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La democracia, que es hija de la tradición europea y constituye su esencia, estriba en el continuo esfuerzo, que no llega nunca a conclusiones definitivas, de distinguir entre posiciones contrapuestas, incluso duramente contrapuestas, pero con el mismo derecho a expresarse y enfrentarse libremente, y posiciones que, dolorosa pero necesariamente, no hay otro remedio que excluir de ese diálogo y esa confrontación libres; de la misma forma que hay que permitir a una formación política que propugne la estatalización o bien la liberalización en el campo económico, pero no se puede permitir que propugne la violencia racista. En la sociedad multiétnica y multicultural del futuro, con la que Europa siempre se las tendrá que ver, será cada vez más necesario, precisamente para mantener lo más abierto posible el espíritu de diálogo y de fraterna aceptación respecto a las diversidades, establecer un irrenunciable quantum de universalismo ético, no sacrificable en ningún caso.

Entre los elementos que no podrán seguir sin ser básicos, so pena del declive de la propia civilización europea en el sentido fuerte de la palabra, están el sentido del valor primario del individuo y la racionalidad. En sus más diversas formas, la civilización occidental se ha fundado siempre sobre este sentido del valor primario del individuo, contrapuesto a la totalidad que propugnan otras tradiciones. Se trata de una visión que encontramos – por poner sólo algunos ejemplos – en los estoicos y en su derecho natural, en el concepto cristiano de persona, en las garantías elaboradas por el derecho romano y así sucesivamente hasta llegar a las grandes conquistas del liberalismo, la democracia y el socialismo, formas distintas pero con el denominador común del acento puesto en el individuo, en su valor insuprimible, en la necesidad de tutelarlo. Las transformaciones sociales, que han creado y crean tantas libertades, corren el riesgo también, paradójicamente, de poner en peligro este valor insuprimible del individuo. También parece estar en peligro, a pesar de la creciente racionalización técnica, la racionalidad, hostigada por un cada vez más difuso irracionalismo, por un amasijo de ocultismo y superstición.

Es necesario un pensamiento antiidólatra, un pensamiento fuerte capaz de establecer jerarquías de valores, de elegir y por consiguiente dar libertad, de proporcionar al individuo la fuerza de resistir a las presiones que le amenazan y a la fábrica de opiniones y eslóganes. No en vano el totalitarismo blando y coloidal del poder de los medios de comunicación está confiado a gelatinosas ideologías débiles, que dejan al individuo inerme a merced de las fuerzas anónimas que lo mangonean, despojándole de esa astucia de serpiente (esa conciencia de los conflictos) sin la que, como está escrito en el Evangelio, no cabe siquiera una auténtica simplicidad de paloma.

Sólo una jerarquía de valores puede impedir que el Yo individual pierda su unidad y solidez y se diluya, como decía Nietzsche – alegrándose de ello, desde su punto de vista, u obligándose a alegrarse -, en una "anarquía de átomos, en una multiplicidad de núcleos psíquicos y pulsiones que ya no caen prisioneros en la rígida coraza de la individualidad y la conciencia. Hoy en día la realidad, cada vez más virtual, es el escenario de esta posible mutación del Yo.

Este Yo que ya no es un individuo – el cual construye su persona sobre valores – sino un pulular centrífugo e indistinto, puede comportar desde luego una mayor flexibilidad en el reconocimiento de las libertades ajenas, pero comporta asimismo el riesgo de aguar esa libertad en la indiferencia, de equiparar cada cosa con cualquier otra, en una especie de bazar indiferenciado en el que la paridad se convierte en una caricatura de sí misma, corno si, por ejemplo, la solidaridad y el racismo fueran facultativos. Por supuesto, un bárbaro dogmatismo ideológico o religioso no es el mejor modo de afrontar este peligro; la única respuesta es la continua, humilde y adogmática búsqueda de jerarquías de valores. La industria cultural parece abolir cada vez más estas jerarquías, estas diferencias entre órdenes de valores. Pero esa montonera – que pone en el mismo nivel a Kant y la basura de las misas negras – no toma nunca partido sino que pone, como ocurre en los periódicos, una "opinión" al lado de la otra; es lo contrario del diálogo y el encuentro entre personas y mundos distintos. La fábrica de la opinión sólo aparentemente deja hablar a todos, porque neutraliza y elide las contradicciones reales en un coro sustancialmente monótono, que canta más o menos la misma canción y no permite que se la ponga de veras en entredicho.

