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Había una extensión de césped delante de la casa, con malas hierbas y matojos tan altos que casi llegaban a la cintura. Había unos muebles de jardín viejos y rotos, desparramados aquí y allí, y una sombrilla viejísima y hecha pedazos, encima de una mesa de hierro oxidado que parecía garantizar que cualquiera que comiera allí iba a necesitar la vacuna antitetánica. Todo aquel sitio parecía salido de una película y durante un segundo enloquecido sintió la necesidad de preguntarle a alguien si era una broma. Pero estaba claro que no lo era. Se trataba de su casa y, por lo menos para Pascale, definitivamente no era un «flechazo»; se parecía más a que te cayera encima un rayo que a un flechazo.

– Merde -dijo en voz baja, todavía sentada en el coche, mirándolo todo fijamente.

Lo único que cabía hacer era rezar por que el fotógrafo hubiera sido más honrado con las imágenes del interior. Pero estaba pensando que no parecía probable cuando, al salir del coche, metió el pie en un hoyo y casi se cae. Los senderos que rodeaban la casa estaban llenos de agujeros, y aquí y allí había pequeños charcos de barro, había unas cuantas flores, que a esas alturas crecían silvestres. Los bellos arriates floridos de las fotos debían de haber desaparecido muchos años atrás. Entonces se le ocurrió tocar la bocina. Sabía que había un matrimonio esperándola y les había escrito para decirles cuándo iba a llegar. Pero, pese a tocar insistentemente la bocina, no hubo respuesta alguna y, finalmente, se dirigió con cautela hacia la puerta principal.

Había un timbre y lo tocó, pero no acudió nadie. Lo único que podía oír eran ladridos de perros, por lo menos un par de cientos, un número enorme, por el ruido que hacían y, a lo que parecía, perros pequeños. Pasaron casi cinco minutos sin que apareciera nadie y entonces, finalmente, oyó pasos en el interior de la casa. Cuando la puerta se abrió, Pascale estaba allí, de pie, cada vez más preocupada. Al principio, lo único que pudo ver fue una enorme bola de pelo rubio teñido, largo y demencialmente encrespado. Se alzaba, casi vertical, en torno a la cara de la mujer. Parecía una peluca de una de esas películas de los sesenta, salvajes y llenas de drogas. La cara que había debajo era pequeña y redonda. Lo único que Pascale recordaba en aquel momento era que la mujer se llamaba Agathe y lo dijo con aire dubitativo, tratando de apartar la mirada del pelo.

– Oui, c'est moi.

«Soy yo.» Pues claro. ¿Quién más podía ser? Vestía un top sin espalda, dentro del cual los pechos parecían querer explotar. A continuación venía una enorme exhibición de estómago y, luego, los shorts más cortos que Pascale había visto en su vida. Todo el cuerpo parecía ser absolutamente redondo, como un globo. Lo único que la salvaba eran unas piernas bonitas. Con gran pesar, Pascale vio que también llevaba unos tacones de quince centímetros. Eran el tipo de zapatos que en los cincuenta se llamaban FMQ. La mujer observaba a Pascale, con una mirada neutral, bizqueando, con un Gauloise papier maïs, con su papel de color maíz maduro, pegado a los labios. El humo ascendía dibujando un largo rizo gris y la obligaba a cerrar un ojo. Era todo un espectáculo. Dando vueltas en torno a sus pies había tres perros pequeños, blancos, que ladraban como locos. Caniches, con el pelo impecablemente recortado. A diferencia de su dueña, parecía que acabaran de salir de la peluquería; todos llevaban un lacito de color rosa. Pascale no podía apartar los ojos de la mujer, tratando involuntariamente de adivinar su edad. Debía de estar en los cuarenta o quizá incluso en los cincuenta, pero la piel de su carita regordeta no tenía arrugas.

Pascale se presentó, mientras uno de los caniches trataba de morderle el tobillo y otro le atacaba el zapato; Agathe no se molestaba en mandarles que pararan.

