Los ensayos, en su conjunto, constituyen el grandioso intento de salvar lo salvable de esa gran tradición alemana, trasladándolo a una concepción general democrática, europea y occidental de la civilización; una expresión de fidelidad a los grandes amores en los que se formó Mann, aún más auténticos porque se han liberado de las ataduras ideológicas de la alemanidad antidemocrática. Mann sigue conmoviéndose con el Lied de Schubert, con el reclamo de la muerte que resuena en él, o con la estremecedora música del corazón de El lago de Immen, pero ya no los llama a rebato contra el sufragio universal, sino que hace de ellos un resorte humano que, en su insuprimible autonomía de cualquier politización por muy democrática que sea, no le impide escribir y firmar manifiestos contra Hitler o comprometerse con el New Deal, sino que por el contrario sustancia humanamente ese compromiso.
Este salvamento, esta tesitura de una continuidad en la transformación incluso radical, son mucho más creíbles, mucho más vigorosos intelectual y artísticamente que la negación global que simplemente le cambia el signo a aquel mundo, rechazándolo sin remisión y sin demasiadas distinciones, como ocurre en el Doctor Faustus, que condena a toda la civilización alemana y tacha todo lo que en las Consideraciones había ensalzado, con análogo sectarismo totalizante y menos fuerza artística o intelectual. Pero lo forzado del Doctor Faustus cuenta con la justificación de la lucha contra el nazismo en el apogeo del mal y por consiguiente de una batalla en la que, acertadamente, no hay lugar para la distancia, la ambigüedad, la libertad y la irresponsabilidad del arte.
El salvamento y la continuidad perseguidos en los ensayos confortan al lector común, le confirman en su instintiva persuasión, o mejor, en su obvia experiencia de que a uno le puede muy bien gustar Wagner sin por ello simpatizar ni siquiera inconscientemente con el nazismo. Del mismo modo, un lector no ideologizado sabe desde siempre que las firmas bajo un manifiesto, un debate cultural y demás ritos de la sociedad democrática no ponen en entredicho el amor al mar o al vagabundeo, gustos que a su vez no inducen a despreciar el derecho de voto o a pasar por alto el deber (que sigue siendo, para cualquier anárquico trotamundos musical, un deber y no un placer) de luchar contra las injusticias y contra quien querría seguir cometiéndolas sin que nadie le molestara, exhortando a los poetas a no preocuparse y a dedicarse sólo a sus propios sueños.
Los ensayos son – y quieren ser – la confirmación de que en el mundo de la democracia y el compromiso puede y debe haber espacio para el ancho vagabundeo del Tunante. En este sentido son también el autoexorcismo de un peligro que, con el paso de los años, se hace para Mann cada vez mayor, esto es, el peligro de que el agobio de los deberes – llamamientos contra las diferentes injusticias y por la movilización antifascista, inauguraciones de congresos y alocuciones a las fuerzas políticas, discursos, conversaciones radiofónicas, prólogos, una correspondencia desmesurada – acabe por ahogar la gitanesca e irresponsable libertad del arte, el juego, el abandono, el merodeo de la fantasía. Elaborados a lo largo de los años, los ensayos se enmarcan en una espiral de creciente compromiso. Thomas Mann, que contesta a cada carta de cualquier desconocido, con una cortesía que sin embargo mantiene siempre las distancias, y que pretende obsesivamente estar a la altura de sus compromisos, es un modelo de disimulo de su persona, un modelo de estrategia defensiva unida al respeto hacia los demás. Encarna, con extrema dignidad, la vida burguesa resumida y comprendida en el trabajo, que la mortifica. Ya en las Consideraciones Thomas Mann observaba, con melancolía, que él también era un bourgeois, como aquellos a quienes despreciaba, en el sentido de ese heroísmo típicamente moderno – que tan antipático se le hacía – del rendimiento, del ascetismo del burgués "sobrecargado y sobreentrenado, que trabaja hasta el límite del agotamiento".
Dejando a un lado las intervenciones – numerosas – nacidas al calor de las circunstancias, los ensayos se agrupan en torno a los grandes temas de la creación y la reflexión manniana. Un motivo central es el que representa la figura de Goethe, presente ya antes del giro del 1914-1918, pero todavía en sordina, y desarrollado después, ampliado, retomado una y otra vez hasta convertirse casi en una proyección autobiográfica, en un sapiente e irónico proceso de identificación, y sobre todo en el símbolo de esa alianza entre mito y humanismo que el escritor busca cada vez con mayor ahínco. Como se deduce sobre todo del espléndido ensayo Goethe y Tolstoi, el poeta del Fausto es en primer lugar, para Mann, la encarnación de uno de los dos tipos ideales en que se establece la polaridad que le fascinó durante toda su vida: los hijos de la naturaleza – irresistibles, ligeros, brutales, seductores, demoníacos e inagotables como ella – y los hijos del espíritu, atormentados, reflexivos, moralistas, volitivos y dictatoriales. Thomas Mann modifica continuamente esta polaridad, que encontramos ya en la nostalgia de Tonio Kroger por las felices criaturas sin problemas de ojos azules y cabellos rubios, que es luego la nostalgia nietzscheana por la Vida más allá del bien y del mal, el deseo de Nietzsche de ser un dichoso e indiferente animal marino.
Goethe y Schiller, como Tolstoi y Dostoievski, ejemplifican esa polaridad, que a veces corre el riesgo de conceder demasiado al estereotipo, pero que está analizada mediante una fascinante sutileza poética que la hace cambiar continuamente de signo, desvelando problemáticos abismos en los demoníacos benjamines de los dioses y demoníaca seguridad en los complicados hijos del espíritu. Goethe – y, mucho más, Tolstoi – revela una grandeza mítica y una consonancia épica con el flujo de la vida, una profundidad inescrutable que puede ser también indiferencia, el impudor del niño, la "pretensión absoluta de ser amados" que impide separar el poderoso amor a la vida del narcisismo y acaba permitiendo sólo amarse a sí mismos. Schiller y Dostoievski palidecen en verdad, en tanto ideales polos opuestos, respecto a esos demonios; como si Thomas Mann, que se sentía ciertamente más cerca de ellos, estuviese más fascinado por los hijos de la naturaleza. Por lo demás es siempre el espíritu – y Mann es quien nos lo ha enseñado – el que siente la seducción de la naturaleza, que no puede experimentarla ni por sí misma ni por él, el cual a su vez puede encontrar sólo complicada y tormentosa, y no fascinante, su extraordinaria tensión moral e intelectual, su propia inclinación crítica.
A ésta – y a su labor heroica, generosa, inquietante, innovadora y abusiva – se dirige la admiración moral de Mann, unida a una cierta reserva frente a lo tortuoso de la misma. Al espíritu le compete cierta superioridad, pero también un rasgo repulsivo. Mann habla de un "eterno contraste entre la tranquilidad, la modestia, la verdad y la fuerza de la naturaleza, y la audacia grotesca, febril, dictatorial del espíritu". El espíritu – la "nobleza de espíritu", a la que se consagran los ensayos – consiste entonces en la mediación de ese contraste; no ya, advierte Tito Perlini, en una mediación dialéctica, que supera y suprime tesis y antítesis, sino en un mediar humanístico que las conserva a ambas en una conciliación oscilante, que se convierte para Mann en la esencia del humanismo y de la democracia.