Выбрать главу

En uno de sus mejores libros, La vida está en otra parte, Milán Kundera ha descrito los vínculos perversos que pueden establecerse a veces entre un excitado lirismo totalizante y el totalitarismo político. También la aceptación de límites, que a menudo ofende a la exigencia de una redención total de la vida, puede ser, en ocasiones, una prueba de responsabilidad, un sacrificio que evita males peores.

Naturalmente es necesario – por parte de cualquiera, haga o no profesión explícita de intelectual – denunciar sin piedad el pragmatismo de los políticos que con tanta frecuencia degenera en vulgar cinismo, abyecta corrupción, vil oportunismo, ridículo conformismo e incluso feroz delito. Es también necesario, cuando se dé el caso, resistir a los halagos del poder, a la patética tentación de sentirse al unísono con la marcha de la Historia y a la ilusión de ponerse a acaudillarla. Pero la denuncia de la degeneración de la política es válida si se hace con intransigencia y a la vez con caridad, con la conciencia de que cualquiera, si baja la guardia, está expuesto a caer en las redes del mecanismo del mal y del error. Algunos de los mayores autores del siglo han vitoreado a las tiranías más crueles, desde el nazismo al estalinismo; seguimos amando a, Pirandello, a pesar de su telegrama de solidaridad a Mussolini tras el asesinato de Matteotti; a Céline, a pesar sus Bagatelas para una masacre; a Hamsun, a pesar de su adhesión al nazismo; a Éluard y a Aragón, a pesar de su aprobación de los procesos y las ejecuciones estalinistas; seguimos incluso aprendiendo de ellos a entender el sufrimiento y comprendemos el ofuscamiento que alteró su visión del mundo, pero no podemos evidentemente considerarlos, en su desgraciada opción a favor del nazismo, más abiertos e iluminados que los millones de personas sin renombre ni genio poético que demostraron, en aquella ocasión, mucha más inteligencia y humanidad.

El espíritu sopla donde quiere y nadie, aunque haya acabado de escribir una obra maestra, puede tener la certeza de que en ese momento el espíritu no le ha abandonado, dejándole ciego y sordo ante la vida y la historia.

1997

MAESTROS Y ALUMNOS

Isaac Deutscher, revolucionario y biógrafo de Trotski y de Stalin, cuenta una historia que había leído, de pequeño, en un Midrash, uno de esos comentarios rabínicos que explican los textos sagrados recurriendo también a las parábolas, que muestran la verdad descendiendo a la vida. En aquel Midrash se hablaba de Rabbi Meir, un abanderado de la ortodoxia judía que era alumno de un hereje de nombre Elisha ben Abiyuh, llamado Akher. Un sábado, ambos discutían encarnizadamente sobre cuestiones religiosas, Akher a la grupa de un burro y Rabbi Meir a pie, en obediencia a la prohibición de cabalgar durante los días sagrados; enfrascados en la discusión, llegaron sin darse cuenta al límite del camino que, durante los sábados, le está vedado franquear a todo judío piadoso. Rabbi Meir, distraído, estaba a punto de atravesarlo, cuando su maestro el hereje, que hasta ese momento había refutado sus opiniones ortodoxas, le detuvo diciéndole que se volviera atrás, porque ése era su límite y no debía ir más allá para seguirle.

Esta historia es uno de los más intensos apólogos que podemos hallar sobre la relación entre maestro y alumno y, en primer lugar, sobre la figura del maestro. Como cualquier palabra, también ésta está llena de significados encontrados y se presta a múltiples interpretaciones. Para empezar, maestro y alumno profesan, sobre los problemas esenciales, una fe distinta. El primero no le transmite al segundo una verdad teológica o filosófica, sino que le ofrece el ejemplo vivo de cómo se busca; le enseña la claridad del pensamiento, la pasión por la verdad y el respeto a los demás, que es inseparable de ésta. El maestro es tal porque, aun afirmando sus propias convicciones, no quiere imponérselas a su discípulo; no busca adeptos, no quiere formar copias de sí mismo, sino inteligencias independientes, capaces de ir por su camino. Es más, es un maestro sólo en cuanto que sabe entender cuál es el camino adecuado para su alumno y sabe ayudarle a encontrarlo y a recorrerlo, a no traicionar la esencia de su persona. Lejos de escarnecer la ortodoxia codificada, según la retórica de la transgresión tan cara a los espíritus banales, que creen afirmar su propia originalidad tirando desperdicios por la ventanilla sólo porque lo prohíbe un rótulo, el gran hereje exhorta a su discípulo a observar el sábado que él, sin embargo, no reconoce.

La parábola puede ayudar a responder a los interrogantes modernos acerca de la figura del maestro, que a menudo y a muchos les parece, si no ya extinta, sí en vías de extinción o incluso imposible e impensable en una sociedad como la contemporánea, que se caracteriza – positiva o negativamente, según las opiniones – por el eclipse de los valores y de los mensajes fuertes, por el ocaso del diálogo sobre las cosas trascendentes y las grandes contraposiciones filosóficas e ideológicas, sustituidas por un pulular indistinto de sugestiones, estímulos, mensajes subliminales o percepciones capilares y por una creciente intercambiabilidad entre las así llamadas experiencias reales y virtuales.

Estos aspectos de la sociedad contemporánea – que es ingenuo ensalzar, pero patético deplorar – no comportan inevitablemente un empobrecimiento de la individualidad en sentido fuerte ni decretan el final de los maestros. Como revela el apólogo, éstos no son necesariamente las figuras que transmiten la Ley; pueden ser anarquistas que la transgreden, pero en todo caso en nombre de la necesidad de encontrar su propio camino hacia la Ley.

Akher renuncia a la ambigua aureola que rodea a los falsos maestros y a veces, involuntariamente, también a los verdaderos: la seducción. El mundo está lleno de dobles de maestros, que ocupan el lugar de éstos de la misma manera que en una película un doble sustituye al actor protagonista en una escena peligrosa, filmada de lejos o en cualquier caso ocultando al espectador la sustitución. Abundan los personajes que aspiran a hacer escuela, a crear bandos y eslóganes, a movilizar adeptos, persuadir discípulos, generar fans e imitadores; personajes que para existir necesitan seducir con cautivadoras promesas a quien tiene un ansioso y vago deseo de redención fácil e inmediata. Contar con auténticos maestros es una suerte extraordinaria, pero también es un mérito, porque presupone la capacidad de saberles reconocer y saber aceptar su ayuda; no sólo dar, también recibir es un signo de libertad, y un hombre libre es quien sabe confesar su debilidad y coger la mano que se le ofrece.

Un verdadero maestro no es tanto un padre cuanto un hermano mayor, que pronto se convierte simplemente en un hermano. Tal vez ser un maestro signifique, hoy más que nunca, no saber que se es y no querer serlo, olvidarse de uno mismo en el diálogo que se instaura con el otro, tratarle a éste de igual a igual sin soberbia, sin condescendencia ni preocupaciones pedagógicas – incluso atacándole sin piedad, si es preciso. Un profesor puede modestamente contribuir a formar a los alumnos si los trata sin altivez ni miramientos, corrigiéndoles y haciéndose corregir por ellos, sin buscar la falsa confianza que impide dicha relación. "¡Si supiera lo cuesta arriba que se nos hace", me dijo un día una estudiante, "tratar de tú al profesor X, como él nos impone que hagamos!"