– No le harán nada -dijo tranquilizando a Pascale, al tiempo que se hacía a un lado.

Pascale vio entonces la sala de estar. Era como un decorado de La novia de Frankenstein. Los muebles eran viejos y destartalados; había telarañas que colgaban del techo y de la lámpara de araña, y las alfombras persas, supuestamente elegantes, estaban raídas. Por un instante, Pascale no supo qué decir y luego miró a la mujer sin dar crédito a lo que veía.

– ¿Es esta la casa que hemos alquilado? -preguntó Pascale con una voz que más parecía un graznido.

Rezaba por que la mujer le dijera que no, que la que habían alquilado estaba un poco más arriba, en la misma calle. Cuando Agathe asintió con una risita, se le cayó el alma a los pies. Para entonces, el tercer perro se dedicaba a frotarse, con frenesí, contra su otro zapato. Desde luego no era un flechazo; salvo, quizá, para el perro.

– Ha estado cerrada durante un tiempo -explicó Agathe alegremente-. Mañana, con el sol, tendrá un aspecto estupendo.

Sería necesario mucho más que el sol para hacer que la casa dejara de parecerse a una tumba. Pascale no había visto nunca nada tan sombrío. Lo único que reconocía de las fotos era la chimenea y las vistas. Ambas eran excepcionalmente bonitas, pero el resto era un desastre y no tenía ni idea de qué podía hacer. Los demás llegarían dentro de dos días. Lo único que se le ocurría era llamar al agente inmobiliario para que le devolviera el dinero. Pero y luego, ¿qué? ¿Dónde se alojarían? En esa época del año, todos los hoteles estarían llenos. Y no podían presentarse en casa de su madre en Italia. Las ideas se le agolpaban en la cabeza y la mujer con el pelo afro rubio parecía divertida.

– Lo mismo le pasó a una gente de Texas el año pasado.

– ¿Y qué hicieron?

– Demandaron al agente y al propietario. Y alquilaron un yate.

Era una idea, por lo menos.

– ¿Puedo ver el resto? -preguntó Pascale sin fuerzas.

Agathe asintió y cruzó la sala de nuevo, repiqueteando con sus altos tacones. Para entonces, los perros se habían acostumbrado a Pascale y se quedaron allí ladrando, sin tratar de atacarla, cuando su dueña los apartó. Hacían un ruido increíble y, mientras seguía a Agathe a través de la sala de estar, Pascale sentía deseos de matarlos.

La sala era tan grande como parecía en las fotos, pero no quedaba en ella ni resto de los muebles que se veían en ellas. El comedor era largo, desnudo y vacío, con una antigua mesa de refectorio, unas sucias sillas de lona y una lámpara de araña que parecía colgar de un frágil hilo desde el techo. Había gotas de cera de velas por toda la mesa, que nadie se había molestado en limpiar, al parecer desde hacía años. Pero cuando Pascale vio la cocina fue como si alguien le pegara un mazazo en pleno estómago y lo único que pudo hacer fue gemir. Estaba absolutamente hecha un asco y nada, salvo quizá una manguera, podía arreglarlo. Todo estaba recubierto de grasa y mugre y apestaba a comida rancia. Estaba claro que Agathe no había perdido su tiempo limpiando la casa.

Los dormitorios estaban un poco mejor. Eran sencillos, espaciosos y aireados. Casi todo era blanco, salvo las sucias alfombras de flores del suelo. Pero la vista desde las ventanas, por encima del mar, era espectacular y era posible que nadie observara ni le importara lo mucho de que carecían las habitaciones en cuanto a decoración. Había una remota posibilidad de que, si Agathe se ponía manos a la obra de verdad y llenaban las habitaciones de flores, fuera posible dormir allí una noche. La suite principal era la mejor, pero las otras eran también bastante decentes; solo marchitas y necesitadas de jabón, cera y aire.