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El ritmo empieza a hacerse angustioso, sobre todo porque la realidad, insensible a las onomásticas y los retiros, sigue acosando a los autores de estudios en honor y en memoria de; los atosiga con todo el enjambre de las preocupaciones cotidianas, el trabajo, las bodas, los divorcios, los suspensos, los familiares a los que hay que asistir, los pasaportes que caducan, las enfermedades, las tuberías del baño que se rompen, los fontaneros inencontrables. Uno se bate como un granadero de la Guardia y sigue manteniendo el tipo, pero he ahí que se cumplen los diez años de la muerte de otro, efemérides seguida de cerca por los cuarenta años de la desaparición de otro más e intercalada, según las justas exigencias de equilibrio entre tristeza y serenidad, por los primeros veinticinco años de actividad de un nuevo elemento de la serie.

De no ser que se sea Balzac o Dostoievski, quien escribe no puede inventar cada semana algo original o creativo, ni mucho menos estudiar a fondo un nuevo tema; para escribir de veras hacen falta tiempos largos, silencio, pausas, es necesario vagabundear con el pensamiento y pasar horas delante de la hoja en blanco. Es menester también una cierta dosis de aridez; no en balde muchos de entre los mayores escritores han tenido dificultades para escribir y han sentido hasta desazón ante el papel, y muchos de los mayores estudiosos son los que han sido capaces de estudiar durante años un tema para no decir después una sola palabra, insatisfechos por los resultados alcanzados, o bien escribir como mucho una breve nota.

El esclavo atado al remo de las misceláneas, de los tiempos y ritmos de la organización y la sobreproducción cultural, tiene en cambio y en cualquier caso que escribir, y entonces recicla y repite algo que ya ha escrito antes, en un raro momento de libertad creativa; estira y diluye un breve párrafo publicado hace años, condensa y encoge un denso volumen que le recuerda una época de energías frescas y todavía no exprimidas, cambia algún adjetivo y modifica un par de construcciones sintácticas para amañar un texto que pueda parecer nuevo, suaviza y lima, despeja y embute, rumia viejas páginas como si fueran chicle. Por supuesto que puede producirse también una feliz coincidencia entre creatividad y circunstancias, entre un escrito nacido de una investigación efectiva y la petición de publicarlo.

En esta fiebre estéril, quien paga los platos no es solamente el trabajo creativo, al que no le queda ni tiempo ni espacio; mucho más melancólica es la contaminación que afecta a la relación con las personas que se festejan, se honran o conmemoran. En muchos casos se trata de personas verdaderamente extraordinarias y amadas, respecto a las que uno estaría contento de poder testimoniar su afecto y homenaje. Pero se quisiera hacerlo libremente, como requiere todo auténtico amor y toda auténtica relación intelectual, y no coaccionado por un activismo frenético encubierto de retórica sentimental.

Esta pequeña persecución, que desvirtúa y a veces corre el riesgo de echar a perder por completo el significado que tiene la persona que se querría honrar pero sin estar obligados a hacerlo de esas formas y con esos ritmos afanosos, es un aspecto del delirio al que se llega a través de la desorbitada suma de muchas cosas concretas, cada una de ellas, de por sí, sensata y significativa. Una declaración de amor puede ser un gran momento, pero cien declaraciones amorosas que se suceden con la velocidad de las películas de Ridolini no son más que una parodia, igual que lo son cien misceláneas, cien congresos o cien funerales.

Esta movilización general es la gran retórica de la que hablaba Michelstaedter, el engranaje de incesantes actividades representativas puesto en marcha para ocultar la nada de la existencia, para cubrir con su fragor el silencio de esa nada, para trastornar la conciencia e impedirle que se dé cuenta de la trágica, indefensa y a veces mugrienta miseria elemental de la vida. La movilización general no admite vacíos entre sus filas, llama a levantarse al toque de diana y a marchar complacidos y compactos, a creer, obedecer y combatir.

