Vencedor, según esta poética que es sobre todo una concepción moral, es quien sabe admitir su insuficiencia y sus derrotas sin achacarlas a la maldad de los otros o al desorden del mundo, quien no se deja deslumbrar por su propia idiosincrasia y no idolatra sus debilidades, sino que reconoce, por encima de él, unos valores y una ley, respecto a los cuales su psicología o sus vicisitudes personales son de una importancia secundaria. Vencido es quien se rebela contra la objetividad de lo real, contra el lugar que tiene asignado en la conexión del Todo, y se ve solamente a sí mismo, la vanidad y la miseria de su egoísmo.
Eisenreich se declaró discípulo de Doderer y de Gütersloh, de su "novela total" y tomista en la que toda laceración individual se recompone en la armonía de la totalidad, en las correlaciones que la unen estrechamente a toda la red del acaecer y le confieren un significado, aunque el individuo concreto, abrumado por la angustia e incapaz de elevarse por encima de ésta, no logre verlo.
Eisenreich acabó de esta forma por redescubrir y celebrar la gran tradición barroca austríaca – con su sentido del mundo creado por Dios y en el que todo tiene valor – y por ensalzar la novela realista que conserva el equilibrio entre la subjetividad del yo y la concreción de lo real, más que diluir esto último en un ilusorio juego de espejos de esa subjetividad.
En torno a él, mientras tanto, el mundo se transformaba y con él la literatura; declinaba la literatura comprometida, realista y humanística de su generación y nacía otra, mucho más grande y más heladoramente despiadada o furiosamente negadora – la narrativa de los Peter Handke o los Thomas Bernhard, que lo desbancarían en su papel de escritor representativo y lo abocarían a un destino de opositor, marginado y patético pero siempre irónica y desdeñosamente invicto. En vapuleos polémicos e ineficaces para contrarrestar el creciente éxito de esa nueva generación, Eisenreich les echaba en cara a Handke y Bernhard su incapacidad para representar el mundo, su disolución manierista de la realidad o su arrogante coquetería experimental, un complacido y rentable nihilismo, una pose estereotipada de enfant terrible que no es más que un enfant gáté creado y mantenido por la industria cultural.
Estaba sectariamente equivocado, porque Handke y Bernhard, a diferencia de él, han escrito libros muy notables; e incluso los exponentes menores de esa nueva generación, que él rechazaba, estaban renovando la literatura austríaca, mientras que él seguía siendo un autor de los años cincuenta y de los primeros sesenta.
Su mirada, deslumbrada pero también agudizada por el desprecio moral, captaba sin embargo genialmente el filisteísmo objetivo inherente no a cada uno de los autores concretos, como el creía, sino al engranaje de la industria cultural que los ponía de relieve. A esa generación de hijos contestatarios y rebeldes, ácidos e iconoclastas, Eisenreich contraponía el estilo del padre, que sabe asumir sus responsabilidades y conoce el deber de entender, perdonar y respetar; afirmaba el orden, la discreción, la medida, la fe en Dios y tal vez, en el fondo, también en Francisco José.
Cuanto más sincera era su pasión por el orden y la disciplina, tanto más incapaz se sentía de vivir conforme a esos modelos; sus numerosos matrimonios se desmoronaban, no sabía administrar sus finanzas ni sus manuscritos, se empantanaba en complicaciones editoriales, trabajaba con ahínco pero retrasaba años y hasta decenios la entrega de obras importantísimas para él que estaban anunciadas y eran esperadas. Como todo verdadero conservador, era un verdadero anarquista; de su desorden tal vez no quiso o no supo sacar ventaja alguna, transformarlo en marca de originalidad y hacer de ella luego una patente de éxito.
La chocante y escandalosa asocialidad de Bernhard, que violenta las buenas maneras y vilipendia continuamente a las autoridades públicas, constituye un comportamiento aceptado y remunerativo, que provoca no ya la marginación, sino la aceptación social. Las transgresiones e intemperancias de Eisenreich le supusieron en cambio una sanción disciplinaria de la sociedad literaria.
