La muerte de Virgilio, publicada en 1947 tras años de trabajo, expresa también con escalofriante poesía una dolorosa condena del arte. La novela es un monólogo interior de quinientas páginas que abarca las últimas horas de Virgilio, el irse apagando de su conciencia que, antes de diluirse en el Iodo, revive toda su vida y funde al final simultáneamente todos los planos de la realidad – personal, histórica, cósmica – hundiéndose en su océano sin límites. Nacido de esa literatura austríaca tan sensible a la fluctuante relación entre la vida y la palabra, el libro constituye un esfuerzo extremo del lenguaje para expresar su propia extinción en el silencio, el último gesto de la forma al borde de lo informe. Igual que la palabra, el propio individuo se disuelve en lo infinito de la muerte, borrando, antes de desvanecerse, todos los falsos signos. Broch – subraya Ladislao Mittner – sabe afrontar a fondo, a todos los niveles, el absoluto de la muerte.
A Broch le fascinan las épocas de transición, las épocas suspendidas entre el final de un sistema de valores (el "ya no") y la espera de uno nuevo (el "todavía no"), anticipado en la tensión utópica y mesiánica de la esperanza (el "sin embargo ya"). En dichas épocas – como en la contemporánea y, su espejo simbólico, la época de Augusto entre el paganismo moribundo y el advenimiento del cristianismo – la poesía indica una meta que ella misma no puede alcanzar y un vacío que no puede colmar. Virgilio se convierte en el prototipo del poeta moderno, que pone en duda su razón de ser y sólo de esa duda saca su autenticidad y justificación.
En esas épocas de crisis, como la vivida por Virgilio o por Broch, la poesía revela sobre todo la necesidad de ir hasta el fondo de la crisis, de recorrer el camino en el desierto o en el vacío hasta dar apocalípticamente cumplimiento a la destrucción del mal y con él a la del viejo mundo, que debe perecer para que, mesiánica – mente, pueda tener lugar la salvación y el nacimiento del nuevo.
La muerte de Virgilio evoca con extraordinaria potencia la trama esencial de la vida, el amor, la angustia, la culpa, la felicidad, el sueño y la muerte. Broch consiguió escribir una obra muy atrevida y sin embargo comprensible, impregnada de problemática filosófica y tensión cognoscitiva y sin embargo disuelta en un canto lírico; logró crear un lenguaje que, con ser rico en conceptos y construcciones abstractas y a veces incluso pesadas, se resuelve en música y da la impresión de volver a los manantiales originales de cada expresión.
La poesía, que para Broch es "impaciencia de conocer", es refutación del poder. Virgilio es poeta porque quiere destinar la Eneida al fuego, para impedir que el sin embargo grande y sabio Augusto la usara para gloria del Imperio. El poeta moderno no puede celebrar, sino que debe negar cualquier Ciudad terrena; si el poeta homérico de los orígenes podía cantar a los ejércitos, a las jerarquías o los héroes, alabar a Augusto sería una mentira, igual que elogiar a un líder político del siglo XX. Si Virgilio renuncia al final a quemar la Eneida, es porque, como observa Renato Saviane, lo hace en nombre de un sacrificio todavía más elevado: comprende que debe asumir la responsabilidad de sus acciones y que, después de haber cantado al Imperio en su poema, no puede borrar ese sin embargo respetable compromiso con el poder y presentarse inocente y puro ante la muerte, sino que tiene que cargar, incluso en el último momento, con el fardo de esa culpa.
En una estupenda página de la novela, el poema virgiliano se despoja de nombres, se libera de toda gloriosa nomenclatura y de toda palabra con ínfulas de capturar lo inefable y vuelve a ser murmullo indistinto, resuello del mundo, fluir de la vida y desembocadura en la muerte, en el silencio del que nace y en el que vuelve a hundirse todo lenguaje. Con ser un escritor desigual, no exento de pathos redundante y de ideología retrógrada, Broch es una voz que nos ayuda a comprender nuestro presente y que, como escribe Luigi Forte, recorre "el camino de la angustia de un siglo" expresando la "gran nostalgia de una patria que nos es dado presagiar en el dolor, en la heladora soledad de toda criatura". Como toda gran obra poética, el libro de Broch hace ver lo mezquina que es una literatura incapaz de proyectarse más allá de sí misma.
