El arte moderno ha asumido, en su mismísima estructura formal, la disonancia de la condición humana y ha rechazado toda plenitud artística, considerándola falsa con respecto a la existencia, de la misma forma que sería falsa una tersa estatua neoclásica de la Víctoria erigida para celebrar la derrota del nazismo después de Auschwitz. No sólo las obras más arduas y difíciles, como las de Joyce y Beckett, sino también las aparentemente más accesibles pero igualmente radicales en su representación del desencanto y la nada, como La educación sentimental de Flaubert, han rechazado toda profesión retórica de noble y fácil humanidad. La literatura que dice las verdades más radicales acerca de la condición existencial e histórica es la de la negación y el rechazo, la que hace hincapié en el malestar de la civilización y en la laceración misma del yo individual, ya no se trata de que Su Majestad el yo promulgue bandos de Gobierno, sino de un yo cada vez más escindido y fragmentado, reducido a una provisional y oscilante encrucijada de eventos y sensaciones, poco más que el sedimento dejado por una tradición y una historia que se han volatilizado.
El escribiente Bartleby, el inmortal protagonista del relato homónimo de Melville, responde a cada petición, orden u ofrecimiento: "Preferiría no hacerlo, señor." En este firme y extremo no, parecido a la renuncia de los personajes kafkianos, hay un amor a la vida más profundo que cualquier fácil consenso, un amor que se expresa en la soledad, en el silencio, en una anarquía que es tanto más radical cuanto más tímida y remisa. También la ironía puede esconder y revelar juntamente el abismo, como la leve, diabólica y vertiginosa ironía de Svevo, una de las miradas más inexorables que se han dirigido a la Medusa. El sentido de la literatura es, hoy más que nunca, la liberación de los falsos ídolos, de todo aquello que pretende suplantar falsamente a los auténticos valores. Como dicen los célebres versos de Montale: "Eso es sólo lo que hoy podemos decirte, / lo que no somos, lo que no queremos". Lo que se dice en el Evangelio a propósito de la palabra de Jesucristo vale también para la literatura: tampoco ésta trae la paz, sino la espada; ha venido a separar al hijo del padre y al hermano de su hermano, a esparcir inquietud, a poner en entredicho todo orden social y político. Botero, el teórico de la Razón de Estado, decía que las letras no son útiles al Príncipe – es decir al Estado – porque llevan a la melancolía. Acto de comunicación y por consiguiente acto social por excelencia, la literatura tiene también un irreductible núcleo antisocial, como bien sabía Platón; a menudo políticamente comprometida, la literatura es también sabotaje de cualquier proyecto político.
En su negativa, la literatura puede decir un apasionado sí a la cálida vida, como la llamaba Saba. Es liberatoria justamente porque está libre del principio de no contradicción; puede decir verdades antitéticas, porque no formula juicios teoréticos ni mucho menos proclama ideologías, sino que expresa experiencias y por lo tanto puede expresar la fe en Dios y su negación, pues cada individuo, en la odisea de su vida, puede tener experiencia de ambas y la literatura cuenta esa experiencia, sin dejarse apresar por la formulación de un credo. En los relatos de Singer se dan la mano la epifanía de la fe y la de la nada más radical y no es posible saber si Singer es o no creyente.
Todo escritor conoce bien, advierte físicamente, la diferencia que existe entre lo que él escribe personalmente, para expresar su posición o su juicio sobre algo, y lo que dice hablando a través de sus personajes o de sus paisajes, escuchando lo que le sugieren y lo que tal vez hasta ese momento ignoraba tener dentro de sí. En la literatura todo es metáfora, algo que dice algo distinto; un no puede ser un sí y ésa es su libertad, su ángulo de trescientos sesenta grados abierto al mundo. En la literatura no cuentan las respuestas dadas por un escritor, sino las preguntas que éste plantea y que son siempre más amplias que toda respuesta por exhaustiva que ésta pueda ser. También en la vida, por lo demás, las personas que cuentan para nosotros no son tanto las que comparten nuestras respuestas acerca de las cosas últimas, cuanto las que se plantean nuestras mismas preguntas en torno a esas cosas.
La literatura tiene su férrea necesidad, pero ama el juego. La necesidad suprapersonal sobrepasa a menudo el deseo y la voluntad del propio autor; a veces se quisiera decir algo por lo que tenemos mucho interés pero que el texto nos rechaza, o bien callar algo que el texto nos exige. En la fábula La radura [El claro del bosque] de Marisa Madieri, la pequeña Dafne quería contar sus vicisitudes personales eliminando el episodio del mirlo devorado por una serpiente, que perturbaba su encanto del mundo, pero se da cuenta de que no puede hacerlo.
La literatura ama sin embargo el juego, la libertad de inventar la vida como el barón de Munchhausen, de hacer incluso a la tragedia ligera como un globo de colores que se escapa de la mano y se va volando por su cuenta. Los poetas saben esconder la profundidad en la superficie, decía Hofmannsthal, disimular los abismos más inquietantes en la levedad de la sonrisa y de lo aparentemente fútil, como sucede en Sterne, haciendo sentir de este modo todavía más intensamente los vértigos de esa oscura vorágine. La literatura inventa el lenguaje, contraviene la gramática y la sintaxis, pero creando un nuevo orden; crea palabras, casi volviendo cada vez al origen de la vida, como Joáo Guimaráes Rosa en su Gran Sertón. Esta desenfadada libertad es quizás su mayor don.
Hay una irresponsabilidad que la literatura reivindica como su derecho inalienable y que protege de la insoportable seriedad de la vida, de sus deberes y sus atosigamientos, recordando que es necesario asistir a clase, pero también hacer novillos. La literatura nos enseña a reírnos de lo que se respeta y a respetar aquello de lo que nos reímos, como sucede en el colegio con algunos profesores venerados a los que se les toma el pelo con una cariñosa ironía y autoironía que es lo contrario del escarnio acre y presuntuoso. Esta resuelta soltura de la persona es una actitud clásica y la clasicidad hace libres, como dice un personaje de Fontane, el gran narrador prusiano del siglo XIX, porque proporciona un sentido del espesor y de la complejidad, pero también del absurdo y la vanidad de las cosas, enseñando a aceptarlas y a amarlas sin idolatrarlas.
Entre las muchas razones para estudiar las literaturas y las lenguas clásicas, no es la última lo gratuito de esas lenguas muertas, de sus perifrásticas, de sus subjuntivos y de todos esos esse videatur que parecen no servir para nada y que tal vez por eso mismo ayudan a comprender a los hombres con desilusionada benevolencia y sobre todo enseñan, con el orden del lenguaje, la moral correcta. Muchas barrabasadas nacen cuando se hacen chapuzas con el lenguaje y se pone el sujeto como acusativo o el complemento directo como nominativo, enredando los papeles y confundiendo las víctimas con los culpables, aboliendo distinciones y jerarquías en un embaucador revoltijo de conceptos y sentimientos que deforma la verdad. Tal vez, si aprendemos lo gratuito de todas esas proparoxítonas y properispómenas, o de aquel bendito paradigma del verbo hystemi, lo demás se nos dará por añadidura.