Se trata de una homogeneización gelatinosa, en la que las diversidades y las individualidades desaparecen, donde cualquier cosa parece intercambiable con cualquier otra y pierde sus propios rasgos. Este mundo – que en ciertos aspectos parece ser el mundo del futuro, por lo menos para Occidente, un mundo en el que todo está permitido, desde la falta de corrección gramatical a la profanación – no tiene nada que ver con las verdaderas mezclas y revocaciones de jerarquías con las que los grandes poetas, los fundadores de religiones o los revolucionarios políticos han abatido siempre las barreras entre los hombres y las culturas.

Otro de los valores que hay que defender, o quizás que recuperar, es el sentido del Estado. Giuliano Amato ha llamado acertadamente la atención acerca de la función insustituible de los Estados, contra la retórica actual de los localismos que desea su disolución de forma cada vez más visceral y furibunda. Cuando en la adolescencia leemos Los tres mosqueteros y nos enamoramos va para siempre de esas aventuras que se suceden con la ligereza del viento, uno, faltaría más, no se pone de parte de los guardias del Cardenal, obedientes a una tenebrosa Razón de Estado, sino de la valentía y lealtad de D'Artagnan o de Athos. Y sin embargo el cardenal Richelieu, que urdió efectivamente esas tramas, estaba construyendo por entonces un Estado moderno, con sus leyes supera – doras del egoísmo de los distintos cuerpos sociales, y aplastando el arrogante poder de los señores feudales, que querían mantener sus orgullosos privilegios y defender la desigualdad contra la ley. Richelieu, que prohíbe el duelo, impidiendo a los nobles tomarse la justicia por su mano entre ellos, representa el triunfo del derecho sobre la barbarie tribal, reservando sólo al Estado el ejercicio de la fuerza para reprimir los delitos y tutelar a los débiles, en caso contrario a merced de los poderosos.

El Estado moderno, que nace autoritario, irá poco a poco evolucionando – por influjo también de otras tradiciones políticas, especialmente inglesas – hacia formas liberales y democráticas, que tendrán que afirmarse contra sus estructuras autoritarias y absolutistas, pero que no podrían existir sin la formación de la unidad estatal en perjuicio del anárquico particularismo feudal. Los países que llegan con retraso a esta unidad, como Alemania, sufren sus nefastas consecuencias y se convierten en más fáciles presas de las dictaduras.

Hoy la aversión por los guardias del Cardenal, tan inferiores en los duelos con los intrépidos mosqueteros, es todavía más fácil, porque asistimos a una descomposición y desvalorización del Estado, que no tiene nada que ver con la crítica del Estado social, con la que se confunde arbitrariamente. También ésta es con frecuencia ambigua, porque hace un batiburrillo de tres planos sustancialmente distintos. Una cosa es oponerse a las degeneraciones del Estado social, como las pensiones adjudicadas – por superficialidad o estafa – a falsos inválidos y demás parasitismos. Estas críticas, por sí mismas, no niegan al Estado social, de la misma forma que denunciar a un policía corrupto, brutal o ineficaz no supone negar la necesidad de la policía.

Y otra cosa distinta es medir, con la debida responsabilidad, los límites materiales más allá de los cuales, en la situación y el momento en que nos encontramos, no se puede ir en lo tocante a la asistencia a los ciudadanos, sin caer en una demagogia nefasta para todos. Este sentido del límite – y la disponibilidad para franquearlo cuando sea concretamente posible – tampoco es un rechazo del Estado social. Pero otra cosa bien distinta – y ésta sí que implica su programática negación – es afirmar que cada uno debe pensar sólo en sí mismo y que si alguien muere de hambre a mi lado no hay por qué plantearse cuánto es legítimo desembolsar para ayudarle, sino simplemente dejar que cada uno vaya por su camino y él hacia su muerte. Esta posición tiene orígenes muy antiguos, desde cuando Caín decía enojado: "¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?"