Para Hölderlin, que traduce y reescribe a Sófocles con unos resultados de incomparable potencia poética, Antígona es la tragedia del encuentro entre lo divino y lo humano, encuentro que supone una altura suprema pero también una lucha devastadora y en el que fatalmente el hombre, ser limitado, trasciende y rompe destructivamente sus límites, desencadenando así una fuerza vital ilimitada – "aórgica", como la llama el poeta – que, en el enfrentamiento con el orgánico, terrible y a la par salvífico orden divino, le conduce a la autodestrucción. Las edades revolucionarias constituyen un aspecto histórico de esta tragedia liberadora y destructiva, en la que la redención que el héroe individual trae al mundo, abatiendo el viejo orden opresivo e instaurando o por lo menos haciendo vislumbrar un orden nuevo y espiritualmente superior, comporta una culpa que el redentor-culpable debe pagar con la muerte.
La tragedia es pues conflicto entre ley, Gesetz, e imperativo moral, Gebot, cada uno de los cuales tiene su valor. Pero Antígona es la tragedia, perennemente actual, del tener que elegir entre esos – dos valores, con todas las dificultades, los errores y también las culpas que esa elección, en sus concretas circunstancias históricas, comporta. La ley positiva, por sí misma, no es legítima, ni siquiera cuando nace de un ordenamiento democrático o del sentimiento y la voluntad de una mayoría, si atropella a la moral; por ejemplo una ley racista, que sancione la persecución o el exterminio de una categoría de personas, no será justa aunque venga aprobada democráticamente por una mayoría en un parlamento regularmente elegido, cosa que podría ocurrir o ya ha ocurrido.
Una violencia infligida a un individuo no es justa por el mero hecho de que el así llamado sentimiento común la apruebe, como quisiera hacernos creer cierta sociología mal entendida. El antisemitismo en Alemania en la época del nazismo o la violencia contra los negros en Alabama correspondían ciertamente al sentimiento de una amplia, quizás amplísima parte de las poblaciones de esos países, pero no por ello eran justas. A veces puede ser verdad lo que grita el doctor Stockmann en El enemigo del pueblo de Ibsen: "La mayoría tiene la fuerza, ¡pero no la razón!" Y entonces hay que obedecer a las "no escritas leyes de los dioses" a las que se atiene Antígona, aunque dicha obediencia – o sea desobediencia a las inicuas leyes del Estado – pueda acarrear consecuencias trágicas.
Llegados a este punto surge una pregunta terrible, trágica a su vez: ¿cómo sabemos que esas leyes no escritas son efectivamente de los dioses, o sea son principios universales, y no en cambio arcaicos prejuicios, ciegas y oscuras pulsiones del sentimiento, condiciones de quién sabe qué vínculos atávicos? Estamos justamente convencidos de que el amor cristiano hacia el prójimo, los postulados de la ética kantiana que exhorta a considerar a todo individuo siempre como un fin y nunca como un medio, los valores ilustrados y democráticos de libertad y tolerancia, los ideales de justicia social, la igualdad de los derechos de todos los hombres en todos los lugares de la tierra son fundamentos universales que ningún Creonte, ningún Estado puede violar. Pero sabemos también que a menudo las civilizaciones – incluida la nuestra – han impuesto con violencia a otras civilizaciones unos valores que ellas consideraban universales humanos y que en cambio no eran sino el producto secular de su cultura, de su historia y su tradición, que era simplemente más fuerte. Cuando un Dios habla a nuestro corazón, hay que estar preparados para seguirle a toda costa, pero sólo después de habernos preguntado con la máxima lucidez posible si quien habla es un Dios universal o bien un ídolo de nuestros oscuros remolinos interiores. Si la mayoría no tiene razón, como grita Stockmann, es fácil caer en la tentación de imponer por la fuerza otra razón, que a su vez sólo tiene la fuerza de su parte. La desobediencia a Creonte comporta a menudo tragedias no sólo para quien desobedece, sino también para otros inocentes, arrastrados por las consecuencias.
