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La reforma parece animada por un fervor totalizante que quisiera abarcarlo todo, desde el cine a la jardinería, pero la escuela no puede enseñarlo todo; no es sólo inevitable que así sea, sino que también está bien que los estudiantes, en especial los de cierta edad, tengan que aprender muchas cosas por su propia cuenta, sin o incluso contra la escuela. Pedirle a la escuela que lo diga y lo dé todo revela una mentalidad asistencial que educa para la pasividad y perjudica a la formación; los estudiantes piden con acierto que la escuela les haga leer y discutir una novela recién publicada, pero a veces lo piden en un tono que deja traslucir que no se les pasa siquiera por la cabeza el hecho de que se la podrían leer también ellos por su cuenta. La escuela no puede ser una vaca con infinitas ubres de las que manen todos los tipos de leche habidos y por haber; si hay profilácticos, sería deseable que ningún colectivo o consejo de clase pidiese que se ayudara a los usuarios a ponérselos.

De una escuela como es debido, adecuada a la realidad y a la sociedad, forma parte ese sano juego por el que los estudiantes han intentado siempre copiar como si de un deber se tratara y dejar que copiaran sus compañeros, y los profesores, por su parte y movidos por el mismo deber, han tratado también siempre de impedirlo. La cosa se estropea dando lugar a una retórica sentimental y engreída cuando este juego queda reemplazado por asambleas que lo discuten con solemnidad. La escuela está al servicio de los estudiantes cuando los libra de condicionamientos económicos y sociales y ofrece a todos ellos las mismas posibilidades de desarrollar su personalidad, cuando los respeta sin mimarles ni adularles y les enseña no a decir envanecidamente su opinión, sino a observar y conocer la realidad con esa atención al objeto que constituye la auténtica independencia intelectual, la capacidad de ver y conocer, muy distinta del presuntuoso hablar ex cátedra.

Mis compañeros y yo le estamos muy agradecidos a un profesor que, cuando alguno de nosotros, con la inevitable presunción de la adolescencia, empezaba a responder a su pregunta diciendo "yo pienso que…", nos interrumpía mandándonos no pensar nunca y aprender hechos, nombres y fechas. Ya entonces – gracias a él, no a nosotros – comprendíamos que era un modo acertado de enseñar a pensar.

1997

ELOGIO DEL COPIAR

Un día, en el instituto, el profesor de alemán nos asignó a un amigo y a mí un trabajo sobre los cantos populares de Brentano y Arnim, el meollo más genuino de la vieja Alemania y del Lied romántico. Una vez conseguido el libro para ello, una edición en caracteres góticos con ilustraciones de viandantes por los bosques y burgos medievales de estrechas callejuelas y arcos en ojiva, alardeábamos continuamente de él en clase ante el profesor, el cual, cada vez, como si se hubiera olvidado de haber hablado ya antes, tomaba como pretexto aquellas letras puntiagudas y aquellos paisajes absortos para dar una hermosa lección sobre Alemania, sus sueños y sus desbarajustes, su cultura. Naturalmente nosotros estábamos más contentos que unas pascuas con que pasaran las horas sin que nos preguntara la lección y sin materia nueva que estudiar para el día siguiente. Y estábamos convencidos de que el profesor, con tantas clases y alumnos como tenía, no se daba cuenta, hasta que, después de una semana de Jauja, cuando levanté la mano con la intención de pedir permiso para salir un momento, el profesor se puso en pie como movido por un resorte diciendo que, si le hubiéramos mostrado una vez más aquel maldito libro, la habría emprendido a bofetadas con nosotros.

Este mínimo episodio es un ejemplo de una escuela que funciona como es debido, impartiendo, sin que lo parezca, muchas lecciones de cultura y de vida. Cada uno desempeña su papeclass="underline" los escolares, como es justo que así sea, tratan de esquivar deberes y preguntas, y el profesor hace la vista gorda lo suficiente para que se crean astutos, hasta que se les coge infraganti y, entre otras cosas, aprenden precozmente a no pasarse de listos, lo que no es poco. Con todo este toma y daca, además, se acaba, casi sin darse uno cuenta, por aprender hasta los Lieder, se descubre una poesía encantadora y apartada y se empieza a amarla, como nos sucedió a nosotros en aquella ocasión gracias incluso a aquel numerito. Fue entonces cuando conocí por primera vez, junto a mis compañeros, ese mundo poético de la vieja Alemania y tal vez, en sustancia, no es que sepa ahora mucho más, aunque enseñe literatura alemana desde hace muchos años.

Si lo que nos hubiese animado hubiera sido un celo reverencial o bien la presunción de llevar a cabo una así llamada "investigación", acaso alternativa a la enseñanza oficial, probablemente habríamos entendido poco y amado menos aún esa poesía llena de nostalgia y de ironía, de gitanesca libertad: es difícil que un obediente empollón o un engreído contestatario, viciados de ideología timorata o agresiva, se abandonen a la música vagabunda de esos cantos. De esa forma, tratando de aprovecharnos de aquellas poesías para estudiar un poco menos, aprendimos a amarlas y por consiguiente a conocerlas.

Me ha vuelto a la cabeza este recuerdo al leer la noticia de un instituto milanés, el Allende, cuyos alumnos, tras haber proclamado solemnemente la importancia del aprendizaje individual y la exigencia de trabajar en grupo pero sin descargar el peso en los otros, han jurado que no copiaban. Hay, qué duda cabe, una cierta nobleza en esa actitud, en esa voluntad de estudiar y reaccionar (afirmando valores como el compromiso y la lealtad) a una difusa superficialidad, ignorancia, falta de intereses e incapacidad de sacrificio y disciplina. Sin embargo no sé si las formas en que ese loable espíritu se ha expresado son precisamente las más adecuadas.

En primer lugar copiar (y más aún dejar copiar) es un deber, una expresión de esa lealtad y esa fraterna solidaridad con quienes comparten nuestro destino (poco importa si durante una hora o durante toda una vida) que constituyen un fundamento de la ética. Pasarle una chuleta a un compañero en apuros enseña a ser amigos de quien está a nuestro lado y a ayudarle aun a costa de riesgos, tal vez incluso cuando, más tarde, esos riesgos, en situaciones peligrosas o hasta dramáticas, puedan llegar a ser más graves que una nota en el expediente. Quien, sabiendo un poco más de latín o de informática de lo que sabe su compañero de pupitre, no intenta soplarle lo que pueda será probablemente para siempre un pequeño canalla (el término apropiado sería en realidad otro, más expresivo e indecoroso) y a lo mejor se convence de que aquella nota más alta en el expediente, casual y precario como todo expediente, es algo del otro mundo: es decir, se convertirá en un imbécil.

Si a los alumnos les corresponde copiar, a los profesores por supuesto les corresponde impedirlo, y el juego va bien si cada uno hace lo que le toca sin tachar al copión de criminal ni reivindicar el copiar como un derecho contra la represión escolar. Las cosas se estropean en cambio cuando todos quieren hacer de todo y la escuela, o la existencia en general, se convierte en un comité universal permanente, en el que el personal docente exhorta a los alumnos a manifestar su creatividad negándose a estudiar y los alumnos se ponen en el lugar de los profesores para renovar pedagógicamente la escuela, en vez de hacer novillos de cuando en cuando.