La ambigüedad de la película de Oshima, que no es ajena a la nitidez de los problemas esenciales, está implícita en el mismo hecho de que la crueldad de los soldados japoneses está representada por un artista japonés. Cautivado por la perfecta imparcialidad del relato, el espectador se percata de que – si no resiste, como el oficial inglés, al odio generalizado – terminará por odiar a todo japonés que se le ponga por delante, y por lo tanto también a Oshima, el autor que muestra esa crueldad.
Éste sabe provocar una verdadera catarsis, como los trágicos griegos según Aristóteles; su película muestra a la luz del día y desactiva, diluyéndola, la violencia de los japoneses y la del odio antijaponés. En este sentido la película es una fábula que narra e ilumina los meandros de cualquier conflicto que desgarre a los hombres.
Con la equidad del narrador épico, Oshima se niega a salir del paso fácilmente, atribuyendo la violencia sólo a determinados individuos; él sabe perfectamente que algunas formas de violencia son el resultado de toda una civilización y que éstas la ponen en entredicho. En los malos tratos infligidos a los prisioneros no se reflejan solamente los excesos de algunos soldados, sino el ethos, la forma, el rito de toda una civilización, su sacra familiaridad con la crueldad y la muerte. No podemos sustraernos a la confrontación con esa civilización en su conjunto, al dilema entre el deber de respetar sus leyes más íntimas – con el riesgo de justificar incluso la violencia – y el deber de juzgar esas leyes y lo que éstas comportan para los hombres, exponiéndonos a violentarlas en nombre de nuestros propios valores y costumbres, con la arrogante convicción de poder erigirnos en jueces de esa civilización en nombre de la nuestra.
Pero el protagonista de la película, el prisionero inglés al que acaban dando muerte al final, se acuerda de una vieja culpa suya y de los crueles ritos de iniciación de los novatos en un college inglés. En esa brevísima escena queda indeleblemente evocada una brutalidad que pertenece, también ella, no sólo a algunos individuos, sino a una civilización, a una tradición – en este caso a la inglesa. Esa obtusa violencia – consagrada también, como la otra, por los siglos, los recuerdos, la autoridad de la tradición – podría dar pábulo a una víctima, a un espectador, a odiar – a odiar, en este caso, igual de absurda y bárbaramente, a todos los ingleses; ese abuso goliardesco deja ver las crueldades que mancillan también a la civilización occidental.
No hay nada tan ambiguo como una tradición heredada del pasado, porque en ella se trenzan valores y aberraciones, cortesía y violencia, fidelidad al recuerdo de los padres y obediencia a las infamias que éstos perpetraron y dejaron en herencia. Oshima sabe representar magistralmente, con despiadada lucidez y a la par con respeto, esa coexistencia de cortesía y violencia, que en la película está encarnada sobre todo por la figura del comandante del campo y su pasión homosexual por el prisionero, esbozada con una delicadeza y una discreción que hacen de esta película uno de los mejores relatos de amor homosexual, una de las pocas obras de arte que plantean con auténtica profundidad el problema de esa pasión.
Toda tradición tiene su nexo entre cortesía y violencia, sus dioses. Oshima parece querernos recordar el respeto por los dioses ajenos, pero también insinuar la sospecha de que muchos de los dioses extranjeros pueden ser ídolos bárbaros al igual que otros tantos fetiches de casa; que el ethos del samurai puede esconder una vulgaridad ritualizada como la del antiguo college. A las tradiciones, a las costumbres, a las leyes escritas en los códigos o los ritos hay que oponerles, cuando traen aparejadas ofensas a la humanidad, las no escritas leyes de los dioses, como Antígona. Naturalmente no es fácil distinguir este mandamiento universal de una conciencia que habla en nombre de la humanidad, en nombre de la arbitrariedad de un sentimiento subjetivo, que nace de un mero estado de ánimo y pretende imponerse a todos. El mal, se dice al final de ¡Feliz Navidad, mister Lawrence!, deriva de la presunción de ser justo. Pero la condena de esta violencia dogmática, que ofende al hombre, remite a su vez a una exigencia universal de respeto a los demás, que se siente como medida absoluta de la acción.
En la última escena de la película, el japonés condenado a muerte por crímenes de guerra – pero tal vez, sugiere Oshima, sólo porque los que han vencido son los otros – desea "feliz Navidad" en la lengua de su enemigo; estas palabras, aprendidas y dichas a duras penas en la lengua de quien le está dando muerte, están ya más allá de toda lógica de la violencia y la venganza.
1984
LA BOLSA DE LOS VALORES
Es inevitable un cierto azoro cuando se habla de valores, sobre todo si se hace en un sentido general; con los valores ocurre un poco lo que le ocurría a San Agustín con el tiempo, que decía saber muy bien lo que era mientras no se lo preguntaban, pero que en cuanto le pedían que diera una definición dejaba de saberlo. La dimensión más auténtica de los valores es aquella en la que no es necesario declamarlos ni hacer alarde de ellos, sino que éstos descienden a la existencia cotidiana, se viven a fondo y se traducen en el modo de ser y actuar. Los valores, como enseñó de una vez por todas Max Weber, no se pueden demostrar, sino sólo mostrar; precisamente por eso, como bien sabía el mismo Weber, son el elemento fundamental, lo más importante de la vida – o, como decía, el demonio de la vida de cada uno -, y se falsean fácilmente en las declaraciones programáticas, que caen con facilidad en la retórica o el sermón.
Se oyen muchas quejas sobre una Europa sólo monetaria, carente de alma. Es dudoso que el alma pueda contraponerse a la moneda, como si hubiese una antítesis entre el espíritu – sea lo que sea lo que se entienda por este término – y la economía; el espíritu – que orienta la vida y la acción según valores asumidos como fundamentales – es auténtico sólo si se traduce en el modo de ser y de obrar, si se convierte por lo tanto también en un modo de ver y de hacer economía, de darle sentido. Es obvio que hay que reivindicar los valores – y su exigencia – en una cultura que, cada vez más, considera la vida únicamente en términos de necesidad, eficiencia, utilidad; pero incluso en este caso, no hay que contraponer los valores a las necesidades, sino que los valores tienen que inspirar la forma en que se considera a las necesidades, en que se las satisface, o bien se las sacrifica a algo superior a ellas. A la Europa de después de Maastricht le hace falta la conciencia y la defensa del principio del valor, de esa exigencia de valores universales que constituye, desde hace más de dos milenios, la esencia de la civilización europea.
Este principio está amenazado tanto por la creciente nivelación de las diversidades, de las peculiaridades individuales, como por su salvaje atomización, que idolatra y aísla las diversidades en una negación de toda universalidad. Los crecientes contactos entre pueblos y culturas distintas, que provocan difíciles problemas pero constituyen un vital enriquecimiento, podrán dar lugar a situaciones difíciles, en las cuales la elección entre el debido relativismo cultural y la afirmación de valores irrenunciables – las no escritas leyes de los dioses – podrá plantearse de forma dramática. Muchas diversidades – de usos, costumbres, tradiciones – pueden y deben ser superadas, contra toda estólida cerrazón, en un diálogo fraterno, al calor de los valores que trascienden las diversidades en una común universalidad. Pero podrán, pueden, darse situaciones en las que algunas culturas, grupos o individuos proclamen, sientan como valores irrenunciables para ellos lo que para otros puede parecer inaceptable o inhumano.