La escuela tiene que enseñar una larga serie de nociones y – en respuesta a las exigencias de la época y a las vertiginosas transformaciones del mundo y de las formas de entenderlo y organizarlo – una amplia serie también de técnicas, cada vez más complejas. Pero tiene que enseñar todo esto con un espíritu que haga también interiormente libres a los alumnos y estudiantes en relación al mundo y a sus exigencias. Mi instituto, con las muchas "adyacencias" que lo caracterizaban y componían, nos enseñó a reír pero también a respetar y amar a las cosas y a los profesores de los que nos reíamos y a reírnos sobre todo de nosotros mismos, a darnos cuenta de la modestia y la precariedad de todo saber ante la vida y en primer lugar de nuestras opiniones y convicciones. Creo que fue una valiosa lección contra la arrogancia, el engreimiento intelectual, el fanatismo de todo tipo, la presunción.
Aquella lección de libertad estaba desde luego unida a los estudios clásicos y a su sentido y culto de la palabra, desde las grandes e inmortales a las más graciosas como "adyacencias"; estudiar lenguas muertas que no sirven de inmediato para nada, aprender aquellas perifrásticas, aquellos aoristos y aquellos esse videatur ayuda a entender el orden del mundo y del pensamiento, premisa de la capacidad de juicio y por consiguiente de la libertad y la moral, pero revela asimismo la fuerza y el valor de aquello que aparentemente ya no existe y puede parecer gratuito o peregrino. Todo eso enseña a no hacerse ídolos de las apremiantes, afectadas y amenazadoras pretensiones del mundo.
Pero si los estudios clásicos desempeñan esa extraordinaria función en la formación de la mente y la persona, ha sido altanero o patético asignarles esa función en exclusiva, despreciando injustamente otras orientaciones respecto a la realidad y otros programas de estudio, en potencia igualmente creativos. Esa actitud es un agravio a los estudios clásicos justamente cuando se cree ensalzarlos, porque tergiversa su perenne vitalidad y la desclasa convirtiéndola en una refinada tradición conservadora que se opone a lo nuevo y a la vida; si el latín y el griego son óbice para aprender lenguas modernas o informática, quiere decir que se ha traicionado su significado. Abrir la escuela, del tipo y nivel que sea, al saber científico y tecnológico quiere decir ser fieles al auténtico espíritu clásico, dirigido a la inteligencia del mundo y de la naturaleza – de esa naturaleza que, al igual que la música, ha sido la gran ausente de la escuela italiana, por culpa de la reforma Gentile. Recuerdo cómo se enfadaba Biagio Marin – que había sido sin embargo un fervoroso alumno de Gentile – cuando, paseando juntos por el parque de Miramar, se daba cuenta de que yo no sabía el nombre de muchas de las plantas y árboles que veíamos, que él en cambio había aprendido a conocer – y por consiguiente a amar – desde la vieja escuela austriaca, sanamente positivista y atenta a la realidad, sin cuyo conocimiento no hay siquiera poesía.
La anunciada reforma – en lo que por ahora podemos valorarla, vista todavía la incertidumbre de su articulado – hace oportunamente hincapié en las nuevas disciplinas y los nuevos campos del saber hasta la fecha ladeados, además de dar mayores posibilidades a cada uno para elegir su propio camino en el momento en que se sienta más maduro para hacerlo y sin los obstáculos que suponen las dificultades económicas. Cabe esperar que de esta reforma – si llega a ponerse en práctica – nazca una escuela concreta, ajena a ideologismos y sobre todo a las manías psico-pedo-sociológicas de los continuos debates sobre el asunto, que aguan la cultura, la investigación y la personalidad con sus charloteos inconsistentes y pseudodemocráticos, tal vez sobre cómo "desacademizar" la enseñanza, por citar una infeliz expresión que uno puede escuchar hasta en sedes oficiales. Una escuela capaz de enseñar realmente nociones, que por supuesto carecen de sentido si no van impregnadas de un espíritu que las convierta en elementos de formación de la persona, pero sin las que la formación no es más que una palabra vacía. Para entender la realidad no basta saber hacer cuentas o conocer la fecha de nacimiento de Julio César, pero no es tampoco suficiente equivocarse en cifras y fechas.
