto de estudio, iluminantes en muchas de sus intuiciones críticas y escritos en una prosa de afable seducción, los ensayos de Thomas Mann – valiosos para la comprensión de sus temas, que afrontan nudos esenciales de la cultura contemporánea y la literatura universal – son también (y tal vez sobre todo) un sutil y gigantesco comentario de su propia obra, una explicitación y explicación de los motivos presentes y escondidos en ella. No es un azar que casi todos – y desde luego los más importantes – estén escritos después de la Primera Guerra Mundial, tras la crisis y el viraje radical que transforman en profundidad la obra manniana y el tono de su voz, por mucho que intente durante toda su vida – convirtiéndose, desde ese momento en adelante, en un extraordinario autoexégeta y sobre todo en un mediador de los conflictos que hasta entonces había representado como insanables y narrado más que comentado – recomponer o mimetizar esa fractura, construir una continuidad, problemática pero sustancialmente armoniosa, de su propia obra.

Su producción ensayística, que constituye una continua apoyatura – con infatigable asiduidad, sentido de la responsabilidad y juguetona ironía – de su labor narrativa, imponente no sólo por su calidad, sino también por su mole y por el trabajo requerido, es el instrumento esencial de esa construcción de una continuidad que, por el solo hecho de ser tal, desempeña una función tranquilizadora y consolatoria, y espanta la insostenible radicalidad de la muerte, de la decadencia y sus monstruos interiores, del abismo, de las desavenencias irreductibles que desgarran la unidad de la vida y la civilización europea. En ese sentido los ensayos son un forro, o mejor un amplísimo, elaborado prefacio que hace un poco menos escandalosos a Los Buddenbrook y al resto de sus obras, incluidas esas Consideraciones de un apolítico que cierran para siempre la fase más creativa e inquietante de Thomas Mann, gigantesca y desfasada novela ensayística, exenta de toda medida y llena de aberraciones y de ciclópeas divagaciones pero asimismo de genio, enorme y desproporcionado ensayo que contiene en embrión, con una intensidad que quizás no volvería a alcanzar ya en el plano crítico, todos sus ensayos sucesivos, que constituyen su desarrollo, su consecución, su corrección, su retractación o perfeccionamiento, su "civilización".

En los ensayos Thomas Mann expresa la que, en 1937, llamó su vocación, que – decía – no era la de mártir, sino la de representante, consciente de serlo. A esa autodefinición – realizada en un difícil momento histórico en el que, ante el avance del nacionalsocialismo, iba asumiendo cada vez más el papel de portavoz oficial y autorizado del humanismo y la democracia – el escritor añadía algunas animosas especificaciones, diciendo que había nacido para traer al mundo un poco de serenidad superior. Al igual que muchas otras declaraciones de Mann dictadas por su sentido de la responsabilidad ético-política y por la vigilante administración de su genio y su figura personales, también esa glosa tendía a mitigar la verdad de su afirmación central, el malestar de quien se siente llamado no tanto a vivir cuanto a representar la vida.

La conciencia de la distancia que media entre la vida y la representación – que para plasmarla no puede evitar, por lo menos parcialmente, el perderla – es la conciencia de la necesidad, para el artista moderno, de instaurar esa distancia y recurrir a esa representación. Los ensayos analizan e ilustran este motivo, presente desde los primeros escritos de Mann, bien sea discutiéndolo en general o bien captándolo en los distintos matices y dimensiones que asume en los más diversos autores de la literatura universal, de Goethe a Tolstoi, de Nietzsche a Dostoievski. Los ensayos explican ese tema tan complejo y ambiguo incluso en el sentido etimológico del término que recordó Benjamín a propósito de las interpretaciones de las parábolas, "explicadas", "desplegadas" también como el folio con que se ha hecho un barquito de papel, que se despliega y alisa sobre la mesa. Esa explicación es asimismo reducción. Los ensayos de Mann traen realmente aparejada una "serenidad superior"; su amable profundidad, su estilo armonioso y afable, su sintaxis sinuosa y perfecta que impone orden a las ambigüedades y las contradicciones más tortuosas, la sonda que rastrea el abismo y ayuda a evitarlo, el mismo gusto por la hermosura de una palabra y una frase – de una belleza pastosa pero sobria, ajena a todo lenocinio estetizante – proporcionan una confortación real, le dan al lector la impresión de estar de alguna forma respaldado y justificado.

Esa serenidad, desde un punto de vista poético, es un arma de doble filo, un mérito y un límite. Hasta la Primera Guerra Mundial, en las obras de Thomas Mann no hay serenidad – a no ser esa serenidad que, de alguna manera, está siempre presente en la gran poesía, incluso en una poesía de muerte o tragedia, en la que hay, a pesar del horror, un estupor encantado, un resuello profundo, la epifanía de algo arrollador, esa experiencia captada en el Solón de Pascoli: "del flautista quejumbroso, que llora, / gozar, pues en el corazón se te muda / su dolor en tu felicidad." Pero esta felicidad dolorosa, que una obra maestra como Los Buddenbrook ciertamente comunica, tiene poco o nada que ver con la serenidad y la conciliación de los conflictos; nace por el contrario del abandono al fluir de la vida más allá del bien y del mal, de la expresión poética de su insostenible intensidad y la indisoluble unidad y presencia simultánea de sus contradicciones, que la hacen insensata y encantadora, estremecedora y brutal, estúpida e insondable.

El mayor Thomas Mann es el de Los Buddenbrook, el de Tonio Kroger y la La muerte en Venecia, como había visto ya hace setenta años Ladislao Mittner; es también el autor de un libro desencaminado y fallido – pero grandioso y arrollador – como las Consideraciones de un apolítico. El mayor Thomas Mann es el que, como escribe Cesare Cases, en Los Buddenbrook "espía el surgimiento del dilema sin intentar todavía mediar en él". Los Buddenbrook encantan, estremecen, le llenan a uno de melancolía, pero no tranquilizan, y tampoco Tonio Kroger o La muerte en Venecia; las Consideraciones irritan, agotan, atascan, agreden y chocan sin miramientos, tienen la calidad del verdadero libro que, decía Kafka, impresiona como un puñetazo.

Salvo algunas excepciones – normalmente de muy notable intensidad intelectual y poética, como el espléndido Bilse y yo de 1906 – los grandes ensayos surgen después de 1918, es decir, tras aquel auténtico viaje a los infiernos del germanismo y de sí mismo y a los Orígenes de la crisis epocal de la civilización que representa la primera guerra, al término de la cual Mann, nada más acabadas las Consideraciones, empieza a darles la vuelta y a cambiar de rumbo, hasta volver del revés sus posiciones, convirtiéndose poco a poco en un representante de aquel compromiso civil que en las Consideraciones había denunciado como falsificación ideológica, luchando ahora – con una participación cada vez mayor – por la democracia, que hasta entonces había rechazado, y atareándose para mediar y conciliar aquellos opuestos y aquellas contradicciones de cuya exasperada inconciliabilidad se había nutrido, hasta entonces, su arte.