Sin la "desesperada vitalidad" no tendríamos algunas de las más esenciales revelaciones de la condición humana e histórica. Esa vitalidad complacida y continuamente absuelta en cualquiera de sus manifestaciones por violentas y culpables que sean está siempre a un paso de la caída más torpe y penosa, cae con facilidad en la caricatura ridícula y en la arrogancia, como a veces le sucedía también a Pasolini. La desesperada vitalidad tiene una egocéntrica e infantil necesidad de autoafirmación, que hace a veces insoportable su cercanía. Se pasa más a gusto una tarde junto a quien está convencido de que el yo, incluso el suyo, es superfluo y sabe estar por lo tanto en su sitio con una libertad superior y un amable desencanto, sin entrometimientos ni pretensiones. Pero para defender a alguien, como hizo Pasolini en aquella circunstancia, es necesario un adarme de fe, la fe en que aquel que defendemos no es del todo superfluo. No una fe retumbante y estentórea, sino justamente un adarme, que puede convivir, en lo más hondo del corazón, con el más amargo y escéptico pesimismo y puede avenirse hasta con la perplejidad y la levedad de los puntos suspensivos de aquella nota de Montale.
1987
PERO EL HOMBRE ES ESO.
EN LA MUERTE DE PRIMO LEVI
Primo Levi es (tendría que decir era, después de la terrible noticia que me han comunicado, pero en realidad las personas y los valores simplemente son, y no tiene sentido hablar de ellos en pasado) sobre todo magnanimidad, la fuerza de ser bueno y justo a pesar de haber sufrido las más atroces injusticias. Me dio una lección en ese sentido hace algunos meses, la última vez que hablé con él. Le llamé porque no estaba seguro de haber citado correctamente, en un libro que iba a publicar, el nombre de un profesor francés que había negado la existencia de las cámaras de gas. Primo Levi me confirmó el nombre y yo le pregunté cómo era que no lo había mencionado en su libro Los hundidos y los salvados. "Ah", me respondió, "porque es un tipo que tiene esa idea fija en la cabeza y por esa causa ha perdido la cátedra y ha mandado al traste a su familia, así que no me parecía que fuese el caso de ensañarme."
Corregí la feroz expresión que había utilizado en mi escrito – si Primo Levi hablaba en ese tono de aquel hombre, yo no tenía derecho a ser más duro que él. Fue una de las mayores lecciones que yo haya recibido, una lección que Levi ha dado y nos da a todos nosotros. Estuvo en Auschwitz y no sólo resistió a aquel infierno, sino que ni siquiera permitió que aquel infierno alterase su serenidad de juicio y su bondad, que le instilase un sin embargo legítimo odio, que ofuscase la claridad de su mirada. Si esto es un hombre - un libro que volveremos a encontrar en el Juicio Universal – ofrece una imagen como levemente atenuada de la infamia, porque el testigo Levi cuenta escrupulosamente lo que vio con sus propios ojos y, antes que cargar las tintas sobre el exterminio como habría sido sin embargo lógico y comprensible, alude a ello con pudor, como por respeto a quien fue eliminado en el exterminio del que él, in extremis, se salvó.
Esta es la extraordinaria herencia de Primo Levi, que lo eleva por encima de cualquier prestación literaria: la libertad incluso ante el mal y el horror, la absoluta impenetrabilidad a su violencia, que no sólo destruye sino que también envenena. En esa tranquila soberanía él encarna la majestuosidad sabbática judía, unida a su confianza de científico con la naturaleza y la materia de la que estamos hechos. Esa religiosa autonomía de la contingencia temporal, por terrible que fuera, había hecho de él un hombre y un escritor épico, irónico, desencantado, divertido, cómico, concreto, amoroso; no le entraba en la cabeza ser, como en efecto era, una celebridad mundial y acogía con respetuosa gratitud a cualquier muchachito que se dirigiera a él porque tenía que hacer un trabajo o una redacción escolar.
Su muerte hace pensar en el dicho judío que dice que el mundo puede ser destruido de la noche a la mañana. Pero la muerte no destruye el valor y la de Levi no destruye a Levi; nada sería menos sensato, ante el misterio incontrovertible de su elección final, que preguntarse el porqué o comparar la vitalidad que demostró en Auschwitz con su decisión de hoy. Estupefactos y compungidos, más por nosotros que por él mismo, que nos deja más solos, únicamente podemos abrazar a Primo Levi y darle las gracias por habernos mostrado, con su vida, aquello de lo que puede ser capaz un hombre, y por habernos enseñado a reír hasta de la monstruosidad y a no tener miedo.