Una apertura a la diversidad del mundo, de las culturas, los valores y las técnicas no podrá prescindir de una jerarquía de juicios de valor, pero tendrá que enseñar a formularlos y unir el respeto por las diversidades con la exigencia del juicio; tendrá que enseñar a darse cuenta de que San Pablo y Lucrecio expresan dos grandes y opuestas concepciones del mundo, pero que las misas negras son bobadas que no merece la pena siquiera refutar y que el lugar de determinadas noticias de sucesos en los periódicos es un rincón y no la primera página.
Es sobre todo la jerarquía de valores lo que hoy vacila en cualquier sector y una escuela como es debido podría contribuir a combatir este fenómeno, enseñando a distinguir entre Mozart, los Beatles, que son muy buenos y que ciertamente vale la pena escuchar pero que no son Mozart, y aquello de lo que no merece la pena siquiera hablar. Democracia no significa poner en el mismo plano la corrección y las incorrecciones gramaticales, sino dar a cada uno la posibilidad de pensar, expresarse y juzgar correctamente. Desde este punto de vista, una de las tareas más urgentes, en todos los sectores de la escuela, es la de restituir la capacidad de expresarse en italiano y articular lingüística y conceptualmente un razonamiento, capacidad que ha disminuido llamativamente, en los más diversos grupos sociales, durante los últimos lustros.
De la confusa y enrevesada papilla sin sintaxis ni lógica que a menudo nos azota tienen la culpa sobre todo los que presumen – y están con frecuencia autorizados para ello por su profesión y posición – de poder distribuir y enseñar la cultura, de desempeñar una función intelectual, mucho más que los simples usuarios y beneficiarios, como suele decirse. Es raro oír por la calle, en el café o el autobús, incorrecciones gramaticales, lingüísticas y conceptuales como las que se escuchan provenientes de muchas tarimas y tribunas. En la época de la cultura de masas, que constituye un gran progreso general, no son tanto las masas las que cojean cultural – mente, cuanto muchas pseudoélites, que dan el tono al clima cultural y hacen que lo que treinta años atrás se leía con agrado en la barbería, amores y penalidades de cabezas más o menos coronadas, se convierta en objeto de debates filosóficos y cursos universitarios.
Personas que pertenecen al establishment cultural dan a menudo muestras, públicamente, de asombrosa ignorancia acerca de las bases y los puntos de referencia esenciales de nuestra civilización y nuestra vida, de lo que tendría que ser obvio saber. Es sintomático que en una reciente película americana de discreta factura, Seven, un policía, en Chicago, esté convencido de que para descubrir a un asesino tiene que leer La divina comedia y vaya a buscarla por extrañas y mohosas bibliotecas como si fuera un misterioso manuscrito perdido, ignorando evidentemente que podía encontrarla en ediciones de bolsillo en cualquier librería. No se trata de exagerar con estas preocupaciones, porque no es más que un pequeño precio pagado al gran proceso de trastocamiento general de todas las barreras, que ha supuesto un gran progreso y puede suponerlo aún. Pero es un precio que parece hacerse exorbitante.
Desde este punto de vista, no es oportuno dejarse seducir por el mito de una autonomía, en especial la universitaria, a menudo mal entendida. Una correcta autonomía puede ser sólo la dúctil articulación, atenta a las exigencias peculiares de la situación, de una básica concepción común. El énfasis puesto en una autonomía salvaje, en nombre del territorio, puede acarrear desastres, a los que están más expuestas las disciplinas humanísticas y las ciencias humanas, a causa de la inaprensible ambivalencia que constituye su grandeza pero que bien puede convertirse en su parodia. Parece difícil obtener una licenciatura en medicina conociendo sólo la – desde luego benemérita – acupuntura, mientras que es más fácil imaginar que un italianista haya leído, en nombre del territorio, El moroso de la nona [El novio de la abuela] del buen Giacinto Gallina en lugar de La divina comedia.