1995
KITSCH Y PASIÓN.
HANNAH ARENDT Y MARTIN HEIDEGGER
"Tú serás quien eres. Y lo mismo seré yo", le escribía Heinrich Blücher a Hannah Arendt poco antes de casarse con ella, para decirle que su vida en común no sería nunca un obstáculo para la libre maduración de su persona. Valiente luchador en las filas espartaquistas y hombre de gran generosidad, Blücher, segundo marido de Hannah Arendt, fue para ella un compañero leal, pero no fue esta relación mantenida bajo el signo del respeto y la paridad personales la que determinó la vida de Hannah, quizás porque, como escribe Dostoievski, para nosotros cuentan sólo las personas que amamos, mientras que las que nos aman es como si no existieran.
Blücher la amaba, pero ella tenía la desgracia de amar a Heidegger y probablemente no fue el genuino y libre amor que demostraba esa carta de Blücher de septiembre de 1936 lo que le conmovió, sino la primera carta que le escribió Heidegger el 10 de febrero de 1925 – una carta untuosa y falsamente profunda en la que el gran profesor de la Universidad de Friburgo, uno de los maestros de la filosofía del siglo, empezaba a seducir a la alumna de diecinueve años elogiando su inteligencia y su alma, ofreciéndose como un guía paterno para ayudarla a permanecer fiel a sí misma, asegurando comprender las inefables inquietudes de su juventud y pidiéndole que comprendiera la tremenda soledad de su vida ascéticamente sacrificada al estudio y a la conciencia.
Con esa carta – que es un modelo de cómo se pueden simular incluso con uno mismo sentimientos aparentemente atormentados y utilísimos para tiranizar a los demás, poniéndolos al servicio de la pretendida hipersensibilidad de uno – da comienzo una penosa historia de amor, que ha sido rigurosamente reconstruida por Elzbieta Ettinger. Tras una primera fase pasional, después transformada en una tierna amistad, la historia se prolongó a lo largo de toda la vida de ambos, con grandes vacíos e interrupciones ligadas a trágicos acontecimientos históricos como la llegada del nazismo, el exilio de la judía Hannah, la Segunda Guerra Mundial, la Alemania dividida y abochornada obligada a ajustar cuentas con su pasado y con los horrores del exterminio.
Martin Heidegger y Hannah Arendt fueron y continúan siendo dos protagonistas del "terrible siglo Veinte", dos personalidades cuya grandeza y cuyo significado no pueden ser menoscabados por una relación sentimental en la que la única grandeza fue la valentía de Hannah Arendt y sobre todo la fidelidad de su afecto, que no logró borrar ni el tiempo ni los espantosos lutos y delitos acaecidos en ese tiempo. Es sobre Heidegger – por supuesto el más grande de los dos, una figura central en la historia de la civilización – sobre quien este avatar arroja una luz ora torva ora mezquina, entrelazándose a su compromiso con el nazismo.
Fue Heidegger quien transformó esta relación en un episodio que va más allá de la esfera afectiva privada y afecta a su objetiva responsabilidad política y moral – y de la cultura que representa – puesto que él mismo mezcló el nivel personal con el público, instrumentalizando cínicamente, muchos años después, su historia de amor con Hannah para ocultar las huellas más sórdidas de su pasado nazi y promover su rehabilitación o incluso su ensalzamiento como víctima más que cómplice del Tercer Reich. La historia de la genial judía alemana que se enamora del genial profesor y obtuso antisemita alemán es, entre otras cosas, un símbolo incluso demasiado socorrido del trágico encuentro de la cultura alemana con la judeoalemana, que fue el alma de Alemania, antes de ser asesinada.
El comienzo del asunto no es demasiado original. Hannah se siente fascinada por el filósofo y por la extraordinaria filosofía alemana que éste encarna y que ha profundizado y vivido tal vez como ninguna otra el giro epocal de la historia contemporánea, la radical transformación del mundo, el exilio y la búsqueda de la verdadera vida, de la autenticidad existencial. Sin esta filosofía, lo mismo que sin la cultura judía y su tragedia, no habrían nacido más tarde los grandes libros de Hannah Arendt, desde el que versa sobre el totalitarismo al que trata la banalidad del mal.
