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La relación sentimental, interrumpida por voluntad de Heidegger en 1928, se recorta sobre el fondo de la Alemania de aquellos años, con su prodigioso florecimiento intelectual y su creciente crisis política. La vida de los dos amantes se entrelaza a la de figuras como Husserl o Jaspers, que también se sintió fascinado por Heidegger a pesar de los agravios sufridos.

He llegado a conocer, decenios más tarde, ese extraordinario ambiente académico de Friburgo, en el que todavía se podía ver a alguno de esos grandes personajes, y a conocer personalmente a algunos de los que aparecen en las páginas del libro de Ettinger: Hans Jonas, el joven estudiante que le facilita a Heidegger la dirección de Hannah y al que conocí ya cuando era un maestro venerable; Benno von Wiese, ligue juvenil de Hannah (que le dio a Heidegger, cuando lo supo, el alivio típico del egoísmo masculino en tales circunstancias) convertido más tarde en un papa del germanismo. Lo recuerdo en Turín, gordo y presumido, durante una conferencia a la que tuvimos que llevar también a nuestros familiares que no entendían una palabra de alemán para que no se indignara por la escasa asistencia de público. Aquel universo cultural era grande pero endogámico y, como todas las endogamias – sectas religiosas, clanes artísticos, grupos políticos, salones literarios, clubs exclusivos o camarillas académicas – era posesivo y paralizante para quien formaba parte de él, inducía a sus componentes a estar esclavizados por sus jerarquías y a adorar como ídolos a sus autoridades. Para ser libres, para no dejarse seducir por los maestros deseosos de someter almas a su poder y troquelar seguidores, es necesario ser intelectualmente polígamos y politeístas; si Hannah hubiese cultivado otros intereses y frecuentado otros mundos y otras amistades, habría sido más libre y más feliz.

La relación entre ambos se vuelve endiablada muchos años más tarde, cuando reanudan sus relaciones tras la guerra, el exilio, Auschwitz. Hannah vive en los Estados Unidos, se ha convertido en una gran ensayista, testigo e intérprete de los infiernos del siglo. Heidegger ha sido apartado de la enseñanza – a la que luego será reintegrado gracias también a ella – por su compromiso con el nazismo. No ha cometido ningún delito, pero sí numerosas pequeñas y vergonzosas infamias respecto a maestros (como Husserl), colegas y estudiantes judíos e incluso católicos. Otros grandes del siglo comprometidos con el nazismo, como Céline y Hamsun, asumieron comportamientos mucho más graves – y menos cautos – pero pecharon con sus responsabilidades, mientras que Heidegger quiso hacerse pasar casi por víctima del nazismo, faltando penosamente a la honestidad y a la dignidad.

En este sentido su conducta durante el nazismo no es sólo un comportamiento privado, moralmente censurable pero irrelevante en el plano cultural, sino que está ligada al papel global ejercido por él y por su pensamiento, en tantos aspectos especulativamente tan elevado. Incluso en el filósofo hay a veces un elemento de mezquindad que se aviene mal con un pastor del Ser o un lugarteniente de la Nada, por citar dos definiciones suyas, y se aviene mejor con el profesor que, embutido en el traje folclórico campesino de la Selva Negra que le gustaba vestir, se parece, en algunas fotografías, a uno de los siete enanitos.

Hannah, que le fue siempre fiel en el fondo de su corazón, le ayuda a ser rehabilitado, no quiere ver sus gestos más malévolos y ruines, quiere creer en las mentiras en las que – con perfidia y sentimentalismo, escribe Elzbieta Ettinger – se envuelve y la envuelve. Para ella, Heidegger es todavía el hombre que ama, con un desinterés que la lleva a ayudar también a su familia; para él, Hannah es un instrumento excelente – habida cuenta de su prestigio internacional y su pasado de judía perseguida – para ser rehabilitado y volver a las filas del honor y la autoridad.