Ahora es otoño, en las colinas las hayas se han puesto rojas como el oro que los bárbaros mezclaban con cobre; ese color rojo es un aviso fuerte pero no lo suficiente para poderlo escuchar y seguir, los llamamientos a filas se acumulan en la mesa y no permiten que uno se levante de esa mesa, su número crece en proporción geométrica, en conformidad a la dilatación y proliferación de todo, que quita el aire y el espacio, dos mil o veinte mil nuevas plazas para profesores que han salido a concurso producirán pronto decenas de miles de estudios en honor y en memoria de, así como diez mil nuevos libros aumentarán la tumefacción de prólogos, reseñas, presentaciones y debates, el papel absorbe y seca la existencia lo mismo que un tampón vaginal, se quisiera vivir pero no se puede porque los festejados, premiados, jubilados y conmemorados nos lo impiden, haciéndonos morir con toda seguridad un poco antes pero dándonos por lo menos el agrio consuelo de saber que, en cuanto nos llegue nuestra hora, también nosotros nos convertiremos en un instrumento de persecución para alguien que seguramente nos quería, impidiéndole y acortándole a nuestra vez su vida.

1989

DELITO DE CONFERENCIA

"¡Se ha perpetrado una conferencia!", anunciaba en 1893 Giuseppe Garzolini, con el tono dramático de quien, en una novela negra, descubre un delito, invitando a buscar al culpable y el móvil. Literato menor e inevitablemente olvidado, Garzolini – por lo menos a juzgar por sus escritos más lábiles y peregrinos, consagrados con puntillosa precisión a curiosidades humanas y lingüísticas – tenía que ser una de esas personas que alegran la vida gracias a la desenfadada ironía con la que cogen las cosas por los pelos soltándolas antes de que su peso se haga insostenible, mirándolas lo suficiente para entender su truco, pero volviéndose para otro lado antes de que muestren su rostro de Medusa.

Hoy sería desde luego mucho más difícil localizar al autor de ese delito; si se tuviera que perseguir a todo aquel que hubiera pronunciado una conferencia habría que incriminar a muchedumbres enteras, de modo que no queda más remedio que despenalizar el delito de conferencia, conforme a la tendencia – cada vez más extendida y apoyada en especial por quien está molesto no por la corrupción difusa que supone la concesión de comisiones, sino por quien trata de combatirla – según la cual un delito deja de considerarse tal en el momento en que se convierte en algo suficientemente frecuente.

Pero ya hace un siglo la libido loquendi, el placer de hablar y de hablar cuanto más mejor – unido al, todavía más difundido, de adoctrinar, amaestrar, iluminar y persuadir a los demás – debía de cubrir el mundo como una baba espumeante, si un escritor de provincias como Garzolini tuvo el capricho de escribir un suculento opúsculo que lleva por título Contra la conferencia, dándole la forma de una de esas conferencias que él tenía el vicio de pronunciar.

¿Qué es lo que, se pregunta, impulsa cada día a tantos valientes a verter sobre tantos caballeros un raudal tan torrencial de palabras, agresivas, persuasivas o penosas, según el carácter, el lugar o la circunstancia? Como hijo del siglo de los grandes sistemas filosóficos, que encajaron el mundo en las sólidas mallas de los conceptos y las categorías generales, Garzolini clasifica, ordena y subdivide a los diversos tipos de habladores públicos, después de haber trazado la parábola que va del originario conferente al más modesto conferenciante y luego al ansioso e inflacionado conferencista. Está el nervioso orador novato y el que ya ha hecho el callo a los aplausos y las salas vacías, el de recambio y el ambulante que "lleva el pan eucarístico de su ciencia a los moribundos alejados del campanario de su parroquia", el "de piñón fijo" que remacha siempre el mismo clavo; está el curial y el provocador, el que se nutre de calamidades y el que enardece los ánimos con el sol del progreso; el que lamenta la molicie de las costumbres, el debilitamiento del patriotismo, el vilipendio de la religión, la decadencia del arte y el entontecimiento de la juventud. Por supuesto que entre el público se dan también categorías concretas: los amigos, los amigos de los amigos, los imitadores, los fieles de un rito social, los curiosos, los malignos, los que no tienen nada que hacer, los perversos, los comprometidos, los que se mueren de ganas de intervenir y los que buscan, al menos por una hora, un rato de compañía aunque sea desconocida, porque dice el Eclesiastés: "¡Ay del solo que cae!" y éstos saben muy bien lo que es eso.