Broch es un genial desenmascarador del sonambulismo, o sea de ese autoembotamiento con el que los hombres se esconden a sí mismos su propio vacío, con una hórrida buena fe que es la mayor falsificación y que inducía a la abuela de Biagio Marin, tal como cuenta el poeta, a decirle: "Acuérdate de que quien peca por ignorancia, por ignorancia se condena." Marin, con toda justicia, consideraba esas palabras como una de las grandes enseñanzas morales de su vida. Si a veces – en determinadas circunstancias en las que, a pesar de todo esfuerzo, no es de veras posible darse cuenta de la situación y de los valores que están realmente en juego – la así llamada buena fe puede ser un atenuante, más a menudo es en cambio un agravante, puesto que es el resultado de una prolongada labor de corrupción de la propia conciencia, aturdida, embriagada o empañada por la costumbre de la mentira y el mal, hasta el extremo de llegar a ser incapaz de distinguir el bien del mal, a convencerse de estar en lo cierto incluso cuando se mancha de culpas porque se niega a mirar cara a cara a la realidad, a la dificultad y la responsabilidad en la elección, a la necesidad de juzgar y de ser juzgada. Si se comete una violencia o una injusticia a sabiendas de que se hace daño, existe al menos la posibilidad de enmendarse y de reparar los agravios; posibilidad que no cabe cuando se es tan obtuso como para no darse cuenta de lo que se hace o tan arrogante y ciego como para considerarlo justo. Casi todos los peores culpables actúan con una horrorosa buena fe y cometen sus delitos con ignorancia; los racistas que linchan a un pobre desgraciado extranjero están convencidos de que, de una u otra forma, éste se merece su violencia y de que está bien extirparlo de la sociedad. Si hay un Día del Juicio, esa ignorancia, esa especie de obscena inocencia, probablemente se les achacará en su contra, como creía la abuela de Marin.
Dicha ignorancia no sólo hace referencia a la dimensión moral, sino que afecta a la relación con toda la realidad, la existencia y la historia, y a la incapacidad de mirarlas cara a cara sin rémoras, de aguantar su desnuda y abrasadora tensión. Cuanto más lacerante se vuelve esa tensión, tanto más se defienden de ella – lográndolo – los hombres que tienen miedo a no poder soportarla, y se defienden intentando ofuscar su percepción, vivir como sonámbulos, palabra que da título a la gran trilogía narrativa del Broch (1929 – 1932).
El mundo, para Broch, se parece a ese palco vacío reservado en todos los teatros de todas las ciudades del imperio habsbúrgico para la eventual visita del soberano, que como es obvio no aparece nunca o casi nunca por allí, de modo que el centro ideal de esa civilización es algo que falta, que no está, y que se afanan en cubrir con una gran profusión de ornamentos eclécticos, como los edificios falso-renacentistas o falso-góticos del Ring vienes. Tanto en los ensayos como en las novelas, Broch pone genialmente de relieve el agotamiento, la irrealidad – y por ende también la angustia, la impotencia vital y afectiva – de un mundo sin valores; mezclando elementos regresivos (como la idealización de la Edad Media) y una sensibilidad extraordinariamente capaz de sumergirse en el delirio de la época – especialmente en el espantoso delirio de los años de entre guerras -, Broch muestra la irracionalidad de una civilización que se cree racional porque cada uno de los compartimentos separados en los que ésta se ha desgajado funciona cuidadosamente, pero sólo por lo que a él se refiere, de manera que el conjunto – esto es, la vida, la realidad, la persona propiamente dicha – es un caos.
Broch es un gran artista cuando representa – por ejemplo en Los sonámbulos o en Los inocentes - la alienación del individuo que, una vez ha perdido un sistema de valores, lo reemplaza con ficticios y míseros simulacros, con los ídolos psicológicos, ideológicos o sentimentales que fabrica la opinión corriente; este individuo es el sonámbulo, que no quiere darse cuenta de que duerme o vaga en la irrealidad, dando riendas así a su propia nada y a su propia oscura angustia.
En las páginas de Broch esta grandiosa temática epocal desciende a la concreta realidad de la existencia, del cuerpo, de los sentimientos, del sexo. De formación matemática – y, también en esto, hijo de esa cultura austríaca que era grande sobre todo por su simbiosis de poesía y ciencia -, Broch desenmascaró la demonicidad del siglo, el mal totalitario – que padeció en sus propias carnes de judío exiliado en América durante el nazismo – y ese otro mal igualmente siniestro que es la impalpable, deliberadamente inconsciente connivencia con él, practicada hasta en los gestos cotidianos.
Nostálgico del orden, Broch sabía que la verdad de su tiempo era el desorden y que la tarea moral del poeta – como dijo Canetti en el discurso pronunciado en ocasión de su quincuagésimo aniversario – era la de ser el perro de su tiempo, no encerrarse en su propia pureza sino ir a olfatear por todos los rincones y por sórdidos que éstos fueran la verdad, tal vez repelente, de su época, aliviando así el dolor y sacando de su guarida al mal escondido entre las basuras.
Para Broch, la novela experimental de vanguardia – Joyce, Kafka – puede ser para la edad contemporánea lo que Homero y su gran estilo fueron para el mundo clásico. La novela se convierte según el escritor en un instrumento cognoscitivo para captar el espíritu de su época, narrando los avatares, los sentimientos y pensamientos de los hombres en los que se encarna. Para reflejar según la verdad una época – la contemporánea – que se ha disgregado en una atomización centrífuga y heterogénea y ha perdido toda unidad de valor y de estilo, la novela debe hacerse polifónica y polihistórica, asumir en su estructura la inconexa multiplicidad de estilos de la época y su falta de unidad y de centro. La novela debe ser al mismo tiempo narración épica, himno y lírica, reflexión ensayística, teoría filosófica que desciende y se vive en la existencia de los personajes, en una experimentación de las formas épicas que hace de Broch uno de los más audaces innovadores de la novela.
En una obra maestra como La muerte de Virgilio, Broch se lanza hasta las más extremas fronteras de la novela. "Poeta a mi pesar", como decía de sí mismo, Broch consideraba que el arte estaba llamado a expresar lo que la filosofía ya no era capaz de decir, o sea el valor o al menos la exigencia del valor; para realizar esta tarea el arte tenía que proclamar su propia insuficiencia, considerarse un criado – sin embargo insustituible – de algo más grande, a lo que él – pero sólo él – podía únicamente aludir. La poesía es para Broch el gesto que, en las fronteras de lo inexpresable, muestra lo que está más allá de esa frontera – "más allá del lenguaje", como dice la última frase de La muerte de Virgilio. Más allá de esa frontera está el absoluto y la poesía no puede alcanzarlo, pero puede conducir a los hombres hasta ese umbral, señalándoles que lo que cuenta de veras está más allá del umbral, pero recordando que la razón y la moral prohíben definir presuntuosamente lo indecible, como hacen en cambio los falsos profetas.
El poeta se parece a Moisés, que no puede entrar en la Tierra prometida, pero sabe indicar el camino que, a través del desierto, lleva en esa dirección. "La impotencia de la escritura para derrotar al mal en el mundo", como dice Cusatelli a propósito de Canetti, la siente intensamente también Broch, pero en esa conciencia estriba el significado – incluso moral – de la escritura propiamente dicha.