La estudiante se enamora, con arrebato y plena disponibilidad, del profesor, al cual le agrada pero no se enamora, ni siquiera cuando vive una experiencia erótica que hace que se le tambaleen sus metódicas costumbres – que él por lo demás protege escrupulosamente, fijando la hora y el minuto de las citas y prohibiéndole a la muchacha que le escriba. Ella acepta todas las reglas y cautelas impuestas por el maestro, pero no es una frágil Margarita seducida por Fausto, sino una persona libre y decidida, que sabe lo que quiere.
Amar significa amar al otro, respetarlo, querer su bien y querer, aun cuando ello pueda ser doloroso, que sea él mismo. Hannah Arendt sabe amar, no pretende nunca manipular a Heidegger e intenta no darse cuenta de que él la manipula. Heidegger, en – cantado de que lo gobierne férreamente Elfride, la inflexible y eficiente mujer teutónica y nazi, conoce solamente el amor a sí mismo; necesita ser el ídolo de la joven y necesita de ella como de un "estimulante" – por citar sus palabras – que le haga sentir la intensidad de la vida. Alterna con ella ternuras, órdenes, melancolías, halagos, tomas de distancia, sentimentalismo, algún que otro poemita kitsch como sólo la cultura alemana, en sus peores aspectos, que constituyen una involuntaria autoparodia, es capaz de generar.
Esa cultura es grande por su horizonte filosófico – poético – religioso, que le permite descender al fondo de la vida y la historia, abrirse a ese sentido de lo divino y del absoluto del que nace una excelsa poesía, por ejemplo la ardiente lírica de Hölderlin. Pero basta salirse un poco de ese absoluto, aunque sólo sea en una cuestión de matiz, para caer en un pathos redundante y chabacano, en el mal gusto del énfasis y de la unción pseudorreligiosa, que es a la religión como lo falso a la verdad. De esa cultura alemana ha nacido no sólo una extraordinaria espiritualidad, sino también su caricatura, la pretensión de una asiduidad con lo divino tan regular como la de quien toma todos los días el té en su compañía, y la pretensión también del monopolio de lo sagrado, degradándolo al nivel de la pacotilla – incluso el pastor del Ser, al que Heidegger aspiraba, puede descender a la categoría de su administrador delegado, de la misma forma que la absorta interioridad que resuena en los Lieder acaba distorsionada en una retórica pseudolírica.
Sobre la historia de amor entre Hannah Arendt y Heidegger pesa, por causa de éste, ese sensiblero infinito al por mayor que parece sublime y que sirve – como habría dicho Broch, a quien también amó Hannah Arendt más tarde – para falsificar la realidad y el auténtico sentido del infinito. Al leer esta historia de amor tan – demasiado – alemana, se advierte la falta de esa sobria laicidad que requiere el verdadero sentimiento, capaz de mirar cara a cara a la vida en su maraña de seducción y fealdad, de verdad y engaño.
Se siente la falta de esa vehemente y desencantada lucidez con la que los grandes escritores franceses – de Madame Lafayette a Laclos y de Flaubert a Proust – escrutaron los infiernos de la pasión, el enredo de perdición amorosa y rapaz crueldad, sin dorar la píldora y sin fingir una imposible inocencia del corazón.
Como recuerda Ernestina Pellegrini en su estupendo libro sobre la representación de la muerte en la literatura del siglo XIX, Necropoli immaginarie [Necrópolis imaginarias], Flaubert salda sus cuentas con las que él mismo denomina "las letrinas del corazón" y es justamente esta capacidad de enfrentarse también con la miseria de Eros lo que le permite captar sin retórica todo su encanto, el abandono y el temblor.