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– Llévate a tu madre contigo.

– Puede que lo haga -dijo Pascale y luego se volvió hacia los otros-. Entonces, estamos de acuerdo. Iremos a Saint-Tropez en agosto.

Era el menor de sus problemas en aquel momento, pero en cierto sentido era consolador pensar en algo más agradable. Era lo único en que podían pensar que no fuera la pérdida de su querida amiga y en Robert. No era mucho lo que podían hacer por él, pero podían ofrecerle su apoyo. Y aunque sentían como si ir a Saint-Tropez sin Anne fuera algo parecido a una traición, Pascale tenía la sensación de que ella habría querido que lo hicieran y que llevaran a Robert con ellos.

– Puede que nos cueste mucho convencerlo de que venga con nosotros -señaló Diana razonablemente-, pero tenemos mucho tiempo para hablar de ello. Sigamos adelante y alquilemos la casa. Ya lo discutiremos con él más tarde.

Para entonces, sospechaba que John también se habría ablandado. Pero era muy triste pensar en ir solo los cinco, sin Anne. Era inconcebible pensar que ella ya no estaría con ellos nunca más.

Los Donnally se fueron a casa poco después y llamaron a Robert, a casa de Jeff, para decirle que pensaban en él, pero él estaba demasiado trastornado para hablar con ellos mucho rato y, por su voz, Pascale supo que había estado llorando. Lo había hecho todo el día, en realidad. Deseó que hubiera algo que ella pudiera hacer por él, pero no lo había. Le prometió reunirse con él en la funeraria para la «visita». El entierro había sido fijado para el martes. Robert hizo que Jeff llamara a los socios de Anne en el bufete y sus nueras habían telefoneado a una larga lista de personas para decírselo, antes de que apareciera la nota necrológica al día siguiente, domingo. Robert escribió la esquela él mismo y Mike la llevó a The New York Times por la tarde.

Era incomprensible, pensaba Robert para sí, cuando se acostó en la habitación de invitados de Jeff y Elizabeth. Se sentía completamente desorientado por el dolor y de tanto llorar y por la falta de comida. Nunca, en toda su vida, se había sentido tan destrozado ni tan solo como en aquel momento, mientras permanecía allí, echado, pensando en ella. Treinta y ocho maravillosos años acabados en un instante. Robert estaba absolutamente seguro, sin la más leve sombra de duda, de que su vida también estaba acabada.

Capítulo 3

El entierro de Anne se celebró en la iglesia de Saint James, en Madison Avenue, el martes por la tarde. Robert ocupaba el primer banco con sus hijos. Sus nueras y sus cinco nietos estaban allí, igual que sus cuatro mejores amigos. La iglesia estaba llena de personas que los conocían a ambos, personas con quienes Anne había trabajado, clientes, compañeros de clase y viejos amigos. Robert tenía un aspecto desconsolado cuando entró, con su hija del brazo. Los dos lloraban, al igual que sus hijos. Y en el silencio de la iglesia, los que estaban más cerca de ellos oían cómo Pascale sollozaba. John permanecía sentado estoicamente junto a ella y unas lágrimas silenciosas le caían por las mejillas.

Los Morrison estaban a su lado, en el segundo banco, con los ojos llenos de lágrimas y cogidos de la mano, en silencio. A todos ellos les parecía inconcebible que Anne se hubiera ido. El círculo sagrado de su amistad se había desbaratado, una pieza importante había desaparecido. Todos habían perdido a una amiga muy querida.

El servicio fue breve y conmovedor. Cuando salieron de la iglesia para acompañar el ataúd hasta el coche fúnebre, estaba nevando. Ya había sido un invierno duro, pero ese día en particular parecía excepcionalmente inhóspito. Robert fue al cementerio con sus hijos para dejar allí a Anne, después de unas breves palabras pronunciadas por el pastor, que los conocía desde que se casaron. Luego Robert dijo su último adiós. Parecía un zombi cuando por fin se dirigió, como si estuviera ciego, hacia el coche.

