Desde Lübeck, Mann había aprendido a vivir el espíritu burgués como un destino y esta identificación del burgués con el hombre tout court le permitió vivir y representar con extrema intensidad el crepúsculo de aquella civilización burguesa, humanística, particularista y al mismo tiempo universal, un crepúsculo que todavía nos envuelve y del que Mann veía nacer los monstruos de la decadencia, la barbarie y la irracionalidad. La libre ciudad hanseática, donde nació el año 1875, estaba regida por una burguesía inspirada en las corporaciones medievales y en la ética del provecho; era un microcosmos autónomo, refractario a cualquier sentido hegeliano del Estado y a la política en sí misma, entendida como ideología moderna del Estado y como injerencia del poder público en la esfera privada; era uno de los muchos corazones del particularismo alemán, de su multiplicidad romántica, excéntrica y demoníacamente distinta respecto a los Estados europeos occidentales.
El decoro burgués, basado en la consagración al trabajo, en la rectitud y el prestigio social, era una representación en la que se creía con pasión. En Los Buddenbrook, ante el cadáver del tío Gotthold, que había renegado del ethos familiar casándose por amor en contra de las razones de interés y conveniencia que imponía la tradición, Thomas Buddenbrook piensa que el tío rebelde no había tenido la suficiente poesía ni fantasía para entender el profundo significado simbólico que podía esconderse tras la obediencia fiel al honrado emblema de una empresa familiar y a su prosperidad. De este ethos es del que recibe Mann el sentido inflexible y vehemente de la forma, la disciplina del trabajo transferida a su disciplinadísimo trabajo artístico, el apasionado respeto del límite que es amor a la vida, amenazada por lo informe. Tal vez esa disciplina burguesa aplicada al trabajo artístico sea el más sólido hilo conductor en torno al cual gire toda la obra manniana, confiriéndole unidad incluso más allá de la inversión de rumbo que del germanismo antidemocrático le llevó a la democracia humanística.
Si la casa hanseática estaba protegida por el honrado emblema comercial, detrás de aquel emblema resonaban a menudo las notas de los Lieder, que tanto le gustaban a la exótica madre de Mann, y poco más allá, hacia Travemünde, el lugar de vacaciones a orillas del Báltico, estaba el mar, con la "trascendencia musical" de su aliento, el aliento épico de la vida que siempre se renueva pero disuelve en su transcurso las formas, los individuos y las generaciones. En la intimidad acogedora y nostálgica del Lied, Mann sentía vibrar la Bürgerlichkeit, una patria burguesa del sentimiento que no se identificaba con ninguna bourgeoisie, con ningún orden social determinado, pero donde sentía sin embargo resonar el indecible estremecimiento de una forma que remite más allá de sus propios límites, de una felicidad que naufraga en lo ilimitado, de un olvidadizo abandono cuyo secreto se sustrae al cálculo y al trabajo sin los cuales no habría nacido esa melodía que lo expresa. El Lied es la esencia del alma alemana, y los alemanes, el pueblo musical por excelencia, buscan la vida, según Mann, en una misteriosa esencia que huye de las tranquilizadoras mediaciones de la razón humanística, o sea en la muerte.
La antítesis entre la vida, sana pero banal, y el espíritu que la comprende y refina pero la esteriliza, es un motivo debatido por la cultura del fin de siglo, que Mann recapitula y resume. Aunque él, en Los Buddenbrook y en el resto de sus grandes obras escritas antes de la guerra mundial, lo elabore con sutil inteligencia y extraordinaria poesía, no se trata de un tema original. Ya Schiller, en su ensayo Sobre la poesía ingenua y sentimental, primer e insuperado diagnóstico de la contradictoria situación del arte en el mundo moderno, había abordado las dificultades que le impiden al escritor representar el mundo sin perderlo, la antítesis entre la poesía que se identifica con la vida y la poesía que, como la moderna, siente que la ha perdido y puede expresar solamente esa falta y esa nostalgia.
En su narrativa y en sus ensayos Mann retoma incesantemente, con múltiples variaciones, esa contraposición, declinándola en distintas parejas de contrarios que no permiten ninguna síntesis dialéctica entre ellos: arte y vida, vida y espíritu, arte y burguesía, naturaleza y espíritu, caos y forma; criaturas de cabellos rubios y ojos azules que se sienten felizmente satisfechos en la inmediatez y almas complejas, pero que se han vuelto áridas y de esa inmediatez sienten sólo la añoranza; héroes de la tensión moral como Schiller, que luchan incansablemente para conquistar la gracia, y demoníacos benjamines de los dioses como Goethe, que encarnan la inquietante y abigarrada energía vital.