La tragedia, pero también la dignidad humana, consiste en el hecho de que no hay una respuesta preconstituida a este dilema; lo único que hay es una difícil búsqueda, no exenta de riesgos, incluidos los morales. Todos sabemos que es ilícito imponer y prohibir por la fuerza la profesión de una fe religiosa, imponer o impedir fusil en mano ir a la iglesia, pero ante el seguidor de una secta que querría dejar morir a su hijo antes que hacerle una transfusión de sangre, estamos listos para intervenir e imponer por la fuerza esa transfusión de sangre que salve a su hijo; creemos – quizás en este caso sabemos – que estamos actuando justamente, pero sabemos también que esa intervención es el primer paso en un camino que podría llevarnos al final a imponer todas nuestras convicciones morales por la fuerza.
No nos podemos sustraer a la responsabilidad de optar por los valores universales y comportarnos en consecuencia; si se renuncia a esta asunción de responsabilidad, en nombre de un relativismo cultural que pone cualquier actitud en el mismo plano que cualquier otra, se traicionan las "no escritas leyes de los dioses" de Antígona y nos hacemos cómplices de la barbarie. Pero hace falta darse cuenta de lo pesada y trágica que es esa responsabilidad y de lo difícil que es resolver esa contradicción. Todorov ve en Montesquieu una vía intermedia ideal entre el justo relativismo cultural, respetuoso con las diversidades, y el quantum necesario de universalismo ético sin el que no es pensable una vida política, civil y moral.
Se trata de una vieja cuestión y a la vez de la más actual de hoy en día, de nuestra época dramáticamente llamada, como ninguna otra antes, a conciliar la fe en lo universal con el respeto de las diversidades. Una vez más, Antígona, tras dos mil quinientos años, habla a una generación de su presente, nos habla a nosotros de nuestro presente. El derecho natural, con sus inviolables principios universales, se contrapone a la norma positiva injusta; la legitimidad niega a la legalidad inicua. El Estado es un servidor del bien común, y cuando por el contrario lo oprime, la obediencia a sus leyes injustas se convierte en una culpa – en un pecado, como dirían los teólogos – y la rebelión en un deber. Pero para no caer en otra culpa, o sea, para no desbaratar la legalidad – insustituible tutela civil y democrática del individuo – con una legitimidad que, justamente por lo vaga y jurídicamente infundada que es, no sería más que una ideología potencialmente totalitaria como toda ideología, hay sólo un camino, recuerda Norberto Bobbio: luchar para crear una legalidad más justa sin limitarse a contraponer las "voces del corazón" a las normas positivas, sino haciendo que esas voces del corazón se conviertan en normas, en nuevas normas más justas, transformándolas y sometiéndolas a la comprobación de la coherencia lógica y de las repercusiones sociales; comprobación propia de toda norma y de su creación.
Un eminente jurista, Tullio Ascarelli, veía en Antígona no una abstracta contraposición de la conciencia individual frente a la norma jurídica positiva, del individuo particular frente al Estado, sino la lucha de la conciencia para traducirse en normas jurídicas positivas más justas, para crear un Estado más justo. Creonte, al final, asume conscientemente que su ley es inicua y se siente preparado – aunque demasiado tarde – para cambiarla. Las "no escritas leyes de los dioses" van escribiéndose en leyes humanas más justas, aunque su transcripción sea interminable y a cada ley positiva la conciencia oponga la exigencia de una ley mejor. La tragedia no radica en que ese proceso sea interminable, esa perenne perfectibilidad suya es si acaso su gloria; hay más bien muchas razones para temer que el progreso se interrumpa y que temibles recaídas inhumanas hagan retroceder a la historia, que no garantiza a priori ningún progreso, a la barbarie, la civilización a la ferocidad, la convivencia al odio. La tragedia es que los pasos hacia adelante de la humanidad exigen asimismo el sacrificio de innumerables Antígonas, que también hoy continúan enterrando a hermanos, hijos, padres o compañeros tronchados por la violencia de los hombres.