Después del cementerio, fueron todos a casa de los Morrison, a merendar con las personas que éstos habían invitado para estar con ellos. Robert parecía funcionar con el piloto automático, mientras se movía entre la gente. Antes de que se marchara nadie, desapareció. Ni siquiera les dijo nada a sus hijos al irse. John Donnally lo acompañó en coche a casa y, como no podía soportar dejarlo allí solo, se quedó con él.

Robert se dejó caer en el sofá, con la mirada perdida. En aquel momento se sentía tan vacío que ni siquiera podía llorar. Solo estaba allí, sentado, sin ver nada.

– ¿Quieres algo? -preguntó John, con voz queda, deseando que Pascale estuviera allí.

Ella era mucho mejor para esa clase de cosas. Pero no se había equivocado al percibir que Robert no quería a nadie más allí, probablemente ni siquiera al propio John.

– No, gracias.

John no estaba seguro de si debía quedarse un rato, solo para hacerle compañía, o si era mejor que se marchara. Robert no decía ni una palabra. Sin saber qué otra cosa podía hacer, John fue a buscar un vaso de agua y lo dejó delante de su amigo, aunque este no pareció verlo. Luego, finalmente, habló en el silencio de la sala, con los ojos cerrados, sintiendo toda la angustia de sus palabras.

– Siempre había pensado que yo moriría primero. Ella era más joven y siempre había parecido muy fuerte. Nunca se me ocurrió que la perdería.

Durante aquellos últimos cuatro días, la gente no había dejado de decirle que eso no sucedería nunca, que su espíritu seguiría vivo, pero la realidad era que, estaba demasiado claro, la había perdido. Miró a John con un dolor infinito.

– ¿Que voy a hacer ahora, John?

No tenía ni idea de cómo vivir sin ella. Después de treinta y ocho años, ella era una parte integrante de sí mismo, como su alma.

– Creo que lo vas superando día a día -dijo John, sentándose a su lado en el sofá-; es lo único que se puede hacer. Y un día, te sentirás mejor. Quizá nunca será lo mismo, pero seguirás adelante. Tienes a tus hijos, a tus amigos. La gente sobrevive.

No quería decirle que incluso era posible que, un día, volviera a casarse, aunque en el caso de Robert, le parecía poco probable. La había amado durante mucho tiempo y no era esa clase de hombre. Pero incluso si nunca había nadie más en su vida, él tenía que seguir adelante. No podía hacer nada más. Lo único que estaba en manos de John era rezar por que el dolor no lo matara, por que no renunciara a su propia vida.

– Quizá tendría que retirarme. No puedo imaginarme volviendo al trabajo.

No podía imaginarse haciendo nada sin ella. Su razón más importante para vivir había desaparecido.

– Es demasiado pronto para tomar esa decisión -dijo John, sensatamente-. No hagas nada todavía.

Aunque solo fuera por que le distraería, necesitaba su trabajo, si no él mismo podría morir. John había visto cómo les pasaba a otros antes y estaba seriamente preocupado por su amigo.

– Tendría que vender el piso. ¿Cómo puedo vivir aquí sin ella?

Tenía los ojos abiertos y bañados en llanto.

– Puedes quedarte con nosotros durante un tiempo, si quieres, hasta que decidas qué quieres hacer.

Pero la verdad era que Robert quería estar allí, con sus recuerdos de ella. Pascale y Diane ya se habían ofrecido para ayudar a Amanda con la ropa de su madre, pero incluso eso era demasiado difícil de afrontar y Robert había dicho que no quería que tocaran nada. Para él, era un consuelo ver sus cosas en el armario, su bata en el colgador del cuarto de baño, su cepillo de dientes en el vaso. Le permitía engañarse, decirse que se había ido a algún sitio, que quizá estaba en un congreso y que iba a volver. Pero el hecho brutal, que todos sabían que tendría que encarar en algún momento, era que ella se había ido para siempre.

John se quedó con él mucho tiempo, sin que ninguno de los dos dijera nada, y luego, finalmente, cuando la habitación fue quedando a oscuras, Robert se quedó dormido en el sofá. John no quería marcharse y dejarlo y permaneció en silencio en el estudio, hojeando algunos libros. A las seis, llamó a Pascale.