Thomas Mann es un genial epígono de la gran literatura de fin de siglo, que rastreó esos problemas con una profundidad todavía inigualada. Ibsen – por el que Mann sentía una profunda admiración, hasta el punto de encarnar el papel de Gregor Werle, el funesto y fanático charlatán de la verdad sin amor, en una representación de El pato salvaje en el año 1895 – había formulado con definitiva claridad el irresoluble conflicto que existe entre vida y representación, la culpa de la existencia y del arte que se devoran recíprocamente, el dilema letal entre represión y caos. En Los Buddenbrook hay una disensión insoluble entre dos formas igualmente destructivas, la represión – el pachos de la compostura, que encauza la disolución sofocando sin embargo la vida – y el abandono a esa disolución, que rompe los grilletes pero también cualquier cauce y cualquier valor, desembocando en la autodestrucción y la barbarie mortales. Ibsen, y junto a él otras grandes voces de la cultura de fin de siglo, sobre todo escandinava y centroeuropea, había plasmado el malestar de la civilización con inexorable lucidez y profundo estremecimiento, con la persuasión de que las antinomias de ese malestar eran insuperables, pero con la persuasión también de hundir sus propias raíces en aquel impasse.
La formación de Mann está determinada por la constelación Schopenhauer-Nietzsche-Wagner, esto es, por esa gran Kultur universalista, cosmopolita y a la vez "desesperadamente alemana" – por utilizar una definición suya – que escrutó con inigualable radicalidad la Medusa de la modernidad, la transformación epocal de una civilización plurisecular, viendo en las ideologías de la Modernidad – liberalismo, democracia, fe en el progreso – no una superación, sino un síntoma y un factor de ese malestar y esa crisis. Hasta 1918, Mann se reconoce – ideológicamente, aunque estuviera persuadido de oponerse de esa forma a toda ideología – en las afirmaciones y sobre todo en las negaciones de los grandes "enemigos del pueblo": Kierkegaard, Nietzsche, Schopenhauer, Burckhardt o Wagner (que por lo demás, en ese aspecto, no es ciertamente asimilable así como así a la Kulturkritik conservadora – reaccionaria) entre otros.
Se trata de una cultura heterogénea y contradictoria y sin embargo inconfundible en su intraducible pathos, que Carlo Antoni sentía vibrar en la propia palabra Kultur. En ella Mann agrupa con fervoroso consenso a cimas extraordinarias como Nietzsche y a ideólogos nacionalistas de pacotilla como Paul de Lagarde. Esa cultura puso al descubierto, con implacable y liberatoria lucidez, algunas de las contradicciones más lacerantes, trágicas y triviales, de la moderna sociedad de masas, de sus grandes conquistas civiles, de las conquistas aparentes y de sus reversos que a menudo las distorsionan o incluso vuelven del revés; negó con impulsiva y revoltosa alergia el progreso democrático y la ideología de ese progreso. Desde este punto de vista, dicha crítica representa una metáfora iluminadora, una levadura indispensable para la comprensión y la corrección de las sociedades democráticas y progresistas; pero si se pretende hacer de ella el manjar principal o único – como hace la ideología antidemocrática – y tomar (o peor, aplicar) al pie de la letra sus metáforas, se cae en una retórica brutal y chabacana, desde luego no menos filistea que el aborrecido filisteísmo progresista contra el que se alza. El mismo Mann, en las Consideraciones – que sin embargo están impregnadas de ese equívoco y no por cierto exentas, junto a sus brillantes epifanías, de torpezas, pesadeces y vulgaridades – escribe que no hay que tomar al pie de la letra ninguna de las afirmaciones de Nietzsche y llega incluso a admitir, en una de esas contradictorias ambigüedades con las que se supera y da la vuelta a sí mismo con inigualable maestría, que hasta la batalla "apolítica" contra la injerencia moderna y totalitaria de la civilización se convierte a su vez en política – mala política y mala ideología, podríamos añadir, tanto más malas cuanto más persuadidas de hablar en nombre de la vida contra los artificios ideológicos.