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En este clima cultural es cada vez más difícil definirse de una forma concreta, o sea limitada, elegir una cosa y excluir otras. Si se es cristiano, no se es budista, y viceversa, aunque se veneren como es debido, en ambos casos, la altísima enseñanza de Jesucristo y de Buda y se aprenda mucho de sus ejemplos. Sólo se respeta una concepción del mundo si se la toma en serio hasta el fondo, si nos enfrentamos con rigor a la verdad que anuncia o a nuestra capacidad o incapacidad de seguirla realmente. Declararse atolondradamente musulmanes o cristianos – o tal vez ambas cosas – al calor de un superficial impulso sentimental y pretender diluir o fundir las diferencias de esas religiones en una salsa privada significa ofender su seriedad y dignidad. Lo que una filosofía y una fe propugnan es una unidad orgánica, no una ensalada donde cada uno de sus ingredientes sea facultativo, algo que se puede tomar o no según capricho. Ahora en cambio todo parece ser "facultativo", elemento aceptable o rechazable al gusto de uno sin que ello comporte la alternativa entre una adhesión o un rechazo de conjunto. La New Age, por poner un ejemplo, es una típica expresión de esta actitud vagamente espiritualista que picotea de aquí y de allí en los platos del Absoluto, batiéndolo todo luego en una bienintencionada papilla del corazón.

Este sincretismo exasperado es típico de los momentos de transición de una civilización a otra; no es casual que floreciera exuberante al final del Imperio romano y de la civilización antigua – época a la que la nuestra se parece cada vez más -, cuando prosperaban cultos supersticiosos de todo tipo y se fabricaban nuevos ídolos con los fragmentos de los agrietados dioses de todos los panteones. Aquella disolución encontró, entonces, en el cristianismo una nueva idea – fuerza capaz de dar sentido y unidad a lo real. Hoy en día no es posible saber si se podrá recomponer una unidad y qué idea del mundo podrá hacerlo; el mismo cristianismo, por primera vez, corre un fuerte peligro de desaparecer definitivamente.

La tendencia a reducirlo todo a algo facultativo es una defensa frente al trastorno de un mundo en el que objetivamente es cada vez más difícil decir qué es lo necesario y sustancial. Este nuevo sincretismo es distinto del sincretismo universal practicado desde siempre por todos, que ha hecho y hace suyas tanto la desesperación de Hamlet como la risa de los amantes de Boccaccio o la leticia de San Francisco. Cada uno toma, legítimamente, muchas cosas, incluso distintas y hasta opuestas, de todas partes, porque la vida no es dogma ni sistema, pero sólo se hace justicia a su creativa contradicción si se distinguen y respetan las diversidades en contraste, no si se las pasa por la batidora para obtener un confuso batiburrillo.

Toda elección ética concreta hunde sus raíces en el imprevisible caos de la existencia, en las vivencias de ese momento y ese individuo en concreto, pero ello no significa adecuar de antemano, cada vez, una ley moral a la situación. La ética existencial – ha escrito, en su defensa, el gran teólogo católico Karl Rahner – tiene apasionadamente en cuenta la irrepetible concreción de cada experiencia, pero es distinta de la pasiva y conformista ética de la situación, que se adapta simplemente a esta última. Simone Weil tenía una fe ardiente, pero algunas dudas acerca de ciertas afirmaciones de la Iglesia – ni siquiera fundamentales, pero tampoco facultativas – la llevaron a detenerse ante el umbral de ésta y a abstenerse, por respeto, de los sacramentos. Una actitud como ésta es mucho más religiosa que la de quien comulga sin saber siquiera si ha observado o no las normas prescritas para acercarse a la Eucaristía.

Lo facultativo inspira, como es obvio, sobre todo las opciones morales, porque es particularmente cómodo elegir a placer entre los mandamientos y las prohibiciones; un eunuco aceptará convencido y con gusto las prohibiciones ascéticas y un rígido puritanismo, un borrachín suprimirá la gula de la lista de los pecados capitales y ningún evasor fiscal relacionará su forma de actuar con el séptimo mandamiento que impone no robar. La esfera de lo facultativo se extiende cada vez más, engloba un territorio tras otro. Ha invadido y está progresivamente invadiendo también el ámbito de la ley, de lo que impone – o tendría que imponer – con ineludible necesidad el Código Penal.

Las recientes vicisitudes, más o menos – en realidad siempre menos, es más, bastante poco – misteriosas en relación a los secuestros de personas, se relatan y comentan de una forma que, poco a poco, borra la distinción entre comportamientos lícitos e ilícitos o bien la achaca a la casualidad de la situación y al estado de ánimo, como aguando progresivamente el concepto mismo de delito en sus distintas gradaciones y especificaciones, definidas no ya por la certeza del derecho, sino por la precariedad de las circunstancias y los sentimientos. La zona moralmente gris – otra palabra que tiene mucho éxito y que se repite como una cantilena psicodélica – se extiende como una mancha de aceite y en la zona gris nada es debido o prohibido, sino que todo es facultativo, esto es lícito.

En lugar de los confidentes de otros tiempos, a los que se les perdonaban algunos pecadillos a cambio de útiles soplos, ahora tenemos a "familias" de señores del crimen con las que el Estado "trata" casi de igual a igual, como en las negociaciones entre Estados soberanos, confiriéndoles de este modo credibilidad y legitimidad; toda cuestión tratable es, por definición, algo facultativo. Se marchita cualquier "tú debes" y "tú no debes"; el mismo secuestro se transforma imperceptiblemente, no suscita la execración que suscitaba y tendría que suscitar siempre, sino que acaba por parecer casi como una actividad anómala y criticable pero en cualquier caso, quién sabe, a lo mejor comprensible en ciertas situaciones, ya que la sociedad es inicua, la vida compleja, el corazón confuso y juzgar es siempre difícil. A este paso, dentro de algunos años la Anónima Sequestri* bien podra convertirse en una sociedad por acciones con cotización en Bolsa.

Las discusiones sobre la justicia son también cada vez más aberrantes; en lugar de girar en torno a problemas urgentes y concretos (la aceleración de los procesos, la separación de las carreras de los magistrados, la corrección o el castigo de errores y abusos), evocan con frecuencia una absurda contraposición y exigen casi una elección de bando entre jueces y delincuentes, como si cometer delitos y perseguirlos fueran dos acciones de análoga dignidad entre las que es susceptible elegir en base a las convicciones e inclinaciones de uno, de la misma manera que se elige, en vacaciones, entre el mar y la montaña o se opta por votar a los conservadores o a los laboristas. Da casi la impresión de que la magistratura preocupa y ocupa más a los políticos que la mafia, que extorsiona, impide toda libertad o dispara delante mismo de los niños. Únicamente un clima ético – cultural de este tipo puede explicar, por ejemplo, que haya sido posible la inaudita, inconcebible frase de Berlusconi, que ha equiparado los magistrados a las Brigadas Rojas – a los asesinos de Bachelet, Croce, Casalegno y otros muchos, incluidos muchos jueces caídos en defensa de la ley y de los ciudadanos frente al terrorismo. No me cabe duda de que el propio Berlusconi – que ha asumido y es candidato a asumir de nuevo la responsabilidad del gobierno de Italia – ha sido el primero en arrepentirse de su ocurrencia autolesiva; es grave y sintomático que hasta las protestas respecto a esa declaración hayan sido demasiado morigeradas, como si no sintieran suficientemente su enormidad.