1993
VENCEDORES Y VENCIDOS
La novela, que en una de las muchas redacciones realizadas a lo largo de más de treinta años debía tener mil ochocientas páginas y que en su actual edición fragmentaria cuenta seiscientas, se llamaba, desde el primer momento, Vencedores y vencidos. Su quijotesco y pródigo autor, Herbert Eisenreich, no consiguió llevar a cabo su gigantesco proyecto ni tampoco mantener un título por el que sentía un especial aprecio desde hacía tantos años, puesto que, en el último momento, resultó legalmente inutilizable dado que le pertenecía ya a otro libro que, aunque fuera de otro género distinto, había sido publicado mientras tanto. Hasta el final y hasta los detalles más marginales, Eisenreich, huraño y paradójico escritor austriaco, fue el puntilloso estratega de sus propios naufragios y de sus propias derrotas. Estuvo corrigiendo, retocando, dando todavía un último acabado a su novela hasta el final, en las pruebas ya compaginadas, y su libro apareció con el título de Die abgelegte Zeit [El tiempo apartado] y con el subtítulo de "Un fragmento"; lo limaba y modificaba mientras combatía contra el cáncer que le estaba destruyendo, mellándole progresivamente la memoria.
Acaso nadie haya experimentado de forma tan trágicamente directa, tan en sus propias carnes, la verdad de aquel dicho de Flaubert según el cual una obra nunca se acaba, sino que, simplemente, en un determinado momento se desiste y se deja ya. Poco después de la publicación de la novela, Eisenreich falleció: en su empedernida y altiva lucha por dar por terminado su libro, se iba pareciendo cada vez más a uno de los personajes de su endeble novela, Josef Wurz, que en la ficción narrativa era también el autor del propio libro.
Escritor de éxito en los años cincuenta y sesenta, traducido a las más diversas lenguas y galardonado con los premios más prestigiosos, Eisenreich fue testigo del renacimiento austriaco de la segunda posguerra, de esa Austria que – después de la tragedia de su anexión por parte de la Alemania nazi y del conflicto mundial, en el que él también, de muy ¡oven, fue llamado a filas y herido – volvía a empezar a vivir y a construir su existencia, su identidad, su independencia y un papel político de mediación y neutralidad entre los dos bloques. Cuando Eisenreich, que nació en 1925, publica sus primeros libros, Austria es todavía un país ocupado por las cuatro potencias vencedoras y recuerda aún esa provisionalidad errabunda y misteriosa captada con una extraordinaria vehemencia anárquica en El tercer hombre.
Con su vida nómada en Austria y en Alemania, sus distintos oficios, la actividad de escritor y de periodista radiofónico y su trasiego entre la apartada vida en el campo y el teatro del mundo vienes, Eisenreich es una figura de aquella fervorosa y nostálgica posguerra que recrea en sus libros. El tiempo apartado es también una crónica de esa generación y quien quiera entender hoy cómo se ha llegado a la Austria actual, qué es lo que hay detrás y debajo de su fachada, encontrará en su novela inacabada y noblemente fallida una especie de diario cotidiano de las cosas y los sentimientos que se fueron sedimentando poco a poco, hasta construir y formar el presente.
Con el título de Vencedores y vencidos, por el que sentía un especial aprecio, Eisenreich no pretendía referirse a la guerra mundial ni a ninguna de las potencias, clases sociales o fuerzas políticas que la guerra llevó al éxito o a la ruina. Al igual que los escritores que reconocía como sus maestros – Doderer, Gütersloh – Eisenreich vislumbra en los avatares históricos y políticos, reflejados no obstante con el preciso y sangriento realismo del periodista atento a los hechos y a los detalles, la parábola de una prueba existencial, del eterno conflicto entre el individuo y la ley objetiva de la vida.