Pero todo esto no es suficiente para darle la razón, porque también forma parte del genio poético saber controlar y gestionar el desorden personal, como sabe hacer Bernhard, antes que sucumbir a él, como está en el destino del aficionado y le ocurrió a Eisenreich. Pero su existencia estuvo iluminada por la aventura; fue el escritor que se juega la vida en los libros que escribe y que se expone al riesgo de fracasar. Los autores que combatió injustamente han escrito grandes libros, pero no conocen y no pueden conocer, en el sistema en el que están integrados, el menor riesgo; ningún libro de Handke o de Bernhard puede ser, en el mercado del libro, un fracaso.
La verdadera novela de Eisenreich no es El tiempo apartado, sino la historia fatal de la escritura de ese "fragmento", historia en la que es más personaje que autor. ¿Pero quién no preferiría ser Sherlock Holmes antes que Conan Doyle? Hasta el cáncer que pudo con Eisenreich y con todo su coraje parece obedecer a una trágica coherencia. "Mi memoria va cediendo", me escribió con magnánima y afectuosa despreocupación al mandarme El tiempo apartado, "le deseo toda clase de bienes."
1986
EL PUENTE HUNDIDO DE IVO ANDRIC
Una fotografía de 1920 o 1921 muestra a Ivo Andric asomándose al solemne alféizar de un palacio romano, probablemente la embajada del Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos ante la Santa Sede, donde trabajaba con el cargo de consejero. Acicalado y sonriente, con unos bigotillos que le dan un aire vagamente mefistofélico y no dejan intuir la extraordinaria melancolía de sus páginas y del rostro de su madurez, Andric se asoma y mira irónicamente hacia abajo, como si posase para la foto amanerada de un elegante diplomático. En esa imagen Ivo Andric ronda los treinta años; atrás quedan su infancia y adolescencia en su Bosnia natal, en Visegrad a orillas del Drina (más tarde inmortalizado en su obra más famosa) y en Sarajevo, sus estudios en Zagreb, Viena y Cracovia, su actividad en la organización nacional revolucionaria Joven Bosnia y su detención por ese motivo por parte de la policía austríaca, sus polémicas contra los escritores ebrios de furor bélico durante la Primera Guerra Mundial y un volumen de prosas líricas, Ex Ponto, que otro escritor más o menos connacional suyo, el serbio Milos Crnjanski, definió como un libro "escrito en la agonía y con la vergüenza de sus propias lágrimas".
El mejor escritor de Yugoslavia, que en tanta medida colaboró para crear el sentido poético de su sin embargo variada y contradictoria unidad cultural y que falleció en 1975 – probablemente persuadido de que esa unidad trabajosamente alcanzada tras un atormentado proceso plurisecular era una cosa hecha -, es también un símbolo, casi una encarnación de esa identidad compuesta que se ha disgregado con sangre, de esa espesa y pictórica irrealidad que resume la palabra "Yugoslavia".
Andric nació el 10 (tal vez el 9) de octubre de 1892 en Dolac, un pueblecito bosnio de los alrededores de Travnik. Siempre permaneció fiel a Bosnia, a su belleza y su civilización, crisol de Oriente y Occidente, de la media luna islámica y el águila bicéfala habsbúrgica. Si la patria de un escritor es el lugar que se le imprime indeleblemente como metáfora del mundo, como paisaje en el que encuentra la vida y recibe el don de contarla, Andric es un escritor bosnio y ha convertido a Bosnia en uno de los escenarios de los que la literatura universal ya no podrá prescindir.
En Bosnia están ambientadas grandes novelas como Un puente sobre el Drina (1945) y La crónica de Travnik (1945), además de una larga serie de relatos, muchos de ellos estupendos; es el paisaje concretísimo y a la par musical y simbólico de las historias en las que Andric capta la tristeza del poder y la soledad de la gloria, la apática flojera que les invade a sus Visires en el momento de su más desdeñoso dominio, el entrelazarse ora lento ora feroz de Oriente y Occidente, de varias oleadas de pueblos, fes y pasiones.