Hannah se empeña en creer en sus falsificaciones. Sólo en dos ocasiones admite para su fuero interno que él "miente siempre" y que es "un potencial asesino". La claridad le dura poco y enseguida vuelve a caer en el sometimiento, a él y a su imagen conservada durante tantos años en el corazón, y se hace casi cómplice – una amante tan intrépida de la verdad como era ella – de sus falsificaciones, que no mistifican sólo una existencia privada, sino una página de la historia del mundo. Heidegger le está agradecido, incluso con ternura, pero cuando ya no la necesita la mantiene a distancia y no permite que le distraiga de sus estudios, según el estereotipo del hombre de genio al que le gusta la vitalidad que le da una mujer, pero luego le dice que se haga a un lado y le deje trabajar.

En un memorable libro suyo sobre el proceso a Eichmann, Hannah Arendt descubrió la banalidad del mal, que, con su halo infernal, es también estúpido y kirsch. No tuvo el valor, ella, humana e intelectualmente tan atrevida, de descubrir que también un amor puede ser al mismo tiempo estremecedor y banal, que nos podemos enamorar también de una persona llena de bajezas. ¿Dónde podemos encontrar una respuesta a estas contradicciones? "En el corazón, dicen", responde un personaje de Vento sottile de Stefano Jacomuzzi, "pero allí reina una gran confusión y no hay que fiarse."

1996

MÁS ALLÁ DEL LENGUAJE.

LA OBRA DE HERMANN BROCH

En una escena de La noche de Antonioni se veía, en la mano de un personaje, un ejemplar de la traducción publicada por Einaudi de Los sonámbulos de Hermann Broch. Pero las obras maestras de Broch, con ser celebradas, no son todavía conocidas como merecerían serlo; el escritor, nacido en Viena en el año 1886 y muerto en los Estados Unidos en 1951, permaneció tal vez más apartado que los otros autores austriacos, grandes y menos grandes, que en los últimos decenios han disfrutado de una fama creciente, más que debida en el caso de algunos – entre los cuales, por ejemplo, Musil y Canetti – y con frecuencia extendida sin ton ni son a personalidades mediocres, cuyo único mérito consistía en proceder de la Mitteleuropa habsbúrgica.

Los escritores austriacos más fácilmente asimilados pertenecen a dos categorías: los nostálgicos del mundo de ayer, transfigurado como imagen del orden y la seguridad, y los arúspices de la crisis, para los que la vieja Austria es la Babel del desorden y de la bancarrota de los valores, el laboratorio del nihilismo, el modelo de toda la civilización contemporánea basada en la nada.

Broch intimida a los nostálgicos, porque desmitificó a la alegre Viena de finales de siglo mostrándola como un apocalíptico vacío de valores enmascarado por un kirsch de opereta, e infunde sospechas a los posmodernos admiradores del vacío, que se dejan seducir a gusto por ese vacío, porque Broch lo somete a una crítica implacable, racional y al mismo tiempo religiosa – de una religiosidad no confesional, caracterizada por una original simbiosis de judaísmo y catolicismo, que encontramos también, aunque en modo distinto, en Joseph Roth.

En ambos casos se trata de una visión que, precisamente porque está permeada por el sentido de lo sagrado, se revela particularmente apta para comprender el caos contemporáneo, sus verdades y sus ídolos. Broch propone valores fuertes, aunque clandestinos en el delirio de su época que es todavía la nuestra; si el amplio consumo de literatura austríaca se ha visto a menudo influenciado por la infatuación por lo excéntrico, lo irracional o lo sofisticado, Broch – con la claridad de su ética, de su formación científica y su concepción religiosa opuestas en igual medida a cualquier chabacana coquetería con lo oculto – es mal bocado para ese gusto, que él mismo repudia tachándolo de kitsch y al que le contrapone el sentido de la totalidad de la vida, impregnada de un significado que le confiere unidad.

Esta unidad de la vida – y del extraordinario estilo poético – filosófico que la refleja y al mismo tiempo la funda, como ha escrito Broch en memorables y excelentes ensayos – se ha roto hecha añicos, y él pone al descubierto tanto esa disgregación como la estéril complacencia respecto a ella o los falsos intentos de esconderla, restaurando ideales resquebrajados o sustituyendo los auténticos valores perdidos por edificantes sucedáneos ideológicos o sentimentales.