1987
¿QUIÉN ESCRIBE LAS NO ESCRITAS LEYES DE LOS DIOSES?
Hay en la literatura mundial, escribió Paul Valéry, figuras y personajes de tal magnitud que escapan de algún modo al control de su creador, hasta el extremo de "poder convertirse, por mediación de él, en instrumentos del espíritu universal"; éstos, proseguía el poeta francés, "van más allá de lo que fueron en la obra de su autor […] consagrados para siempre a la expresión de algunos extremos de lo humano y lo inhumano […] y, por consiguiente, desvinculados de cualquier aventura particular". Valéry escribió estas palabras para justificar la audacia de haberse atrevido a retomar el personaje de Fausto, pero pensaba también en otras grandes figuras – Ulises, Antígona, Medea, Edipo, Electra, don Juan – susceptibles de nuevas encarnaciones cada vez y por lo tanto inmortales a través de las perennes metamorfosis capaces de representar en cada ocasión simbólicamente, en clave distinta, el sentido y el destino de la humanidad y de expresar, no en la vaga abstracción de la alegoría sino en la concreción histórica de unos avatares individuales, anhelos y significados universales. Personajes semejantes producen la ilusión de tener una existencia por sí mismos, como independiente de su creador, de modo que Miguel de Unamuno podía fingir encolerizarse con Cervantes, acusándole de no haber entendido la grandeza de don Quijote…
P aradojas aparte, no es casual – ni mucho menos un misterio inefable e irracional – que estas figuras no se hayan convertido sólo en creaciones individuales, sino que hayan fascinado a generaciones y generaciones en los tiempos y los países más diversos, interpretando las más profundas razones históricas y existenciales de la civilización, y que continúen presentándose en cada época enriquecidas por la atmósfera de los siglos, por los acentos de las muchas voces, grandes y pequeñas, que renovaron y transformaron su carácter. Esta poliédrica riqueza parece darles un margen de inacabamiento, de espacio dejado a la fantasía del lector para la invención, la continuación ideal o la identificación personal.
Antígona es una de las más grandes de estas grandísimas figuras – que, observa George Steiner, proceden todas del imaginario colectivo del mito griego, con la sola excepción de don Juan, el único de los personajes míticos universales creado por la civilización posclásica, cristiana, puesto que incluso Fausto, si bien se mira, es una reelaboración, genial y poliédrica, de Prometeo. Además don Juan parece ser el único personaje mítico, convertido en patrimonio colectivo y por ende disponible para la reelaboración por parte de otros muchos artistas y potencialmente de todo artista, que ha sido inventado por un creador individual concreto, Tirso de Molina. Los demás – por ejemplo Ulises o Jasón – parecen nacidos de los oscuros albores de una fantasía mitopoiética colectiva; los primeros poetas que les dieron una forma destinada a permanecer indestructible a lo largo de los siglos, como Homero en el caso de Ulises, no los inventaron, sino que los extrajeron de leyendas y tradiciones que ya para ellos – ya para Homero – pertenecían a una antigüedad confusa y remota.
Antígona, destinada a revivir en decenas, en centenares de obras a lo largo de los siglos sucesivos – en una proliferación que desde luego no ha terminado sino que continúa todavía hoy -, es más antigua que la homónima tragedia de Sófocles, obra maestra absoluta de la literatura universal con la que la fantasía y la conciencia de la humanidad no han cesado y no cesan de medirse. Al igual que las demás grandes obras poéticas, Antígona no pertenece sólo a la literatura; es una obra que afronta en sus raíces las pasiones, las contradicciones y desgarros de la existencia y es también por ende una obra filosófica y religiosa. Antígona es un texto de esa filosofía y esa religión que, para entender concretamente la vida, no pueden limitarse a la formulación teorética de la verdad, sino que hunden la verdad y su búsqueda en la ardiente realidad de la vida misma, allí donde los problemas y los interrogantes se entrelazan con los deseos, las esperanzas o los miedos y se convierten en destino, historia concreta y viva de un hombre, de su amar, padecer y morir.