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La poesía se eleva a la altura del pensamiento y de la fe, que tienen necesidad de ella para penetrar en la vida de los hombres y abarcarla por completo, superando el aislamiento abstracto de la mera especulación intelectual y metafísica. En los grandes textos de los orígenes, como por ejemplo los de los presocráticos, no hay distinción entre poesía, ciencia, reflexión y religión, sino que un único discurso poético intenta captar la totalidad del mundo, decir qué es lo que es y cuál es su significado. La filosofía, para comprender la realidad y su sentido, necesita de los poetas; el pensamiento platónico necesita dialogar con la poesía homérica, el aristotélico con la tragedia y el hegeliano – y también el de Heidegger – con Antígona.

Gran parte de la filosofía y la literatura de los últimos doscientos años es, como documenta Steiner, una continua confrontación con Antígona, un intento de recrearla y de encontrar en ella las respuestas a las cuestiones radicales de la existencia y la historia. Sólo el Libro de Job va tan a fondo en el reflejo de la aflicción de existir. Para Hegel, «de todo lo que de exquisito hay en el mundo antiguo y moderno – y lo conozco casi todo […] – Antígona se me aparece como la obra de arte más excelente, la más satisfactoria» y su protagonista, la «divina Antígona», es «la más radiante figura humana que haya hecho jamás su aparición en la tierra», mientras que para De Quincey es «hija de Dios antes de que Dios fuera conocido» y Friedrich Hebbel la define como «la obra maestra entre las obras maestras, al lado de la cual no se puede colocar nada de lo antiguo ni de lo moderno». La lectura de Sófocles, y en particular de Antígona, constituye un nudo de la relación entre Hegel, Hölderlin y Schelling, relación de la que nace un momento fundante, de auténtico viraje, en la historia y el pensamiento de la civilización contemporánea, y Hegel parece poner a veces la figura de Antígona por encima de la de Sócrates e incluso de Jesucristo y habla, a propósito de Antígona, de un «momento de Getsemaní».

Goethe, que en su búsqueda de la conciliación parece a menudo eludir lo trágico – aunque defina como "tragedia" su Fausto, a pesar de la salvación final, por lo demás ambigua -, hace que Antígona resuene en su Ingenia, figura de purísima humanidad que obedece, como la heroína de Sófocles, a un "mandamiento más antiguo" que la bárbara ley positiva que requiere acciones inhumanas, y evoca un inquietante conflicto entre civilización "griega" y "barbarie", en el que el bien y el mal no se hallan unívocamente en ninguna de las dos partes. Para Kierkegaard, Antígona es la figura de la "culpa inocente" y de la radicalización trágica de las relaciones ético-familiares; para Hölderlin es la figura de ese enfrentamiento trágico que contempla la irrupción lancinante de lo divino – y de las violentas y numinosas revoluciones históricas – en el círculo de la vida del individuo, determinando un enfrentamiento entre éste y los dioses que es la esencia más profunda y desgarrada de lo trágico, porque provoca la destrucción salvaje del individuo puro y divinamente poseído, que tiene que alzarse contra Dios aunque sea – o mejor, precisamente porque es – su hijo más digno.

Durante dos siglos se han sucedido muchas Antígonas, desde la de Alfieri a la de Brecht, desde la de Anouilh a la de Smolé, desde la apelación de Romain Rolland a la "eterna Antígona" contra la guerra al texto de Heinrich Boíl que se sirve de esa tragedia griega para representar las relaciones existentes entre piedad, terror y mentira en la Alemania trastornada por el terrorismo y su represión. Toda reelaboración, comentario y reposición es una interpretación del nudo central de la tragedia, el conflicto entre la ley del estado – en este caso representada por el decreto de Creonte, que prohíbe dar sepultura al cadáver de Polinice, muerto mientras luchaba contra su ciudad y su patria – y las "leyes no escritas de los dioses", el mandamiento ético absoluto que le impone a Antígona la obligación de enterrar al hermano caído en la guerra fratricida, de observar la eterna ley del amor fraterno y universal y la pietas debida a los muertos, ley que ningún derecho positivo puede infringir sin perder con ello su legitimidad.

Ciertamente, Antígona no es sólo eso; es también, como observa Steiner, una suma de rodas las relaciones y los conflictos humanos esenciales: entre vejez y juventud, sociedad e individuo, mundo de los vivos y mundo de los muertos, hombres y divinidad, ethos masculino y femenino, amor y sacrificio, esfera de la intimidad privada y su profanación pública, martirio del corazón expuesto en la plaza pública.

Antígona se opone sobre todo a Creonte, pero también – en una relación de íntima unión sentimental y al mismo tiempo de radical diversidad de ánimo – a Ismene, la hermana dulce como ella pero temerosa ante la transgresión de la ley y sus consecuencias, y a Hemón, el hijo de Creonte que la ama y al que ella ama también, pero a cuyo amor le está prohibido abandonarse, porque su piedad la consagra a la muerte y al reino de los muertos. Además, Antígona, con su sacrificio, purifica y redime la cadena de culpas de su estirpe, descendiente de los dientes del dragón que mató Cadmo, hasta el parricidio y el incesto de Edipo. Pero Antígona es, también y en primer lugar, "hermana" – con esta palabra da comienzo la tragedia -, es decir, figura de ese vínculo fraterno que desempeña un papel tan intenso en la historia de la civilización – desde los albores al triángulo filadélfico del Pietismo, desde el culto clásico de la amistad al romántico, desde la Orestea a Edda o a La canción de los Nibelungos – contraponiéndose o sobreponiéndose cada vez a la relación amorosa y a la relación vertical entre padres e hijos.

Pero la Antígona es, en primer lugar, el conflicto entre Antígona y Creonte, entre las dos leyes que, encarnadas en sus respectivas personas, se enfrentan. Incluso sin llegar a la exaltación de Creonte realizada recientemente por Bernard-Henry Lévy, quienes más se han conmovido ante la grandeza espiritual de Antígona, han subrayado también, como observa Steiner, que Creonte no es sólo un tirano, porque si así fuera, dice Heidegger, no sería siquiera digno de ser contrapuesto a la heroína. Hegel, turbado como estaba por la sublime figura de Antígona, ve sin embargo en su rebelión contra el orden de Creonte no sólo un mandamiento universal, sino también un culto de la familia y de los vínculos de sangre y por lo tanto un culto subterráneo, inferior, una moral personal y privada a la que el Estado no puede someterse, sino que, aun tributándole un honor religioso, el Estado debe someter a su más alta y objetiva realización de lo universal humano; la familia no puede sobreponerse al Estado sin provocar una regresión tribal.

Tragedia no significa, desde este punto de vista, contraposición del bien y el mal, de una pura inocencia a una culpa truculenta, sino que es un conflicto en el que no es posible asumir una posición que no comporte inevitablemente, incluso en el heroísmo del sacrificio, también una culpa. La grandeza de Antígona, para Hegel infinitamente superior a Creonte, estriba en el hecho de que ella, a diferencia de éste, sabe que su altísima opción es también culpable, mientras que Creonte lo ignora, por lo menos hasta que la desventura lo arrastra también a él. Hay que añadir que la pietas de Antígona se convierte en un valor universal – como en realidad sucede en la tragedia de Sófocles, casi como en una respuesta por anticipado a las críticas de Hegel – sólo si se extiende de los hermanos se sangre a todos los hombres concebidos como hermanos, superando así todo ethos tribal – nacional.