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En las Consideraciones Mann lucha, de mil maneras, contra un peligro que le parece ruinoso para la vida, para el arte, para la libertad interior y para Alemania, que se le antoja la patria de esos valores. Lucha contra la ideología democrática del compromiso y el progreso – de la Zivilisation – que absorbe al individuo, penetrando hasta el interior de su conciencia y ahogando la peculiaridad de su persona y sus sentimientos. Dicha ideología, a su parecer, nivela las diversidades, aplana toda interioridad y toda metafísica en una reducción sociológica o psicológica, reemplaza la verdad por la opinión, el diálogo errabundo por el debate y la firma de un manifiesto, el estremecimiento del Lied por la frase hecha, las cosas últimas por el orden del día, la Kultur por la Zivilisation.

Frente a esta amenaza – que él enfatiza sectariamente, sin prestar la debida atención al progreso real que ha traído aparejada la democracia y sobre todo a los desastrosos efectos de la antidemocracia, pero que constituye una amenaza real no sólo para su arte, sino para la autonomía interior del individuo -, Mann reacciona con el "gigantesco rescripto de dolores" de las Consideraciones, que él mismo definió diez años más tarde como "una batalla de retirada en gran estilo – la última y la más tardía de un espíritu burgués alemán y romántico – combatida con plena conciencia de su vanidad y por consiguiente no exenta de nobleza de ánimo".

Aparte del rechazo del pathos democrático y la propaganda antigermánica, a menudo realmente facciosa, Mann aspira a defender al burgués alemán, su fidelidad conservadora y al mismo tiempo anárquica y vagabunda, del "imperialismo de la civilización", y en esos "charloteos sobre lo profundo" (como los llamaba desdeñosamente su hermano Heinrich, el "literato de la civilización" por excelencia) se enreda en una serie de contradicciones inextricables. Su burgués alemán es el habitante del burgo de la pequeña ciudad que es a la par Weltbürger, cosmopolita abierto al mundo, en un sentimiento humanístico de supranacionalidad que es lo contrario de todo internacionalismo democrático, porque se nutre de germanidad incluso cuando es extraordinariamente crítico hacia Alemania, como lo son todos los grandes alemanes modelos de "apoliticidad", desde Goethe a Wagner pasando por Nietzsche.

Este Bürger es lo contrario del bourgeois afrancesado, literato e intelectual, porque vive en los valores perennes del corazón y la metafísica y se niega a creer en la primacía moderna de la política y el Estado y a someter a éstos los valores espirituales, según el lema del intelectualismo progresista y de su panpolitización. Política y Estado tienen el deber de proteger desde el exterior la esfera de la Kultur y, en tales funciones, es menester servirles sin una participación interior, pero con disciplina y sacrificio indiscutibles; Mann concilia de este modo el Reich de Bismarck y Nietzsche, que lo odió y vituperó, porque no se le escapa que la gran cultura conservadora que niega todo valor a Estados y gobiernos – de Schopenhauer a Nietzsche pasando por Burckhardt – acaba por apoyar siempre de buena gana a gobiernos autoritarios que le permitan continuar sus aventuras del espíritu. Como ha escrito Norberto Bobbio, el que dice rechazar por igual a derechas e izquierdas es de derechas. Esa actitud, según Mann, es una misión y un destino de los alemanes, que, como Hamlet, no han nacido para la acción – para la política – pero están llamados a ella, en un cometido por consiguiente trágico.

Las contradicciones afectan a la misma antítesis sobre la que se basa el libro, Kultur y Zivilisation, que se intercambian los papeles. La primera es sentimiento, vida, organicidad, contra el artificioso mecanismo intelectualista de la segunda, pero el profundo sentimiento alemán – desesperadamente alemán – que Mann reivindica contra la ideología optimista del progreso es también para él, como todo conservadurismo, reclamo y amor a la muerte. Y la vocación estética, como opuesta a la política, es también atracción del abismo. La misma contraposición de vida y espíritu, tema fundamental de su obra desde sus primeros escritos, se complica, porque el espíritu parece ora un agente disolvente en el sentido del racionalismo ilustrado ora tensión hacia una disolución musical – dionisíaca, ora es por consiguiente opuesto al arte ora idéntico a él, ora Zivilisation ora Kultur, del mismo modo que la democracia y el sentimiento nacionalista alemán a veces se identifican (como en 1948, en Storm o en Wagner) y a veces se contraponen radicalmente, como precisamente en el enfrentamiento entre Thomas y su hermano Heinrich, del que nacen las Consideraciones.

En esta maraña, el escritor se aferra a esa contradictoria simbiosis de extrema modernidad y extremo rechazo que él ve en los grandes alemanes por excelencia, desde Nietzsche a Wagner, cosmopolitas y reacios al internacionalismo democrático, vislumbrando más bien en esa simbiosis la esencia de la alemanidad. Sabe que su obra, hasta ese momento, ha vivido de esa simbiosis y se niega a realizar el recorrido del burgués europeo de Bürger a bourgeois; si tiene que transformarse, su Bürger alemán puede y debe convertirse en un artista, no en un bourgeois. Pero en Los Buddenbrook o en La muerte en Venecia esos valores alemanes se habían vivido y expresado poéticamente, no teorizado o hecho explícitos; la poesía puede expresar las contradicciones de la vida y de la historia, su verdad irreductible a toda explicación, pero también a toda formulación que teorice su indecibilidad.

Traducidas en declaraciones ideológicas, esas contradicciones se convierten en otra cosa muy distinta, que no tiene mucho en común con ellas, de la misma forma que, por ejemplo, la concepción de la vida y la historia de Benn, fuera de los extraordinarios versos en que las expresa, se convierte en una ideología poco original y pierde la estremecedora profundidad musical de vida y muerte. Cuando trabajaba en Los Buddenbrook, Mann no se daba cuenta, como él mismo confiesa, de que narrando la disolución de una familia burguesa narraba un final mucho más amplio: "Lo que yo era, lo que quería y lo que no quería, lo supe sólo escribiendo." La gran obra le crecía imponiéndole su propia ley y su propia autonomía, su propio aliento unitario que ajustaba todos los detalles en una totalidad orgánica, esa ingenuidad épica que se funde indisolublemente con la inteligencia arquitectónica y sin la cual no puede haber tal vez ninguna gran obra de arte ni podría darse la gracia indestructible de Tony Buddenbrook.

Hasta las Consideraciones, Mann había sido, salvo contadas excepciones, narrador, y no ensayista; o sea, como él dice, no alguien que habla, sino alguien que hace hablar a los hombres y las cosas. En los ensayos – y en el primero y mayor de ellos, las Consideraciones, que en cierto modo los contiene – habla en primera persona, asume – a pesar del omnipresente gusto por la ambigüedad y las oscilaciones – posiciones explícitas; quiere defender su mundo humano y poético de la politización que le amenaza y saca de ello por fuerza una mala política.