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El general – pero también todo aquel que se detenga aunque sólo sea un minuto a tomar seriamente en consideración sus declaraciones – evidentemente no sabe lo que es la lógica más elemental. Si un avión choca con un teleférico, las posibilidades son dos: o es el avión el que se ha desviado de su ruta, por el motivo que sea (accidente, avería, error, tormenta, bravuconería del piloto), o bien es el teleférico el que se ha salido de su recorrido establecido, el que ha dado un brinco en el cielo y ha arrollado al avión. No hace falta ser un genio ni un experto en aeronáutica para considerar más bien improbable esta última hipótesis, que en cambio el general considera evidentemente la más creíble, porque si en el momento del choque el avión circulaba por la ruta adecuada, quiere decir, necesariamente, que el teleférico había cambiado arbitrariamente de sitio y altura y que la aeronáutica militar estadounidense podría enviar una citación a los malvados o incompetentes manipuladores del teleférico por los prejuicios ocasionados a su bimotor.

Recorrido regular a lo largo de la ruta asignada, repetía sereno el estratega, al que hacían eco sus colegas. Pero si aquélla era la ruta asignada, y por ende si estaba previsto que en aquel momento el avión se encontrara a aquella altura y en aquel punto, caben sólo dos posibilidades. Si el mando que autorizó la ruta sabía que en aquel punto y a aquella altura había una teleférico, se trataría entonces de un choque deseado y por consiguiente de una catástrofe premeditada. Si no lo sabía, significa que se trata de personas incapaces de establecer una ruta o proclives a establecerla al buen tuntún y no es muy entusiasmante que se diga la idea de que personas de semejante competencia estén destinadas en el mando de una base militar tan importante para la defensa de Occidente.

Obviamente ninguna de las dos hipótesis implícitas en las palabras del general Vanderlinden y sus colegas es verosímil; salta a la vista que – si estas dos hipótesis no son ciertas, como de hecho no lo son – el avión tenía que encontrarse fuera de su ruta y que es insultante para la inteligencia – y ofensivo como una burla a las víctimas – el solo hecho de discutir sobre ello. Lo sucedido puede ser explicado sólo como un accidente o como una criminal bravuconería de los pilotos que quisieron ver si conseguían pasar por debajo de los cables del teleférico.

E l mínimo derecho que nos asiste es conocer la verdad. Los responsables tendrían que comprender que, como decía Biagio Marin, diciendo la verdad y siendo honrados no sólo se salva el alma y la conciencia, sino que a la postre incluso se sale ganando, porque se afirma la dignidad de uno y por lo tanto también el prestigio. Si una gran potencia se sintiera en peligro por la verdad de lo que ha sucedido en Cavalese, cabría dudar que se tratara en efecto de una gran potencia. Incluso las embarazosas frases de circunstancias y los intentos de ocultar esa verdad debieran tener un mínimo de recato y no ofender nuevamente a las víctimas con su descaro. Sería moralmente menos grave si se intentase camuflar el avión o decir que no era norteamericano, antes que sostener que aquel vuelo, en aquel momento, era regular. Cuando, en la toma del poder por parte de los comunistas en la Praga de 1948, Jan Masaryk, adversario de éstos, cayó – verosímilmente empujado – desde un balcón, el régimen sostuvo – verosímilmente mintiendo – que se había suicidado, pero no tuvo el valor de decir que no había caído o que aquella caída formaba parte de las normales prácticas de gobierno.

Es descorazonador comprobar cómo hasta en un episodio como éste – en el que los hechos hablan por sí solos terrible e indiscutiblemente, igual que "pilastras de granito", ha escrito Eugenio Scalfari – se pierde de vista la realidad o se pierde el bien del intelecto, o sea la lógica más elemental, elucubrando y mangoneando con la visión de las cosas. Las generalizadas protestas antinorteamericanas contribuyen también a enredarlo todo, a confundir la realidad de lo que ha sucedido y que no puede por sí mismo poner en entredicho las bases militares, que debieran continuar o no según su utilidad o inutilidad en el marco de la política europea. Ciertamente, la OTAN surgió para defender a Occidente de la amenaza soviética; por suerte esa amenaza ya no existe, porque sería preocupante si la libertad y la democracia estuvieran defendidas por fuerzas armadas mandadas por hombres que no saben razonar. Los grandes generales, por el contrario, se distinguen por su lucidez, por su lógica, por el rigor intelectual y la capacidad para afrontar y dominar los acontecimientos, como se puede comprobar leyendo las hazañas de Aníbal o los escritos de Julio César o de Von Moltke, el vencedor de Napoleón III en Sedan, llamado "el pensador de batallas". Por suerte ya se han alzado voces norteamericanas dignas de crédito que llevan la discusión a cauces más razonables y sensatos.

Violar las leyes de la lógica es una violencia no sólo contra los conceptos, sino también y sobre todo contra la vida y los sentimientos, porque significa enredar con los documentos y confundir las partes, intercambiar los papeles de víctimas y culpables alterando el orden de las cosas y atribuyendo hechos a causas o a causantes distintos de los efectivos.

Los agravios a la razón son también siempre agravios al corazón. En espera de que salga a la luz la verdad de esta tragedia y que los responsables de ella sean llamados a responder ante la ley, sería oportuno que a quien sostuviese que aquel avión, en el momento de la catástrofe, seguía la ruta adecuada se le obligara a asistir a un curso intensivo de lógica, a aprender qué quiere decir formular un juicio y qué es el principio de no contradicción. Éstos son, desde Aristóteles, los puntos cardinales del pensamiento occidental, de la libertad y la democracia, y no estaría de más que les fueran familiares a quienes tienen el cometido de defenderlos.

1998

EL INDIVIDUO PARTICULAR, LA PAREJA Y EL JABÓN

Según una encuesta realizada por el instituto Infratest Burke, aparecida recientemente en los periódicos, Lis parejas consumen menos jabón, perfumes, cremas, lociones y desodorantes que quienes viven solos. Los resultados vienen a corroborar, con una mal disimulada satisfacción general, la imagen del "matrimonio como tumba del amor", un tópico no menos manido que el que sostiene que madre no hay más que una (afirmación hoy en día puesta por lo demás en entredicho por la biotecnología) o que los italianos son buena gente. Podríamos discutir quizás acerca de los criterios del sondeo; si un escaso uso de la ducha o la bañera es indudablemente elocuente e indica que un individuo tiene poco respeto de sí mismo y aún menos deseo de gustar o de no disgustar al otro, no está claro que quien es parco con el espray y el gel forme parte de esta categoría.

No se puede ser limpios sin utilizar jabón y champú, pero se puede serlo incluso absteniéndose de bálsamos y sueros antiedad, de la misma manera que se puede ser atractivo incluso sin someterse a las lámparas de cuarzo o a las poco apetecibles sudoraciones del jogging. Es más, un exceso de atención hacia el propio cuerpo tiene algo de aséptico y asexuado, un aura de higienismo físico y espiritual como el de gran parte de la publicidad de los productos de belleza y salud, que hace absolutamente neutros, no deseables, los cuerpos cultivados y exhibidos de esa forma en muchos anuncios televisivos. En la cara de muchas mujeres elegantes, consagradas a un meticuloso cuidado de sí mismas, hay a veces – entre los estiramientos de piel, los autobronceadores y la dura mueca de la boca procedente de la representación del rango social – una estéril convencionalidad que hace esa cara mucho menos deseable que otra que se haya dejado marcar magnánimamente por los placeres, los afanes y las penalidades de la vida.